Publicado en Vanity Fair en mayo de 1996, el artículo de Marie Brenner The Man Who Knew Too Much se centraba en Jeffrey Wingand, el hombre que sabía demasiado sobre las tabacaleras. Aquellas páginas y el químico, ex-directivo de una empresa tabacalera, inspiraron El dilema (The Insider, 1999), uno de los mejores films de Michael Mann. Pero mucho antes de que la periodista escribiese su artículo, ya no era noticia que el tabaco fuese perjudicial para la salud humana. Los fumadores lo sabían, los gobiernos, el sistema sanitario y las tabacaleras, también. Ese no era el tema y “fumar puede perjudicar seriamente la salud” no era noticia, ni vendía titulares, ni atemorizaba a los asiduos de los estancos para que dejasen de consumir, ni apenas amenazaba al imperio de las grandes tabacaleras, cuyos magnates reinaban desde su Olimpo el consumo de nicotina, tabaco y demás sustancias que adquirían la forma cilíndrica de un negocio redondo y multimillonario. El tema apuntado en el reportaje era otro; trataba de perjurio y engaño, trataba de un hombre corriente y de gigantes empresariales que quizá no hubiesen visto Todos los hombres del presidente (All the President Man, Alan J. Pakula, 1973) o El síndrome de China (The China Syndrome, James Bridges, 1979). La primera de las citadas se basaba en la investigación real llevada a cabo por dos periodistas del Washington Post y, a lo largo de la película, Pakula dejaba claro que, aunque resultaba complicado e incluso peligroso, no siempre el grande se come al chico. A veces salta la sorpresa y el débil desenmascara al poderoso que ha mantenido ocultas ilegalidades de su Imperio.
martes, 31 de agosto de 2021
El dilema (1999)
lunes, 30 de agosto de 2021
18 comidas (2010)
viernes, 27 de agosto de 2021
A viaxe dos Chévere (2014)
miércoles, 25 de agosto de 2021
Tragedia de una prostituta o La tragedia de la calle (1927)
Mediada la década de 1920, Alemania entraba en un periodo de estabilización socioeconómico —el valor del marco se estabilizó en 1923 y la república nacida tras los acuerdos de Versalles sobrevivía a los intentos de echarla abajo–, aunque esto no quiere decir que los problemas desapareciesen de las calles, campos y hogares alemanes. El cine de la República de Weimar nos da testimonio del momento. Expresa silente la evolución del pesimismo de la inmediata posguerra hacia un enfoque más optimista, aunque solo lo era en apariencia, pues la estabilidad sobre la que se sustentaba dicho optimismo estaba construida sobre la fragilidad de la inmadura democracia alemana, que entraría en barrena tras el crack de 1929 —la crisis económica apuró la exigencia estadounidense de la devolución de los préstamos de posguerra y deparó el nuevo periodo de inflación y desempleo que facilitó el ascenso nazi. Pero el cine alemán no solo miraba hacia dentro, ni pretendía cerrarse, buscaba internacionalizarse y lo consiguió, más allá del breve instante expresionista de posguerra. El cine alemán vivió el que posiblemente sea su mayor esplendor creativo en ese periodo que abarca desde 1919 hasta 1933. Durante estos años, sus cineastas, sus técnicos y sus estrellas adquirieron tal prestigio que los grandes magnates de Hollywood sacaron sus chequeras y sus promesas para tentar a los de mayor renombre. Algunos probaron fortuna al otro lado del Atlántico: Ernst Lubitsch, Murnau, Paul Leni, Pola Neri, Conrad Veidt o Emil Jennings tuvieron su aventura americana antes del gran éxodo de los años treinta, pero este no fue el caso de Bruno Rahn, cuya carrera se vio truncada por su prematura muerte en 1927; o de la actriz danesa Asta Nielsen, sin duda, una de las más grandes estrellas del cine alemán silente. Ella fue Lulu en La caja de Pandora (Die Büchse der Pandora, Arzén von Cserépy, 1921), Maria en Bajo la máscara del placer (Die Fraudlose Gosse, G. W. Pabst, 1925) o la ingenua Auguste, la prostituta que al inicio del film más reconocido de Rahn, Tragedia de una prostituta o La tragedia de la calle (Dinentragödie, 1927), se tiñe las canas con la intención de cubrirlas, aunque posiblemente su gesto también conlleve el anhelo y la vana esperanza de retardar el inevitable deterioro de la juventud, siempre condenada a marchitarse. Esa es su tragedia, y la de la práctica totalidad de los seres vivos, que desea lo imposible, pues el tinte no podrá devolverle la juventud que contempla en Clarisse (Hilde Jennings), su compañera de habitación, o en Felix (Werner Pittschau), el estudiante a quien, en una de sus rondas callejeras, recoge de la calle después de que aquel haya discutido con sus padres y abandonado la comodidad de un hogar burgués que dista un mundo y medio del espacio marginal donde se desarrollará la tragedia callejera.
