jueves, 29 de abril de 2021

Un hombre para la eternidad (1966)


Adaptándome a los tiempos, seré superficial y diré que el primer cisma de la Iglesia, la dividió en Romana y Bizantina (u ortodoxa). Más adelante, unos cinco siglos después, ante los usos y abusos de los eclesiásticos romanos, a Lutero le dio por protestar, tanto que le llamaron protestante, y a muchos príncipes, señores y políticos les vino de perlas, ya que romper con Roma era su oportunidad para alcanzar metas y objetivos políticos que hasta entonces no estaban a su alcance. Por aquel entonces de rotos, descosidos y luchas por el poder, el humanismo estaba de moda, Erasmo, Juan Luis Vives o Tomás Moro eran algunas de las estrellas mediáticas de un movimiento que abogaba por el individuo y la razón, pero no por una ruptura con la Iglesia Católica Romana, a la que creían obra de su salvador. Con la Reforma luterana en marcha y la ruptura como realidad que separaba Europa, a Enrique VIII le dio por repudiar a su primera esposa, Catalina —hija de Fernando II de Aragón y de Isabel I de Castilla—, calificando su matrimonio de ilegal, puesto que antes había estado casada con Arturo, el hermano mayor del monarca británico, aunque, en realidad, todo cuanto esgrimía su graciosa majestad no era más que la excusa con la que poner fin a un enlace que no le había proporcionado un heredero varón al trono de Inglaterra. Enrique Tudor, de número VIII, no se andaba por las ramas, aunque le gustasen las palomas. Quería lograr su libertad para casarse con Ana Bolena, pero la Iglesia de Roma no estaba dispuesta a ceder a sus pretensiones, posiblemente porque el obispo romano miraba con mejores ojos a Carlos I que al monarca inglés. El Papá Clemente VII no quiso ofender a la doble corona de Castilla y Aragón, ni perder su inestimable “amistad”; y decidió que de cabrear a alguien, era mejor escoger para el fastidio a un rey que posicionó en segunda fila. Pero sus cálculos fueron erráticos o Henry le salió rana. El monarca inglés decidió cambiar las reglas del juego y, para ello, hizo que el Parlamento aprobase una ley que lo declarase Jefe Supremo de la Iglesia de Inglaterra, lo que suponía una nueva ruptura para Roma, que bastante tenía con pensar en una contrarreforma a la reforma. Pero el conflicto planteado en Un hombre para la eternidad (A Man for All Seasons, 1966) no trata de una cuestión religiosa, ni cisma ni reforma alguna, aunque haya un poco de todo eso, pero más que de otra cosa, este prestigioso film de Fred Zinnemann, a partir del guion de Robert Bolt —suya también es la obra teatral que adapta—, trata de una cuestión de la individualidad frente a la presión del Estado y del sistema legal sobre el que se sustenta. Se trata de la ley natural y la ley positiva, de la libertad de conciencia frente a la presión de los estamentos monárquicos o, más cercano al tiempo de rodaje de la película, frente a cualquier caza de brujas en cualquier estado democrático del siglo XX —y ya puestos, también del XXI. Pero el personaje principal de la película de Zinnemann no es un hombre del siglo XX, aunque fuese más tolerante que la mayoría de los cancilleres más famosos de la centuria de las dos guerras mundiales. Se trata de uno de los humanistas arriba nombrado, Tomás Moro, el autor de esa ilusa creación literaria llamada Utopía. Abogado, juez, teólogo, político, Moro fue un prohombre de su época, respetado por muchos, envidiado por otros tantos, incluso fue apreciado por el regio Enrique (Robert Shaw) antes de pretender que todos sus súbditos importantes jurasen fidelidad a su causa. Pero con Tomás hace una excepción, le dice que sencillamente le basta con que se mantenga al margen, y eso es lo que hace su antiguo canciller. No obstante, su negativa a prestar juramento, le sitúa en una complicada posición, sobre todo, con las intrigas e intereses en juego, con el arribismo y la mezquindad de su tiempo. Zinnemann pone a su protagonista solo ante el peligro, lo sitúa en una postura similar a la de Gary Cooper en High Noon (1952), pero sin opción a una victoria física, aunque sí a una moral. No obstante, el Tomás Moro interpretado por Paul Scofield es un hombre que se contradice, al menos cuando le pide, suplica, exige, a Alice (Wendy Hiller), su mujer, que le diga que entiende su decisión, después de que ella le diga varias veces que no la entiende. Pretende que reniegue de su creencia, cuando él no da el brazo a torcer con la suya. Es la contradicción humana, pero, aparte de esa pequeña laguna que todos compartimos, Tomás es un hombre que no puede ceder, porque no puede traicionarse, pues ya no se trata de un capricho, o de orgullo, se trata de traicionarse como hombre, de renegar de sí mismo por una imposición que le haría sufrir más que la propia amenaza de muerte que se cierne sobre él.

