Más que un movimiento cinematográfico, el neorrealismo italiano de posguerra fue un fenómeno fruto de la necesidad, tanto material, debida a la escasez de medios y a la ausencia de una industria cinematográfica propiamente dicha, como humana e ideológica de los cineastas que lo llevaron a cabo para expresar circunstancias contemporáneas con una libertad inexistente hasta entonces. Ellos fueron los encargados de reconstruir la cinematografía italiana desde los escombros a la que se vio reducida por el fascismo y la guerra. Pero no todo lo que se consideró neorrealista lo fue, al menos, no en toda su dimensión o como inicialmente lo interpretaron dos de sus máximos exponentes: Roberto Rossellini y la veracidad en Paisà (1946) y el dúo Cesare Zavattini-Vittorio de Sica y la crítica social en Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948) o posteriormente en Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1951). El neorrealismo apenas puede definirse más allá de ser un soplo efímero de libertad y de modernidad fílmica que hacia finales de la década de 1940 empezó a sufrir su transformación, quizá víctima de su propio éxito dentro y fuera de las fronteras transalpinas, de la irrupción de productores como Dino de Laurentiis o Carlo Ponti, del nacimiento de un nuevo sistema de estrellas encabezado por la actriz Anna Magnani, de la tendencia hacia el cine de autor de los Antonioni, Visconti y Fellini, que no tardaron en construir universos cinematográficos propios y reconocibles tanto en su forma como en su fondo, y de la desviación hacia películas más (melo)dramatizadas, en ocasiones teatralizadas en exceso, como puede ser el caso de Arroz amargo (Riso Amaro, 1949). En su momento hubo quien consideró este film de Giuseppe de Santis ejemplo de neorrealismo, pero poco realismo hay en una película que se distancia de la estética y sobre todo de la ética neorrealista para ofrecernos un melodrama carnal, de buenos y malos, cargado de erotismo y ambientado en los arrozales que el narrador de un documental alude en la secuencia de apertura, aquella que nos ubica en Vercelli. Tras la presentación, Arroz amargo introduce a tres de sus protagonistas: Walter (Vittorio Gassman), un ladrón sin escrúpulos, Francesca (Doris Dowling), su amante, pero también su víctima, y Silvana, la joven y exuberante arrocera interpretada por Silvana Mangano, la imagen de la carnalidad y factor clave en el éxito de la película. La estampa de Mangano bailando o en el arrozal es la que viene a la memoria cuando se recuerda Arroz amargo, un largometraje que emplea el espacio rural como escenario de las pasiones y de las relaciones de atracción-rechazo entre los cuatro personajes principales, planos en todo caso, sobre todo los masculinos, que entrecruzan sus destinos en esos campos de arroz reales que únicamente sirven de decorado y que, sin miedo a perder la esencia de la trama, igual podrían sustituirse por una granja, un bosque, una fábrica o una ciudad cualquiera. Con esto no trato de minusvalorar la película más reconocida de De Santis, solo señalar el error generalizado de etiquetar a Arroz amargo como neorrealista, cuando, en realidad, no busca transmitir ni denunciar precariedades sociales, aunque muestre de pasada la situación de las trabajadoras que, en dos momentos puntuales del film, se muestran solidarias entre ellas para superar trabas. Lo que prevalece durante la mayor parte del metraje es el enfrentamiento y el acercamiento individual entre el cuarteto protagonista, dos mujeres y dos hombres que ven sus personalidades reducidas o simplificadas a su máxima expresión. Ya desde su aparición en la pantalla, los personajes quedan minimizados a figuras sin fondo, sin apenas contradicciones, definidos como ejemplos positivos y negativos. De ese modo siempre vemos a Walter como un individuo sin el menor atisbo de luz, que vive de las mujeres, las maltrata, las utiliza para su beneficio, sea carnal o material, y las deshecha a su antojo cuando ya no le sirven para sus fines. Del mismo modo observamos a Marco (Raf Vallone) con simpatía, ya que es honesto y generoso, enamorado de Silvana y la antítesis de ese sádico ladrón que, tras huir de la policía, recorre los arrozales para encontrar a Francesca y el botín que ambos habían robado antes de iniciarse la película. Salvo por la estación del tren donde al principio se reúnen las arroceras, el arrozal se erige en el escenario exclusivo de una película que cuenta con dos triángulos que no pueden calificarse de amorosos, pues son el deseo, la sumisión, la carnalidad y la frustración los rasgos que los definen. Si los antagónicos masculinos apenas presentan atractivo, no ocurre los mismo con Silvana y Francesca, los soportes vitales de una historia que bascula entre la necesidad de redención de la segunda, o de recuperar su esencia perdida, y la ensoñación y el deseo de la primera de escapar de la única realidad que conoce, la de un trabajo esclavo, mal pagado y que acabará por robarle los únicos tesoros que posee: su juventud y su belleza.
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