jueves, 29 de abril de 2021
Un hombre para la eternidad (1966)
miércoles, 28 de abril de 2021
Una chica afortunada (1937)
lunes, 26 de abril de 2021
Bailando con lobos (1990)
domingo, 25 de abril de 2021
Más allá de la vida (2010)
Didier (Thierry Neuvic) asiente.
Marie: ¿Qué hay después de la muerte?
Didier: ¡Vaya pregunta! –responde ante la incomodidad que supone.
Marie: Di.
Didier: Morimos y ya está. Se apagan las luces. ¿Por? ¿Por qué?
Marie: ¿Nada más? ¿La oscuridad total?
Didier: Total. Se va la luz. El vacío eterno.
Marie: ¿No crees que pueda haber algo más?
Didier: ¿Cómo qué?
Marie: No lo sé. Algo. El más allá.
Desde que la humanidad tomó conciencia de su mortalidad, que presumo se produciría al mismo tiempo que su conciencia de estar vivo, también creó o intuyó un mundo espiritual, paralelo al físico e imposible para los sentidos, pero uno que sentía real, quizá por la necesidad de calmar el temor a lo desconocido o a ese <<vacío eterno>> al que se refiere Didier durante la conversación que, debido al tema a tratar, inicialmente le desubica y le resulta un tanto incomoda. Las distintas culturas que se han sucedido desde la prehistoria hasta la actualidad presentan cultos mortuorios, ritos funerarios y distintos más allá, cuyo acceso sería a través de la muerte, la supuesta puerta a la otra vida, como reza sin suposición el cura en el entierro de Jason, el hermano gemelo de Marcus (Franklin McLaren/George MacLaren). ¿Pero quién tiene respuestas? Ante falta de respuestas concretas, solo queda la incredulidad o la credulidad, llámese fe o deseo, pues lo único cierto es el desconocimiento y la elección subjetiva: el qué creer. En Más allá de la vida (Hereafter, 2010), Clint Eastwood escoge la vida y la muestra en contacto con la muerte. Escoge los lazos que unen a los vivos y la memoria de aquellos a quienes estos recuerdan. Eastwood presenta a sus protagonistas en contacto con la muerte: Marie la experimenta durante sus minutos bajo la aguas de un tsunami; George (Matt Damon), que de niño murió técnicamente durante una operación, en su capacidad de contactar con el más allá –y su rechazo a hacerlo, después de años ganándose la vida con la muerte–; y a Marcus lo muestra en la pérdida de su hermano gemelo, cuya unión queda expuesta en la aparición de ambos en pantalla. Más que traumática, la experiencia de Marie transciende el trauma, pues puede decirse que estuvo muerta durante la brevedad que se muestra al inicio de la película. En ese instante tiene contacto con algo que no puede describir, pero que tampoco puede olvidar una vez de regreso en el mundo de los vivos. Era un lugar difuminado, ingrávido, silencioso, de sombras que apuntaban ser siluetas. Esa sensación de haber estado en el más allá es la que le lleva a las preguntas que inician el texto, preguntas sin respuestas o que pueden tener tantas o más. Eastwood no las ofrece, puesto que no se trata de responder, sino de plantear.