miércoles, 28 de abril de 2021

Una chica afortunada (1937)


Las comedias alocadas de Mitchell Leisen —así como las de Gregory LaCava, Howard Hawks o Leo McCarey— son elegantes y brillantes caricaturas de la alta sociedad, enredos que vivieron su máximo apogeo entre mediados de la década de 1930 y la Segunda Guerra Mundial. Se trata de mundos de ensueño, de lujo y glamour, entornos donde no hay espacio para el drama. En esos ambientes todo semeja blanco y las sombras que amenazan el tono inmaculado no tardan en resplandecer como parte del cinismo y de la ironía que se esconde detrás de la cómica ensoñación de celuloide que asoma en la pantalla, en ocasiones de apariencia ingenua y frívola, pero que resulta más desenfadada, moderna e insinuante que la mayoría de comedias hollywoodienses posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El auge de la screwball comedy coincide con el largo proceso de recuperación económica iniciado por la administración Roosevelt y su política New Deal, de ahí que en ocasiones se introduzcan en ese ambiente elitista reflejos distorsionados de la realidad, aunque exageradamente cómicos. Son instantes que en Una chica afortunada (Easy Living, 1937) asoman en un autoservicio donde la mendicidad y el hambre se dan un festín cuando estalla el caos precipitado involuntariamente por John Ball, hijo (Ray Milland), a quien el vigilante del local descubre dando pastel de carne a Mary Smith (Jean Arthur) —allí todo esta calculado para obtener el mayor beneficio y las cámaras de vigilancia controlan a los empleados y a los clientes para que no se pierdan centavos ni se regale comida—, o en la bolsa, donde la fragilidad de los mercados bursátiles se evidencia en la reacción ante los rumores que provocan la caída del acero y el <<crash>> de la bolsa —porque se corre la voz de que el magnate J. B. Ball (Edward Arnold) ha confirmado a Mary Smith, su supuesta amante, que las acciones del acero bajan. Estos ejemplos de caricaturas de la cotidianidad se cuelan en este enredo escrito por Preston Sturges y dirigido por Leisen, que encontró tanto en los guiones de Sturges como de Billy Wilder y Charles Brackett diálogos que no ocultan la cínica comicidad de sus autores o esa acidez con la que cuelan su sociedad contemporánea en sus guiones y en sus películas.



