A veces, buscando en los clásicos del pasado o contemporáneos, uno puede hallar la inspiración y la modernidad para su propia obra, una modernidad que defino como aquello que carece de tiempo de caducidad y de la necesidad de hacer notar que va por delante, tal vez porque no tiene prisa o por ser consciente de que adelantarse al tiempo es imposible, solo una frase hecha que gusta emplear o la impresión de adelanto, que suele ser el reflejo de la ignorancia común, la que se sorprende con lo que considera original o novedoso, aun no siéndolo, salvo en su desconocimiento o en la ilusión de ir por delante. En todo caso, lo expresado solo es parte de una idea propia y, como Hirayama (Kôji Yakusho) dice a su sobrina Nico (Arisa Nakano), <<este mundo está hecho de mundos diferentes>> y no todos tienen que coincidir, solo aprender a coexistir. Moderno, en cine, podría ser algo así como el de Yasujiro Ozu, que expresa y deja fluir en sus películas, contenidas, sencillas y en apariencia serenas, las emociones, los sentimientos, las relaciones y las pequeñas cosas que dan forma a la cotidianidad, que es el marco de nuestras existencias, nos guste, nos disguste o nos resulte ya indiferente, y que corren el riesgo de ser pasadas por alto, porque hoy prima el “más ruidoso y sangriento todavía”, el humor más anodino, el chiste fácil, el culto generalizado a la apariencia y a las cremas antiedad o, dicho de otro modo, la divinización de la eterna juventud, tal vez por aquello de “juventud, divino tesoro”. No le niego su valor ni su esplendor, pero el verdadero tesoro, al menos el más grande que poseemos los humanos, aparte de todo lo que nos dieron los romanos y de ser ricos e importantes, más que el vecino, claro está, es la vida en todas sus edades posibles. En Ozu no hay nada de eso, ni chistes fáciles ni culto a la antiedad. Hay todo aquello numerado con anterioridad, emociones, sentimientos, relaciones (incluso la dificultad de establecerlas) y personajes silenciosos, a priori puede que distanciados, pero con lazos que unen, más que atan, y desbordantes de humanidad como los interpretados por Setsuko Hara o Chishû Ryû. Eso es lo que encuentra Wim Wenders cuando descubre su cine, también lo descubren otros cineastas a contracorriente como Paul Schrader, Jim Jarmusch o Aki Kaurismäki, y se rinde ante lo evidente: la humanidad y el humanismo que late en los mejores títulos del director de Cuentos de Tokio (Tōkyō monogatari, 1953).
Wenders lo admira desde sus primeros pasos cinematográficos y a él dedica Tokio-Ga (1985), un documental homenaje que recorre la capital japonesa en busca del rastro de una de sus inspiraciones. En Perdect Days (2023) vuelve a mirar al japonés e intenta un recorrido cotidiano similar al de aquel, pero siendo Wenders. Así logra un resultado que emociona en su devenir pausado por un Tokio que ya difiere del conocido y recorrido por Ozu, que ya apuntaba en sus crónicas cotidianas la proliferación de luminosos y de un nuevo estilo frente al tradicional. Ahora este último parece haber desaparecido, la quietud de antaño desparece salvo en ese personaje más que lacónico silencioso, pero atento a su alrededor, capaz de descubrir belleza donde el resto solo ve prisas, sombras sin interés o flores marchitas. Hirayama es distinto. Como soñaba Ozu, descubre flores en el barro, pues, para él, hay belleza en la vida, precisamente porque se está vivo y se es capaz de amarla y admirar lo sorprendente que puede ser, incluso en esa cotidianidad que en su compañero laboral, el joven, nervioso e inestable Takeshi (Tokio Emoto), parece escaparse hacia ninguna parte… El contraste entre ambos personajes queda establecido en sus presentaciones; Wenders se toma su tiempo para dar a conocer a Hirayama. Lo descubre en su pausa como modo de vida, en su esfuerzo laboral limpiando los aseos públicos de Tokio, su respeto por lo que hace, que refleja su modo de respetarse a sí mismo. En su trabajo, Hirayama es el buen hacer del artesano que todavía no ha sucumbido al acelere fabril y tecnológico. Por contra, Wenders presenta a Takeshi en la inmediatez, apenas precisa unos segundos para describirlo: trabaja lo mínimo, pues no va a entregarse más allá de lo estrictamente necesario, y no considera que un trabajo como el suyo sea digno de él; al menos eso se intuye. Prefiere lo rápido, lo fácil, el dinero, el trabajar mirando su teléfono móvil y la inconstancia, como pueda ser el llegar tarde o el abandonar su empleo dejando en la estacada a su compañero. Ambos personajes viven en un mismo mundo, que son dos, pero tan distintos que inevitablemente son chocantes y a la vez condenados a entenderse hasta que el primero de ellos desaparezca y ya solo sea un recuerdo en las películas de Ozu o en esta de Wenders, también en su Alicia en las ciudades (Alice in den Städten, 1974), París Texas (1984) o El cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin, 1987)… De nuevo, me viene la idea de que <<este mundo está hecho de mundos diferentes. Algunos de ellos están interconectados, otros no>>. Y el de Takeshi y Hirayama se antojan a años luz. Sin embargo no sucede lo mismo con el tío y la sobrina, a quien el primero dice esa frase que parece sacada de un poema de Paul Éluard, aquel que expresa que <<hay otros mundos, pero están en este>>, y Nico le responde con dos preguntas: <<¿Qué pasa con mi mundo? ¿En qué mundo estoy entonces?>> Ignoro la respuesta, pero lisa interrogantes se abren a la esperanza, a la posibilidad, a la propia vida…
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