jueves, 19 de agosto de 2021
Un burgués pequeño, muy pequeño (1977)
<<No querría que esto pudiese parecer una excesiva crítica a Sordi: en el fondo probablemente sin darse cuenta, el tipo que él forma tan inteligente y vívida ha creado se necesitaba como modelo, era necesario por la sociedad que vive en absoluta falta de sentido crítico. Para convertirse en un verdadero gran cómico, "universal" (como se diría) le hace falta un poco de sentido crítico; un poco de maldad intelectual, ¡tras tanta maldad visceral! Cabría la posibilidad, en efecto, de intercalar en su personaje algo que le falta: un poco de piedad, es decir, de conocimiento autopersonal y del mundo, aunque fuese de un mundo irracional y sentimental. Debería ser menos elíptico, menos amistoso; nosotros, que nos encontramos en medio, lo comprendemos rápidamente, los extranjeros (es decir, el espectador en el sentido absoluto) no. Él debe volver explícita aquella extrema sombra de piedad que permanece, sin embargo, en su infantilismo y que puede conmover a pesar de la monstruosidad de la que es capaz. Y afirmo que todo esto es posible porque por dos veces Sordi lo ha logrado: una vez gracias a los diálogos, la otra gracias al director. Pretendo referirme a una pequeña parte pero inolvidable, una especie de "solo" que Sordi ha interpretado en el medico e lo stregone, y sobre todo en la Grande Guerra. En estos dos casos, finalmente, Sordi vive de dos elementos operantes entre sí: el Sordi bebé antropófago, malvado, amoral y el Sordi pobrecito, muerto de hambre, sostenido a pesar suyo por una fuerza moral, por una piedad que siente y que inspira. Si en Sordi entrase definitivamente esta contradicción, si él comprendiese que no se puede reír si en el fondo de la risa no hay bondad —aunque ejercitada y reprimida en un mundo enemigo— su comicidad acabaría por ser uno de los tristes fenómenos de la sucia Italia de estos años, y podría, en sus modestos límites, contribuir, al menos, a una lucha de matiz reformador y moral.>>1
Los films referidos por Pasolini, El médico y el curandero (El medico e lo stregone, 1957) y La Gran Guerra (La grande guerra, 1959), fueron dirigidos por Mario Monicelli, un cineasta que supo unir los dos Sordi aludidos por el autor de Edipo (1967), porque, como comentó el propio Monicelli, <<con actores como Sordi podía hacerse bien cualquier cosa>>. También recordaba que Sordi <<siempre incorporó personajes ambiguos, mezquinos>> y que <<asumió en sus interpretaciones los modos de personajes italianos que existían, personajes viles, que se aprovechan de los demás o que son serviles con el patrón>>.2 Pasolini y Monicelli coincidían en que los personajes de Alberto Sordi no eran aceptados por el público internacional. No caían en gracia, porque carecían de heroicidad y de amabilidad; menos aún pintaban el mundo de color de rosa. Eran tipos pequeños, condenados a vivir su pequeñez en la mediocridad, que, sin atributos y cualidades positivas, no despertaban simpatías fuera de Italia, aunque no les faltaba humanidad ni universalidad. La suya, su humanidad universal, refleja el reverso oscuro y menos atractivo del individuo medio, “individuo” porque, aparte de sus peculiaridades, sus personajes no solo representan al italiano medio, como podría aparentar a simple vista, debido a su ubicación y a sus costumbres, sino que representa al anónimo que podría encontrarse en otros países que no fuesen Italia, por ejemplo España. El actor romano hacía convincentes sus don nadie, más que miedosos, cobardes, más que ambiciosos, serviles y mezquinos, hombres como Giovanni Vivaldi, el protagonista de Un burgués pequeño, muy pequeño (Un borghese piccolo piccolo, 1977), al que Sordi dotó de mezquindad y egoísmo, pero también de esperanza, amor, aflicción, pérdida, ira, venganza. Sin duda, su Giovanni desprende tal cantidad de humanidad que logra que sintamos compasión por su situación. Lo hace sin apelar a nuestra simpatía, lo hace sin pretender caer bien, lo hace desde la caricatura que observamos al inicio de esta brillante comedia negra, muy negra, de Monicelli, en la que el actor da vida a un funcionario cuya máxima fortuna la encuentra en Mario (Vincenzo Crocitti), su único hijo, a quien quiere enchufar en el Ministerio donde él trabaja desde 1945 —acude a su jefe (Romolo Valli) para que interceda y este le dice que las nuevas leyes lo impiden, aunque, a cambio de que ingrese en su logia masónica, le entrega las preguntas del examen.