Si bien Sturges hubiese sido más despiadado y osado, dudo que alguien pueda reprochar a Leisen la elegancia y el lujo de su puesta en escena, ni el tono vital que imprime a esta divertida sátira sobre el capitalismo y la fragilidad de los mercados. Para demostrar dicha fragilidad, contacta a un miembro de la clase trabajadora, como Mary, con las altas finanzas, aunque ella lo ignora, pues, al contrario que el personaje de Claudette Colbert en Medianoche (Midnight, 1939), que parte de un guion de Wilder y Brackett, Mary es pasiva y sufre la acción sin ser consciente de lo que sucede —mientras que Colbert es quien pone en marcha su plan para lograr su ascenso social. Y lo curioso del asunto es que quien no busca nada, salvo la moneda que guarda en su hucha, alcanza la vida fácil y quien la desea, acaba por renunciar a ella. En Una chica afortunada, Leisen crea un enredo que permite a Mary una vida de lujo durante un fin de semana, desde que el abrigo de piel de marta le cae sobre su sombrero, cuando viaja hacia su trabajo en un autobús, hasta que logra deshacerse de él. Entremedias, la despiden de su empleo, porque existe una clara moralidad puritana que, consecuencia de su propio puritanismo, es incapaz de tener un pensamiento puro. Pero esa no es la única traba a superar por esta víctima del destino, pues, sin empleo, sin ahorros y sin más que la moneda que empleará en la máquina de café, le anuncian el desahucio del cuarto donde vive —y que alquila a razón de siete dólares a la semana, desayuno incluido. Pero Mary no desespera, o no demasiado, es joven, vital y, aunque desfallezca por el hambre, tiene la fortuna de que ese abrigo que precipita su despido también la pone en boca de la alta sociedad, pues los cotilleos apuntan que es la amante de J. B., el hombre que le regala el abrigo y un sombrero. Desde el instante que empieza a circular el rumor, quienes antes no habrían mirado para ella, quieren que anuncie esto, que compre aquello, que ocupe la suite Imperial del hotel Louis o que le pregunte a quien tiene en esa habitación imperial si el acero subirá o bajará, solo que le pregunta al Ball equivocado...




lunes, 26 de abril de 2021

Bailando con lobos (1990)


En apariencia y en su momento, un film como
Bailando con lobos (Dances with Wolves, 1990) pudo pasar por arriesgado, debido a su larga duración y a su aspecto de western, cuando el género no vivía horas felices, también debido a la supuesta soledad del protagonista durante parte del film, aunque se trata de una soledad engañosa, ya que es inexistente —o desaparece al compartirla con nosotros mediante las palabras que escribe en su diario, una especie de cebo sonoro con el que Kevin Costner establece comunicación con el público. La voz en off del protagonista señala la necesidad de hacer audibles por parte de Costner las impresiones y las sensaciones de su personaje, para ganarse la simpatía del respetable, pero, sobre todo, para rellenar silencios que podrían provocar, por un lado, mayor intimismo y, por otro, la desconexión de esa parte del auditorio incapaz de interpretar o de escuchar el silencio. Como la voz del narrador-protagonista, su soledad funciona en superficie, y también sirve para establecer lazos con el espectador que observa al militar estadounidense, héroe y veterano de la Guerra de la Secesión, en su contacto con la frontera, antes de que esta desaparezca, un espacio libre y natural alejado de la civilización que avanza hacia él. Al inicio del comentario escribí “en apariencia”porque Bailando con lobos contaba con las mejores bazas a su favor para ser un éxito, empezando por el reclamo que suponía su estrella y máximo responsable, Costner, y siguiendo por el mensaje liberal que proponía una revisión, vista con anterioridad en Yuma (Run of the Arrow, Samuel Fuller, 1957), Pequeño gran hombre (Little Big Man, Arthur Penn, 1970) o Soldado azul (Soldier BlueRalph Nelson, 1970), de la historia de Estados Unidos. Otras bazas importantes fueron la banda sonora de John Barry y la fotografía de postal de Deam Semler, cuyo preciosismo queda patente en esos espacios abiertos por donde transcurre la práctica totalidad de la película. Con lo escrito hasta ahora, no pretendo restar ni sumar méritos a un film y a un cineasta que durante casi tres horas entretienen y buscan emocionar empleando estereotipos vistos una y mil veces antes. En realidad, Bailando con lobos es un film amable, que establece simpatías por esa misma amabilidad en la que se posiciona y desde la que no logra disimular que es una película de su protagonista inmaculado, en contraposición de los demás blancos, sucios, analfabetos, desequilibrados o violentos, lo que remarca diferencias entre el héroe frente a un colectivo bestializado. Este individuo, en busca de sus orígenes o de sí mismo, destaca sobre sus iguales, precisamente por ser distinto. De hecho, en ningún momento Dunbar semeja ser un hombre de la segunda mitad del siglo XIX, más bien asoma cual personaje del finales del XX, pues así está hecho y así se muestra en la pantalla —su comportamiento y su pensamiento quizá se ajusten más al del sector liberal de Hollywood de 1990, que al de un soldado destinado en territorio Lakota en la década de 1860.