Al igual que ha intentado dar respuestas, desde sus orígenes, el mundo físico humano ha ido perdiendo contacto con su espiritualidad, con su lado abstracto, que nada tiene que ver con cuestiones o creencias religiosas. Dicha espiritualidad ha sido sustituida o anestesiada por sobredosis de supersticiones, de materialismo, de mercantilismo y de comercialización que relegan aspectos básicos e indisociables de la vida, como pueda serlo la muerte, que suele ser un tema tabú —salvo que se despersonalice y se aborde desde el humor negro o se use como golpe de efecto— o, como mínimo, incómodo en una conversación como la que mantienen Marie y Didier e incómodo también para el funcionamiento de una cotidianidad de compra-venta, de huida hacia la “felicidad” y de instantáneas que desaparecen tan pronto cumplen su misión de impactar en la opinión irreflexiva, la cual encaja a la perfección en las altas velocidades que impiden mayor contacto con la intimidad y con el entorno, pues impiden una pausa durante la cual plantearse qué necesitamos realmente, qué hacemos con “nuestro” tiempo, si vivimos condicionados para huir de nuestra humanidad o cómo queremos y podemos vivir. Se habla de libertad, pero seguimos pautas marcadas de las que solo salimos cuando una experiencia traumática nos expulsa de la rueda. Entonces, fuera de orden, asoma un nuevo ritmo, aparecen preguntas, se inician búsquedas y se concede importancia a cuestiones que la agresiva cotidianidad tecnológica no contempla o deshumaniza para convertirla en parte de sí. Eastwood destaca por mantenerse alejado de esa rueda, aunque forme parte de ella, de ahí que su propuesta sea a contracorriente o, cuando menos, sea valiente en su manera de abordar la muerte, pero también la vida. El veterano cineasta no da respuestas, sabe que no las posee, tampoco pretende efectos, ni dar lecciones, ni esperanzas en el más allá. Su discurso es el aquí y el ahora, donde el sufrimiento y el vacío también forma parte de la experiencia vital. No hay superstición ni ciencia en lo que cuenta, hay honestidad, emociones, impresiones, dudas y temores humanos. Sus protagonistas son tres personajes que están atrapados más allá de la vida, pues están atrapados entre dos mundos que están en este: el que está fuera (el exterior y quienes lo ocupan) y el que llevan dentro (su pensamiento y sus sentimientos, lo racional y lo irracional que determina al ser humano completo). No hay equilibrio entre ambos: Marcus se siente desprotegido y solo, tras la muerte de su hermano, doce minutos mayor, y emprende una búsqueda en la que descubre embaucadores que se ganan la vida con el dolor y el vacío que dejan los seres queridos fallecidos; George quiere vivir, pero lo hace huyendo de su realidad, de la capacidad extrasensorial que le permite un contacto que le hizo sentir que vivía de la muerte; y Marie, que no puede retomar su cotidianidad, necesita comprender su experiencia, comprensión que no conlleva conocimiento ni certezas, como explica cuando presenta en público el libro que ha escrito sobre su vivencia y su contacto con la muerte.
sábado, 24 de abril de 2021
Sentido y sensibilidad (1995)
miércoles, 21 de abril de 2021
Danzad, danzad, malditos (1969)
Dos años antes de que Sydney Pollack rodase Danzad, danzad, malditos (They Shoot Horses, Don’t They, 1969), Arthur Penn se había inspirado en la historia de Bonnie Parker y Clyde Barrow para realizar su Bonnie & Clyde (1967), una película que mostraba a dos jóvenes marginales que deseaban fama y dinero, y, para lograrlo, desataban la violencia, que no era de su exclusiva, sino que era un atributo recibido del entorno que los había moldeado. Algo similar persigue el Dillinger (1973) que John Milius llevó a la pantalla, también inspirándose en el personaje real. Común a las tres películas es la época de crisis económica en la que se desarrollan, pero lo que las aproxima, más si cabe que el escenario temporal de la Gran Depresión, es la sociedad que reflejan, una cuyos pilares son el dinero, la violencia, la competición y el espectáculo. Tomando como punto de partida la novela homónima de Horace McCoy, y el guion de James Poe, con el que el guionista de Attack (Robert Aldrich, 1956) pensaba debutar en la dirección, Pollack no se acerca a la recesión económica que siguió al crack de 1929, la toma como telón de fondo y como excusa para desarrollar un despiadado retrato de la sociedad de la competición y del espectáculo, una sociedad que el cineasta encierra en un recinto ferial donde la promesa del premio en metálico y la realidad de un techo y comida diaria destapa la irracionalidad y las miserias humanas.
lunes, 19 de abril de 2021
Amor bajo el crucifijo (1962)
—Es una mujer muy bella —dice la sirvienta (Mieko Takamine) cuando ve la procesión que conduce a una joven a la muerte.
—Qué triste es ser mujer —suspira Ogin (Inako Arima), ante el paso de la condenada a crucifixión.
—¿Haber desobedecido a la autoridad merece ese trato tan miserable? Es muy cruel. No lo puedo comprender.
—Pero a ella se le veía un rostro tan sereno —comenta Ogin en un instante en el que intenta comprender y admira la liberación de quien ha decidido seguir a su corazón, y morir, que entregarse a un hombre poderoso a quien no ama, ni con quien quiere estar.
En parte, ese encuentro define el camino que también recorrerá la protagonista de Amor bajo el crucifijo (Ogin-sama, 1962), pero, por otra parte, muestra una realidad social de la época en la que se ubica el film: la imposibilidad femenina, la de tomar sus decisiones y elegir con una libertad que no existe para ella en una sociedad feudal y patriarcal.