lunes, 6 de noviembre de 2023

El largo viernes santo (1980)

El cine de gánsteres de la década de 1930 encontraba inspiración para sus personajes y sus tramas en la novela negra, en los titulares de prensa y en las figuras de hampones reales. A grandes rasgos, se trataba de un cine de actualidad, por tanto, cercano al público. Era entretenimiento y, al tiempo, la radiografía de un tipo de criminal que surge en un momento concreto: la época de la “ley seca”. Algunas de las películas más recordadas de aquel ciclo gansteril —El enemigo público (The Public Enemy, William A. Wellman, 1931), Hampa dorada (Little Caesar, Mervyn LeRoy, 1931) o Scarface (Howard Hawks, 1932)— exponían (y exponen) el auge y la caída del delincuente en dramas cuya violencia nace del enfrentamiento entre bandas en un espacio de criminalidad y de corrupción, pero también surge de la propia personalidad de los personajes y de su incontrolable deseo de alcanzar lo más alto, quizá porque todos ellos proceden de lo más bajo. Son jóvenes marginales, a menudo sin opciones en los espacios luminosos, que se convierten en señores de los bajos fondos. Su negocio es el contrabando y venta de alcohol y lo protegen a base de balas, pues son de gatillo fácil. Pero el cine gansteril de los treinta fue derivando en otro tipo de cine, más negro, psicológico y pesimista, que radiografiaba la sociedad desde otra perspectiva al adentrarse en las sombras del individuo y de la propia sociedad. El criminal ya no tenia que ser un “profesional” con metralleta en mano. Cualquiera podía serlo —un agente de seguros, una mujer casada, un abogado o extraños en un tren— y el material delictivo ya no era el alcohol; este se sustituía por las drogas, el juego, la construcción, la prostitución, las joyas,… y otras cuestiones que, dinero aparte, posibilitasen controlar su entorno y alcanzar sus metas. En todo caso, igual valía lucir una pulsera en el tobillo que emplear un revólver para saciar pasiones y llenar los bolsillos de maleantes, agentes corruptos, mujeres fatales, entre otras que también buscaban su trozo de pastel.

Centrando el texto en los gánsteres, resulta difícil encontrarlos a la vieja usanza en el cine posterior, aunque no por ello deja de haberlos atractivos, tal como puedan ser los Corleone en la trilogía El padrino (Francis Ford Coppola, 1972, 1974, 1991), Tony Montana en El precio del poder (Scarface, Brian de Palma, 1983), Carlito Brigante en Atrapado por su pasado (Carlito’s Way, Brian de Palma, 1993) o Harold Shand, el personaje central de El largo viernes Santo (The Long Good Friday, John Mackenzie, 1980). Los nombrados no son excesivamente lejanos a aquellos terrores del hampa interpretados por los míticos James Cagney, Edward G. Robinson o Paul Muni, delincuentes que son distintos a los encarnados por Robert De Niro, Al Pacino o Bob Hoskins, más por los cambios en el cine, en la sociedad y en el crimen organizado que en la naturaleza del gánster que, al fin y al cabo, vendría marcada por aspectos similares. Uno de esas características comunes, su procedencia barriobajera, la ocultan bajo el lujo al que tienen acceso, pero ni los yates, ni los Rolls ni los trajes de diseño que luce un tipo duro como Harold (Bob Hoskins) son capaces de ocultar esa procedencia, ni la dureza en la que se criaron.

Harold es un espléndido ejemplo del hampón cinematográfico del último cuarto del siglo XX. Se define empresario, pero no puede ocultar que se trata de un rey de los bajos fondos londinenses que ve cómo su imperio, construido a lo largo de los años, se derrumba durante el día que da título a esta película producida por Handmade Films, la productora creada por George Harrison, una de las más afortunadas del cine británico de finales de siglo XX gracias a películas como La vida de Brian (The Life of Brian, Terry Jones, 1979), Los héroes del tiempo (The Time Bandits, Terry Gilliam, 1981), Mona Lisa (Neil Jordan, 1986) o esta dirigida por John Mackenzie y escrita por Barrie Keeffe. Esa jornada cae en Viernes Santo, pero para él, es un viernes negro. Matan a dos de sus hombres, Collin (Paul Freeman) y Erik (Charles Cork), atentan contra su madre (Ruby Heard), vuelan por los aires uno de sus restaurantes y los intentan con su casino. ¿Qué sucede? Necesita ganar tiempo para comprender qué pasa. Ahora, el gánster ya no es victimario —en el pasado habría acabado con cualquier posible rival de entidad—, es víctima, pero no sabe de quién. Eso lo convierte en un tipo superado, obligado a actuar a ciegas, pues no encuentra explicación para los hechos de esa jornada en la que habla de las nuevas oportunidades que se les presentan en el mercado europeo y en los Juegos Olímpicos de 1988, que confía se celebrarán en Londres. Más que cine negro, El largo viernes santo es un drama criminal en el que la figura del hampón se ve ya no amenazada por su megalomanía y su ambición desmedida, sino por presencias extrañas a su espacio, como puedan serlo los asesinos que amenazan su organización, sus planes y su vida. ¿Quiénes son y qué sucede? Harold lo ignora, solo sabe que debe cerrar un negocio con Charlie (Eddie Constantine), el hampón estadounidense a quien espera esa misma jornada para él trágica y mortal, y para ello se vale de la clase de Victoria (Helen Mirren), su mujer y su imagen opuesta. Ella es refinada y elegante, mientras que él no deja de ser aquel chico de la calle que llegó arriba a base de golpes. Contundente, violenta, precisa, El largo viernes santo es una de las mejores películas de gánsteres último cuarto del siglo XX, con un Bob Hoskins inmenso, secundado por la no menos espléndida Helen Mirren. Ambos bordan sus personajes en este thriller que no da respiro a su protagonista, que quiere legalizar su organización y, apunto de hacerlo, se ve superado por los hechos y obligado a recurrir a los viejos usos para descubrir quién amenaza su vida y su negocio…



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