El teniente John Dunbar se presenta ante nosotros sin nada que perder, esta herido y quiere morir antes que perder su pierna, de modo que asume morir luchando, como un héroe suicida, pero Costner lo hace de la manera que solo queda la primera parte, la del héroe, del suicida nada sabemos. Dunbar nace en ese instante, es su primer nacimiento. Posteriormente, nacerá como hombre para la tribu Sioux que le acoge como miembro de pleno derecho. La presentación del protagonista define una parte de su personalidad que se completa con su llegada a la frontera, destino que él mismo escoge. Y en esa elección se comprende que se trata de un soñador, de alguien curioso y con inquietudes que se escapan a la norma, ya que
Costner se encarga de recargar las diferencias entre su personaje, cuyo nombre nativo titula la película, y el resto de blancos que asoman en la pantalla, todos ellos definidos por caricaturas grotescas, y los sanguinarios Pawnee —los primeros ejemplos son el oficial desequilibrado interpretado por Mauryn Chakin y el guía porcino a quien dio vida Robert Pastorelli, posteriormente lo serán los Pawnee y, ya hacia el final, los iletrados, sucios e incivilizados que llegan para imponer en la frontera su civilización. No hay que ser avispado, su título lo indica, para comprender que Bailando con lobos es, ante todo, un film de su protagonista, que nos lleva por donde quiere con las palabras que escribe en su diario, el recurso narrativo que también sirve de excusa para precipitar la parte final —o eso se deduce, cuando Dunbar se casa en el poblado y el cuaderno está en el puesto militar. También es una historia de amistad y de amor, de acercamiento a las raíces naturales, a los orígenes y a otra cultura, además de cierto empeño en convertirla en una historia de buenos y malos —pero eso vende, pues señala a los espectadores a quien hay que querer y a quien rechazar. Lo cierto es que resulta un film cómodo de ver, pues no plantea conflicto en el espectador, sino que expone una visión entre épica y fantasiosa que evita la reflexión histórica. Y en esa épica o ensoñación de la aventura, del contacto y comunión de Dunbar con los Lakota, Costner, en su primera película tras las cámaras, logra conectar de lleno con el público. 

domingo, 25 de abril de 2021

Más allá de la vida (2010)

 


Marie (Cécile de France): ¿Puedo hacerte una pregunta?

Didier (Thierry Neuvic) asiente.

Marie: ¿Qué hay después de la muerte?

Didier: ¡Vaya pregunta! –responde ante la incomodidad que supone.

Marie: Di.

Didier: Morimos y ya está. Se apagan las luces. ¿Por? ¿Por qué?

Marie: ¿Nada más? ¿La oscuridad total?

Didier: Total. Se va la luz. El vacío eterno.

Marie: ¿No crees que pueda haber algo más?

Didier: ¿Cómo qué?

Marie: No lo sé. Algo. El más allá.

