Mediada la década de 1920, Alemania entraba en un periodo de estabilización socioeconómico —el valor del marco se estabilizó en 1923 y la república nacida tras los acuerdos de Versalles sobrevivía a los intentos de echarla abajo–, aunque esto no quiere decir que los problemas desapareciesen de las calles, campos y hogares alemanes. El cine de la República de Weimar nos da testimonio del momento. Expresa silente la evolución del pesimismo de la inmediata posguerra hacia un enfoque más optimista, aunque solo lo era en apariencia, pues la estabilidad sobre la que se sustentaba dicho optimismo estaba construida sobre la fragilidad de la inmadura democracia alemana, que entraría en barrena tras el crack de 1929 —la crisis económica apuró la exigencia estadounidense de la devolución de los préstamos de posguerra y deparó el nuevo periodo de inflación y desempleo que facilitó el ascenso nazi. Pero el cine alemán no solo miraba hacia dentro, ni pretendía cerrarse, buscaba internacionalizarse y lo consiguió, más allá del breve instante expresionista de posguerra. El cine alemán vivió el que posiblemente sea su mayor esplendor creativo en ese periodo que abarca desde 1919 hasta 1933. Durante estos años, sus cineastas, sus técnicos y sus estrellas adquirieron tal prestigio que los grandes magnates de Hollywood sacaron sus chequeras y sus promesas para tentar a los de mayor renombre. Algunos probaron fortuna al otro lado del Atlántico: Ernst Lubitsch, Murnau, Paul Leni, Pola Neri, Conrad Veidt o Emil Jennings tuvieron su aventura americana antes del gran éxodo de los años treinta, pero este no fue el caso de Bruno Rahn, cuya carrera se vio truncada por su prematura muerte en 1927; o de la actriz danesa Asta Nielsen, sin duda, una de las más grandes estrellas del cine alemán silente. Ella fue Lulu en La caja de Pandora (Die Büchse der Pandora, Arzén von Cserépy, 1921), Maria en Bajo la máscara del placer (Die Fraudlose Gosse, G. W. Pabst, 1925) o la ingenua Auguste, la prostituta que al inicio del film más reconocido de Rahn, Tragedia de una prostituta o La tragedia de la calle (Dinentragödie, 1927), se tiñe las canas con la intención de cubrirlas, aunque posiblemente su gesto también conlleve el anhelo y la vana esperanza de retardar el inevitable deterioro de la juventud, siempre condenada a marchitarse. Esa es su tragedia, y la de la práctica totalidad de los seres vivos, que desea lo imposible, pues el tinte no podrá devolverle la juventud que contempla en Clarisse (Hilde Jennings), su compañera de habitación, o en Felix (Werner Pittschau), el estudiante a quien, en una de sus rondas callejeras, recoge de la calle después de que aquel haya discutido con sus padres y abandonado la comodidad de un hogar burgués que dista un mundo y medio del espacio marginal donde se desarrollará la tragedia callejera.
Excelente artículo. Me encantó. De lo más interesante que he podido leer en los últimos meses.
ResponderEliminarGracias por compartir.
Saludos!
Carla Mila
Muchas gracias, a ti, por leerlo y por la generosidad de tus palabras!
EliminarSaludos!