Giovanni es cualquiera, no solo él, es quien posee pequeñas aspiraciones, de dinero, bienestar, apariencia; su estampa es la del egoísmo y el patetismo de clase media que representa. Giovanni podría ser cualquier yo que se proteja del mundo hostil creando su engaño de ser grande, quizá para ocultar su pequeñez y fragilidad en un entorno habitado por pequeños depredadores como él. Su sueño es pequeño, es el de un burgués pequeño, un sueño que apenas excede el colocar a su hijo, a quien venera y en quien quiere ver perfección, hermosura y grandeza. Es el amor de padre, como también Amalia (Shelley Winters) desvela su amor materno hacia el niño nacido de sus entrañas; vida de su vida, vida que le arrebatan. Monicelli expone todo ese amor desde la caricatura que apunta un film satírico que también se adentra en la caricatura del funcionario, de la masonería y de la mediocridad del hijo que, aparentemente, ocupará en la sociedad el puesto del padre, padre en término general, aunque no en el caso de Giovanni, quien, ya en sus peores momentos —en la escena en la que, a falta de suelo, se apilan ataúdes y muertos en una sala del cementerio—, pensará que <<era más fácil encontrar un puesto en el Ministerio que en el camposanto>>. Sin embargo, el tono de Un burgués pequeño, muy pequeño cambia sin previo aviso. El instante nos coge desprevenidos y nos sumerge en un nuevo espacio, más íntimo y doloroso, de esta comedia negra, muy negra, donde el rostro de Sordi desvela nuevos sentimientos y emociones, muestra la derrota, el dolor, la soledad, la impotencia de saberse pequeño en un espacio sin piedad por el que se ha arrastrado en compañía de sus pequeñas aspiraciones burguesas.
1.Pier Paolo Pasolini. La comicidad de Sordi, los extranjeros no se ríen (extracto). Publicado en Il Reporter, 19 de enero de 1960.
2.Mario Monicelli en Mario Monicelli. Festival de San Sebastián y Filmoteca Española, 2008.
miércoles, 18 de agosto de 2021
Coal Face (1935)
martes, 17 de agosto de 2021
Jubal (1956)
El primer western filmado por Delmer Daves, Flecha rota (Broken Arrow, 1950), aventuraba que no le interesaba el género para transitar zonas comunes, sino que pretendía adentrarse por terrenos inexplorados o poco explorados que le permitiesen ahondar en la psicología de personajes atrapados en el instante que viven, condicionados por un pasado oscuro, doloroso y excluyente, como los de La ley del talión (The Last Wagon, 1956), El tren de las tres y diez (3:10 to Yuma, 1957) o El árbol del ahorcado (The Hanging Tree, 1958). También en Jubal (1956) hay negrura, dolor y exclusión. Su protagonista vive en un doble conflicto: el personal, que mantiene consigo mismo, y el social, frente a una sociedad en la que no encuentra su lugar. En realidad, son las dos partes del conflicto que le ha perseguido desde niño, cuando descubrió el rechazo de su madre y fue testigo de la muerte paterna. La pérdida, la exclusión, la ausencia, la búsqueda, han marcado sus pasos desde entonces, pero en el presente asoman con nuevos rostros y en un espacio diferente a los previos por donde habría deambulado antes del inicio del film. Simbólicamente, en ese instante inicial, una fuerza invisible o destino arroja a Jubal (Glenn Ford) al camino, lo empuja en busca de su lugar en el mundo, del hogar que se le niega y se ha negado desde niño. Esta realidad la confiesa en un momento de intimidad que comparte con Noemi (Felicia Farr), una mujer atrapada en la tradición que escoge por ella. Pero el personaje femenino clave, quizá el más interesante y complejo de todos los personajes, es Mae (Valerie French), cuya tragedia fue casarse con Shep (Ernest Borgnine), en quien vio una salida y encontró la condena de soledad e insatisfacción de la que pretende escapar a raíz de la aparición del vagabundo protagonista. Antes de ser recogido por Shep, Jubal era un errante, un hombre que huye de su mala suerte y de los problemas que le han impedido asentarse en cualquier lugar del que más temprano que tarde habría huido; de ahí la gratitud y lealtad que el trotamundos hacia el ranchero que le ofrece trabajo y amistad.