Desde que la humanidad tomó conciencia de su mortalidad, que presumo se produciría al mismo tiempo que su conciencia de estar vivo, también creó o intuyó un mundo espiritual, paralelo al físico e imposible para los sentidos, pero uno que sentía real, quizá por la necesidad de calmar el temor a lo desconocido o a ese <<vacío eterno>> al que se refiere Didier durante la conversación que, debido al tema a tratar, inicialmente le desubica y le resulta un tanto incomoda. Las distintas culturas que se han sucedido desde la prehistoria hasta la actualidad presentan cultos mortuorios, ritos funerarios y distintos más allá, cuyo acceso sería a través de la muerte, la supuesta puerta a la otra vida, como reza sin suposición el cura en el entierro de Jason, el hermano gemelo de Marcus (Franklin McLaren/George MacLaren). ¿Pero quién tiene respuestas? Ante falta de respuestas concretas, solo queda la incredulidad o la credulidad, llámese fe o deseo, pues lo único cierto es el desconocimiento y la elección subjetiva: el qué creer. En Más allá de la vida (Hereafter, 2010), Clint Eastwood escoge la vida y la muestra en contacto con la muerte. Escoge los lazos que unen a los vivos y la memoria de aquellos a quienes estos recuerdan. Eastwood presenta a sus protagonistas en contacto con la muerte: Marie la experimenta durante sus minutos bajo la aguas de un tsunami; George (Matt Damon), que de niño murió técnicamente durante una operación, en su capacidad de contactar con el más allá –y su rechazo a hacerlo, después de años ganándose la vida con la muerte–; y a Marcus lo muestra en la pérdida de su hermano gemelo, cuya unión queda expuesta en la aparición de ambos en pantalla. Más que traumática, la experiencia de Marie transciende el trauma, pues puede decirse que estuvo muerta durante la brevedad que se muestra al inicio de la película. En ese instante tiene contacto con algo que no puede describir, pero que tampoco puede olvidar una vez de regreso en el mundo de los vivos. Era un lugar difuminado, ingrávido, silencioso, de sombras que apuntaban ser siluetas. Esa sensación de haber estado en el más allá es la que le lleva a las preguntas que inician el texto, preguntas sin respuestas o que pueden tener tantas o más. Eastwood no las ofrece, puesto que no se trata de responder, sino de plantear.


Al igual que ha intentado dar respuestas, desde sus orígenes, el mundo físico humano ha ido perdiendo contacto con su espiritualidad, con su lado abstracto, que nada tiene que ver con cuestiones o creencias religiosas. Dicha espiritualidad ha sido sustituida o anestesiada por sobredosis de supersticiones, de materialismo, de mercantilismo y de comercialización que relegan aspectos básicos e indisociables de la vida, como pueda serlo la muerte, que suele ser un tema tabú —salvo que se despersonalice y se aborde desde el humor negro o se use como golpe de efecto— o, como mínimo, incómodo en una conversación como la que mantienen Marie y Didier e incómodo también para el funcionamiento de una cotidianidad de compra-venta, de huida hacia la “felicidad” y de instantáneas que desaparecen tan pronto cumplen su misión de impactar en la opinión irreflexiva, la cual encaja a la perfección en las altas velocidades que impiden mayor contacto con la intimidad y con el entorno, pues impiden una pausa durante la cual plantearse qué necesitamos realmente, qué hacemos con “nuestro” tiempo, si vivimos condicionados para huir de nuestra humanidad o cómo queremos y podemos vivir. Se habla de libertad, pero seguimos pautas marcadas de las que solo salimos cuando una experiencia traumática nos expulsa de la rueda. Entonces, fuera de orden, asoma un nuevo ritmo, aparecen preguntas, se inician búsquedas y se concede importancia a cuestiones que la agresiva cotidianidad tecnológica no contempla o deshumaniza para convertirla en parte de sí. Eastwood destaca por mantenerse alejado de esa rueda, aunque forme parte de ella, de ahí que su propuesta sea a contracorriente o, cuando menos, sea valiente en su manera de abordar la muerte, pero también la vida. El veterano cineasta no da respuestas, sabe que no las posee, tampoco pretende efectos, ni dar lecciones, ni esperanzas en el más allá. Su discurso es el aquí y el ahora, donde el sufrimiento y el vacío también forma parte de la experiencia vital. No hay superstición ni ciencia en lo que cuenta, hay honestidad, emociones, impresiones, dudas y temores humanos. Sus protagonistas son tres personajes que están atrapados más allá de la vida, pues están atrapados entre dos mundos que están en este: el que está fuera (el exterior y quienes lo ocupan) y el que llevan dentro (su pensamiento y sus sentimientos, lo racional y lo irracional que determina al ser humano completo). No hay equilibrio entre ambos: Marcus se siente desprotegido y solo, tras la muerte de su hermano, doce minutos mayor, y emprende una búsqueda en la que descubre embaucadores que se ganan la vida con el dolor y el vacío que dejan los seres queridos fallecidos; George quiere vivir, pero lo hace huyendo de su realidad, de la capacidad extrasensorial que le permite un contacto que le hizo sentir que vivía de la muerte; y Marie, que no puede retomar su cotidianidad, necesita comprender su experiencia, comprensión que no conlleva conocimiento ni certezas, como explica cuando presenta en público el libro que ha escrito sobre su vivencia y su contacto con la muerte.




