Admirador confeso del Quijote y de la novela picaresca, Mario Monicelli simpatizaba con personajes marginales, perdedores y tipos corrientes, individuos que sueñan e intentan abandonar su situación a base de lo que saben hacer, en muchos casos mentir y aprovecharse. Escrita en colaboración del dúo Age-Scarpelli, Monicelli realizó en La armada Brancaleone (L'armata Brancaleone, 1966) una comedia grotesca que viaja a un Medievo diferente al que suele asomar en las pantallas cinematográficas, sin héroes y con alguna dama que crea apuros —como aquella de quien, creyéndola apestada, el protagonista huye sin satisfacer su deseo primigenio; o Matelda (Catherine Spaak), a la que salva y a quien su honor le impide desflorar—, una Edad Media con la suciedad que se le atribuye, con su brutalidad y la picaresca de caricaturas que sirven para que el director de Rufufú (Il soliti ignoti, 1958) satirice el Medievo en un alarde de desenfado que recalca la ignorancia, la credulidad y las ambiciones de personajes que podrían ser pícaros en el siglo de Oro español o en la Edad Contemporánea. No obstante, además de algo despistado e iluso, Brancaleone (Vittorio Gassman), y en esto puede emparentarse con Don Quijote, no es tanto un pícaro como alguien que vive en una realidad paralela, la que prefiere imaginar y que casi nunca suele ser como la que ven los miembros de su armada. La aventura, desventura más bien, transita por el tiempo de las cruzadas, pongamos siglo XII, por una península itálica donde se descubre al andante sin oficio ni beneficio, pero con ideales y sueños de grandeza que, en la distancia, hereda del ingenioso hidalgo cervantino.
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