La historia que Delmer Daves expone sencilla habla de sentimientos y conflictos, de la amistad de Shep, bonachón, ingenuo, vulgar e ignorante, y Jubal, de la rivalidad entre este y Pinky (Rod Steiger), del deseo que el errante despierta en Mae y esta en él. Mae no es ninguna mujer fatal, a pesar de la fatalidad hacia la que avanza este westerns de emociones contenidas y desatadas, es una mujer que desea al forastero. Se encapricha de él de un modo diferente a como antes lo hizo de Pinky, pues ve en Jubal al ideal de hombre, aquel a quien podría amar y quien que podría liberarla, pues encuentra en Jubal el modelo opuesto a Shep y a Pinky, su antiguo amante, de vulgaridad similar a la del marido y obsesionado con poseerla —para él, se trata de su objeto de deseo. La intención de infidelidad en Mae es su esperanza de escapar de un matrimonio con un hombre que aborrece por sus modales, por su manera de tratarla, por la soledad que le agudiza y por el desencanto que implica. En este aspecto es como Jubal, y quizá ambos lo saben sin tener que expresarlo en viva voz, pero el forastero rechaza dar el paso por fidelidad a ese mismo hombre, un bonachón, algo ingenuo y de modales toscos, groseros, que le recoge de la nada y le abre las puertas de su hogar. Así nace la deuda y la amistad que marca el film hasta que, empujado por la envidia, el deseo y el odio, Pinky asume rasgos del Yago de Shakespeare cuando, con mentiras e insinuaciones, siembra la semilla de los celos en Shep y deparará la tragedia que precede a la catarsis del (anti)héroe.
viernes, 13 de agosto de 2021
Center Stage (1991)
lunes, 9 de agosto de 2021
El monasterio de Sendomir (1920)
La infidelidad, consumada o sospechada, frecuenta las películas de Victor Sjöström para introducir las ideas de culpa y de redención que se repiten en su obra cinematográfica, estén ambientadas en entornos abiertos o en espacios cerrados como el palacio de El monasterio de Sendomir (Klostret i Sendomir, 1920). En sus producciones, el individuo se encuentra condicionado por la moral cristiana, costumbres y normas no escritas que forman parte del orden social al que pertenecen los personajes. Respecto a esto, apenas hay diferencias entre algunos de sus dramas, así, el conflicto, la culpabilidad y la penitencia (auto)impuesta puede encontrarse tanto en Terge Vigen (1917) como en La carreta fantasma (Körkarlen, 1920). Pero, ¿a qué se debe tal constante en Sjöström, que lleva a sus personajes de la felicidad aparente a la culpabilidad que genera en ellos la necesidad de redención y purificación final? ¿Al puritanismo en el que el cineasta sueco fue educado? ¿Al consecuente rigor de una educación que perpetúa el sentimiento de culpa en los educandos? ¿O simplemente obedece a la necesidad de introducir un conflicto y un desenlace dramático con los que ahondar en las emociones y en los sentimientos de personajes al límite de sí mismos? Fuese el motivo que fuere, la infidelidad provoca la pérdida de identidad del protagonista de Quien recibe el bofetón (He Who Gets Slapped, 1924) y su sospecha precipita la muerte del marido en Vem Dömer (1921). La infidelidad en las películas de Sjöström va pareja a la idea de pérdida y de honor mancillado y, por tanto, provoca el desorden en un orden anteriormente estable o feliz. Este cambio brusco en las vidas, provoca actos y culpabilidades que no podrán borrarse; aunque, en algunos casos, lograrán vivir con ellas, gracias a la redención referida o la penitencia de por vida a la que se ha entregado el monje que narra la historia de El monasterio de Sendomir. La relata a su pesar, para cumplir la hospitalidad que asume para con sus invitados. Su relato de los hechos viaja al pasado que le llevó a ese presente durante el cual sus oyentes, dos viajeros a quienes acogen en el monasterio, ignoran que el hombre de quien les habla es él.