sábado, 24 de abril de 2021

Sentido y sensibilidad (1995)


La literatura inglesa del siglo XIX, de la época georgiana y de la victoriana, salvando las excepciones fue conformista, apenas visceral, febril y pasional —sí pudo serlo la rusa en manos de Lérmontov y, sobre todo, de un escritor como
Dostoievski. Esto se debe a que toda literatura es reflejo de la sociedad en la que se gesta y el siglo XIX inglés fue conservador, puritano, política y económicamente estable —si se compara con el resto de países europeos. Ese conservadurismo mojigato lo asumen los personajes y los ambientes que transitan las obras literarias y las cinematografías que las adaptan, al menos este sería el caso de Sentido y sensibilidad (Sense and Sensibility, 1995). ¿Se puede decir que los personajes de Jane Austen o Ang Lee en esta adaptación se revelan contra su tiempo? ¿Representan un modelo o un conjunto? ¿Cuál es la tragedia que les aflige? ¿Qué buscan, si es que buscan algo más que la espera? Al tiempo son y no son conscientes de su pasividad, de su falta de espíritu, de un conflicto interior que les haga hervir la sangre y eleve su drama a tragedia o su comedia a sátira, que eleve el amor por encima de su idea de amar. Pues amar en la época y en su entorno social donde descubrimos a las protagonistas es amar el dinero y el matrimonio. Son las metas de una burguesía acostumbrada a la opulencia, de una clase acomodada, de personajes que representan y pertenecen a una minoría privilegiada como la que observamos en la pantalla, una de gestos de cara la galería cuyas máximas inquietudes son las rentas —que les aseguren el bienestar y el continuismo— y un enlace matrimonial satisfactorio, cuestión que Ang Lee apunta al inicio, en el lecho de muerte del padre de Marianne (Kate Winslet) y Elinor (Emma Thompson). Ese conformismo es hijo de su tiempo, en el que Jane Austen escribe sus historias, de la burguesía inglesa de principios del siglo XIX, de ambientes donde la imagen y la frivolidad son señas de identidad del propio momento que se vive. Aunque las hermanas se muestren diferentes al resto, la imagen condiciona el comportamiento de los personajes, como también sucede en otros films de Lee, donde los espacios conservadores impiden que dos hombres puedan amarse a la luz en Brokeback Mountain (2005) o imposibilitan que la lacónica heroína a quien dio vida Michelle Yeoh y el no menos silencioso maestro espadachín a quien encarnó Chung Yun Fat materialicen el suyo en Tigre y dragón (Wò hu cáng lóng, 2000). Sin embargo no hay conformismo en la impulsiva Zhang Ziyi, que se rebela contra el orden, algo que resulta (quizá) descabellado para la alta sociedad georgiana y victoriana. Pero esos tres espacios, en tres tiempos y tres culturas distintas, priman las apariencias, el conservadurismo y la tradición, las tres cadenas que la espadachín interpretada por Zhang Ziyi en Tigre y dragón rompe desde el inicio, aunque consciente de que no podrá vencer, salvo en su paso final. Pero en la Inglaterra decimonónica, donde Jane Austen escribió sus textos, no había intención de escapar, y esa sensación de conformismo la encontramos en los ambientes y en los personajes de esta producción de época que destaca en su superficie, pues ahí es donde existen los personajes, donde aman y lloran. Tanto las hermanas y sus satélites carecen de pasión, no hay nada bajo la piel. El sufrimiento, si lo hay, no llega a sentirse real; tampoco el deseo existe, no hay ardor, ha sido desterrado y sustituido por la mojigatería y por las formas. De ese modo, las heroínas de Lee y Emma Thompson, que adaptó la novela, pretenden emanciparse, sin hacer nada, puesto que estaría mal visto que lo hiciesen; de modo que ambas ocultan su desilusión y aguardan y, sin saberlo, la fortuna irá a su encuentro.

