En la guerra civil vista por Luis García Berlanga y Rafael Azcona no hay héroes, a lo sumo hay peluqueros que hacen las veces de teniente, efebos que entretienen en seductora conversación a los centinelas nacionales, seminaristas que han colgado los hábitos, toreros que, ante la idea de saltar al ruedo, se cagan en los pantalones; ida por la pata abajo de la que, ante la muerte, no se libra ni el diestro ni el siniestro más pintado. Luego están los profesionales, tipos ellos tan marciales como el sargento nacional Agapito (Antonio Gamero) y el brigada republicano Castro (Alfredo Landa), que charlan y se aprecian, porque ellos se entienden, mientras intercambian tabaco y papel de liar para que todos fumen en ese frente aragonés donde las tropas de ambos bandos llevan varios meses sin pegar un tiro. Cada uno está donde está, quizá por convicción ideológica, quizá porque la sublevación militar le pilló en el lado equivocado, pero lo cierto es que a la mayoría la guerra le ha sido impuesta y muchos abandonarían gustosos el frente para volver a casa o irse de picos pardos.
En los últimos meses, el máximo enfrentamiento que se produce se desata desde los altavoces nacionales que anuncian la fiesta que se va a celebrar en el pueblo, que se encuentra tras las líneas franquistas. La celebración fastidia bastante a Mariano (Guillermo Montesinos), soldado republicano y natural del lugar, que lleva casi dos años sin ver a Guadalupe (Violeta Cela), su novia, de quien sospecha que podría estar pensando en bailar con otro. Y eso le duele, más bien le preocupa y le enerva. Pero la noticia del baile no solo le afecta a él. El brigada Castro, militar de carrera y de vivo carácter, sospecha que afectará a toda la tropa, provocando la desmoralización de los suyos, cuya moral ya se encuentra por los suelos y amenaza enterrarse en el sustrato. El brigada comprende que bastante aguantan el tipo, con la inmovilidad y la falta de manjares que no sean sardinas en conserva. Si por tener, no tienen ni tabaco, ni agradable compañía ni baile propio. Y ahora eso. No, por ahí no pasa un suboficial curtido y consciente de la importancia de la salud mental de los muchachos. Para fastidiar a los del otro lado, a Castro se le ocurre la brillante idea de infiltrarse y matar dos pájaros de un tiro: subir la moral y alimentar a la tropa. Aparte del brigada y de Mariano, interesado en Guadalupe y en los almendros que esta heredará y él daba por suyos, el grupo que emprende la misión lo completan el teniente Broseta (José Sacristán), Limeño (Santiago Ramos) y el cura (Carles Velat). El primero, aparte de oficial, resulta ser peluquero de oficio, empeñado en rasurar cabelleras, aunque él se defina como el cerebro indispensable para que la misión alcance el éxito. El segundo se incorpora a última hora porque entre las tropas no hay ningún matarife que pueda dar finiquito al objetivo, y, como torero de oficio, se convierte en pieza indispensable para el teniente. Y el tercero todavía no ha cantado misa y, posiblemente, tampoco un bingo, pero no hace ascos a la visita al lupanar improvisado de Encarna (Amparo Soler Leal).
<<La reacción del público es a veces muy extraña, por ejemplo, en el estreno de La vaquilla, yo estaba totalmente abatido. Llegó Alfredo Matas y los dos coincidimos en que la película iba a hundirse a pesar del esfuerzo realizado. Yo no había visto nunca una reacción tan fría como en el estreno de esa película.>> (1) Pero la película no se hundió, sobrevivió a ese primer frio momento y acabó siendo uno de los films más comerciales del responsable de Plácido (1961). Además, siendo la idea a desarrollar hija de quien es, La vaquilla no podía dejar indiferente. De hecho, armó cierto revuelo porque es irreverente, bendita, ideológica y belicosamente irreverente; o dicho de otra forma: es una fenomenal muestra del humor negro, la muerte siempre está presente, aunque solo se vea la de la res del título, y del esperpento de Berlanga y Azcona. Entre ambos idearon una farsa que no esconde el hambre, ni las costumbres populares, ni las castrenses, ni las aristocráticas ni las religiosas. Faltan los milicianos anarquistas, los comunistas y las brigadas internacionales, la guerra se encuentra en su parte final, pero está presente el absurdo belicismo de aquella España dividida y desangrada donde compartían espacio tanto el tonto del pueblo (Fernando Sala), quizá más listo que el resto, como el párroco (Valeriano Andrés), que afirma que dar limosna a la iglesia sirve para llegar más rápido al cielo, o el impagable marqués, espléndidamente caricaturizado por un Adolfo Marsillach que encuentra la nobleza de su personaje en su refinado egoísmo mezquino y altivo —apura a los nacionales para que avancen y recuperen la parte de su finca que se encuentra en suelo republicano—. El resultado, a la vista: una visión satírica del sinsentido de una lucha fratricida que afectó a conocidos y desconocidos, a parejas, padres, madres, hijos e hijas, a radicales de ambos lados, a oportunistas e idealistas, a soldados llegados de otras fronteras y a una mayoría que no lucharía por una ideología definida, sino por la imposición del momento y según donde le cogiese el conflicto.
Hay una imposibilidad familiar en La vaquilla que la acerca a Mario Monicelli, o eso sospecho, en el desarrollo de la desventura del quinteto, una que apunta la ausencia de posibilidad de triunfo, incluso la de poder escapar a un destino que otros han escogido por ellos, y en el que van de aquí para allá, empujados por fuerzas ajenas que superan las propias. En esto, aunque en la distancia, son hermanos de los picaros medievales de La armada Brancaleone (L’armata Brancaleone, 1966) o de la pareja interpretada por Alberto Sordi y Vittorio Gassman en La Gran Guerra (La Grande Guerra, 1959), de la que Berlanga no solo tiene presente el imperio austrohúngaro, sino también la escena de la gallina en esa tierra de nadie que separa los bandos beligerantes. Por mucho que se empeñen, una vez se adentran en las líneas nacionales, los cinco deben improvisar y lidiar no solo con la res, sino con esas fuerzas que escapan a su control y les impide ser dueños de sus decisiones, ser dueños de sus vidas. Es la guerra, aunque expuesta en la pantalla se sintetice en poco más de un día de fiesta, no el de Jacques Tati, sino el de la Asunción, jornada durante la cual, el director de El verdugo (1963) zarandea a sus infiltrados (y al resto de personajes) y los pasea por la celebración del absurdo, festivo y al tiempo oscuro, combinación que en manos de Berlanga resulta de crítica feroz y divertida. La diversión que dura esa jornada que nos muestra en la pantalla —la secuencia final y el sonido de las ametralladoras que despide a los personajes apuntan una realidad de muerte—, la que depara a sus protagonistas la posibilidad no consumada de echar una cana al aire, tragarse una misa a la que no desean asistir, afeitar al comandante de los nacionales (Agustín González), asistir a la novillada o comer cordero asado en la fiesta popular donde Mariano sigue empeñado en pedirle explicaciones a Gloria, que solo desea encontrar marido que la libere de la soltería a la que la contienda parece condenarla, como condena a su padre a vivir en la pared. Con todo, la guerra de Berlanga, al igual que todas las guerras, afecta a los civiles, aunque estos sean tan especiales como los que desfilan y torean en el frente y retaguardia de La vaquilla.
(1) Luis García Berlanga, en Carlos Cañeque y Maite Grau: ¡Bienvenido Mr. Berlanga! Ediciones Destino, Barcelona, 1993
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