Siguiendo el hilo de las infidelidades expuestas por Sjöström en este y otros films, esta recae en personajes femeninos como la condesa Elsa Starschensky (Tora Teje) de El monasterio de Sendomir o la sufrida esposa de La mujer marcada (The Scarlet Letter, 1927). Aunque existen diferencias entre las dos mujeres y en sus maridos, también hay similitudes en matrimonios que no nacen del amor. Sjöström inicia el drama con dos viajeros que reciben la hospitalidad del monasterio donde preguntan a un hermano quién fundó el lugar, asumen que debió ser un hombre devoto. Las palabras contrarían al religioso, que se enfada, pero, segundos después de haber salido de la habitación, asume que parte de la hospitalidad que se atribuye consiste en contar la historia del conde Starschensky (Tore Svennberg), el fundador del monasterio de Sendomir. El monje dice que el conde era feliz, pero no dice si lo era la mujer, hasta que la sombra de la infidelidad se proyecta sobre una relación que ha dado como fruto una hija que el marido, herido en su idea de honor —que no deja de ser un abstracto variable, dependiente de la interpretación y de la moralidad que lo interpreta—, intenta arrojar por la ventana cuando descubre que Elga mantiene relaciones con su primo Oginsky (Richard Lund), con quien se había prometido antes de que el padre de ella interviniese y rompiese el compromiso —presumiblemente, por la aparición de un mejor pretendiente: el conde cuya felicidad, mientras su monotonía seguía el orden por él deseado, dejó paso al crimen, a la culpa y a la penitencia.
sábado, 7 de agosto de 2021
El último puente (1954)
viernes, 6 de agosto de 2021
Nuevas mujeres (1934)
Inspirada en la vida y suicidio de Ai Xia, y ambientada en Shanghái en la década de 1920, Cai Chusheng, que sería reconocido como uno de los grandes cineastas chinos del momento, gracias a este film y al premio obtenido en el festival de Moscú por Canción de pescadores (Yú guang gu, 1934), narró en Nuevas mujeres (Xin nü xing, 1934) la tragedia de Wei Ming (Ruan Lingyu), una joven que decide no ser esclava y liberarse de las cadenas sociales simbolizadas en las arrastradas por la bailarina del espectáculo donde la protagonista se reconoce en la imagen de la artista. En los primeros minutos del film, Wei Ming asoma en la pantalla como modelo de mujer moderna, liberada en un entorno que, como cualquier otro, establece límites y exige a sus miembros que cumplan los patrones de conducta establecidos. Ella destaca por su nivel cultural: toca el piano, enseña música y escribe cuentos e historias que han sido publicadas en algunos periódicos; y en ese instante inicial espera publicar su primer libro, aunque solo lo logra cuando el editor ve su retrato. Su belleza y su juventud son vendibles, eso dice el editor a Yu Haichou (Zhang Junli), en una de las breves analepsis que Chusheng inserta a lo largo de la película. El cineasta es directo, expone la situación y deja claro que su protagonista necesita la independencia económica para ser libre, una independencia que mantiene mientras ejerce de profesora de música en una escuela de donde la despiden por capricho del Dr. Wang (Wang Naidong), el administrador del centro, pues, tras ser rechazado por Wei, piensa que así podrá conseguirla. En Nuevas mujeres solo hay un personaje masculino que no sea mezquino e hipócrita, Mr. Wang y el periodista sensacionalista Qi Weide (Menghe Gu), no menos hipócrita que el anterior, son los ejemplos más sobresaliente al respecto. El único que no pretende algo a cambio de su ayuda es Yu, pero resulta distante y frío —le recrimina Wei en un momento puntual—, quizá porque, como confiesa a su amiga, tema quemarse si desata su pasión.