miércoles, 21 de abril de 2021

Danzad, danzad, malditos (1969)


Dos años antes de que Sydney Pollack rodase Danzad, danzad, malditos (They Shoot Horses, Don’t They, 1969), Arthur Penn se había inspirado en la historia de Bonnie Parker y Clyde Barrow para realizar su Bonnie & Clyde (1967), una película que mostraba a dos jóvenes marginales que deseaban fama y dinero, y, para lograrlo, desataban la violencia, que no era de su exclusiva, sino que era un atributo recibido del entorno que los había moldeado. Algo similar persigue el Dillinger (1973) que John Milius llevó a la pantalla, también inspirándose en el personaje real. Común a las tres películas es la época de crisis económica en la que se desarrollan, pero lo que las aproxima, más si cabe que el escenario temporal de la Gran Depresión, es la sociedad que reflejan, una cuyos pilares son el dinero, la violencia, la competición y el espectáculo. Tomando como punto de partida la novela homónima de Horace McCoy, y el guion de James Poe, con el que el guionista de Attack (Robert Aldrich, 1956) pensaba debutar en la dirección, Pollack no se acerca a la recesión económica que siguió al crack de 1929, la toma como telón de fondo y como excusa para desarrollar un despiadado retrato de la sociedad de la competición y del espectáculo, una sociedad que el cineasta encierra en un recinto ferial donde la promesa del premio en metálico y la realidad de un techo y comida diaria destapa la irracionalidad y las miserias humanas.



Los participantes en el concurso promovido por Rocky (Gig Young) son como ganado, o así lo son para él, así lo siente y así los maneja, guiándoles por donde quiere, ya que, salvo Gloria (Jane Fonda), no protestarán —llegan marcados por la necesidad y eso les hace dóciles. Algunas parejas se apuntan por la posibilidad de que un cazatalentos de Hollywood les ofrezca trabajo en el cine, otras por ese plato diario que les costará sangre, sudor y lágrimas (y a quien gane, también le costará el premio), y todas lo hacen por los mil quinientos dolores en monedas de plata que supuestamente se entregarán a los vencedores. Supuestamente porque el promotor no tiene la intención de pagar esa cantidad a ninguno de los participantes; lo sabremos en la escena que definitivamente estrangula a Gloria, que hasta entonces se había mostrado indomable. El maratón de baile, que concluirá cuando quede una pareja en la pista, atrae a espectadores y patrocinadores, a estrellas emergentes de la pantalla, a antiguas concursantes y a quienes lanzan unas cuantas monedas a la “arena”. Todos tienen en común que ven y disfrutan del espectáculo, posiblemente aplaudan y vitoreen, ignorando de modo consciente lo más obvio: el sufrimiento y el deterioro de los concursantes. Quizá, como dice Rocky, el público acuda para sentirse mejor, al comprobar que las miserias de otros superan las propias, aunque posiblemente existan distintos motivos que explicarían el comportamiento popular. En la pista de baile retratada por Pollack en Danzad, Danzad, malditos el dinero y su ausencia, la promesa de los mil quinientos dólares, mueve y determina el mundo. Ya no se trata de una competición, o lo solo de eso, se trata sencillamente de dinero y crear el espectáculo que lo genere. Rocky, el promotor, comprende ese entorno y sabe cómo sacarle provecho, de hecho es el único de todos los presentes en esa carpa de miseria e irracionalidad que realmente sabe qué busca y cómo lograrlo. El resto, tanto los competidores como el público solo se diferencia en la situación en la que se ubican, de hecho, hay antiguos concursantes observando y animando a las parejas como la que forman Gloria y Robert (Michael Sarrazin), la una condenada a una existencia que no le depara más que una salida para dejar de sufrir, y el otro un soñador ingenuo y desorientado cuya intención no era competir y, sin embargo, acepta formar parte del juego sencillamente porque así se lo indican cuando Gloria se queda sin su pareja original.


Danzad, Danzad, malditos, cuyo título original simboliza mejor la agonía que sufren los protagonistas, muestra la inhumanidad de la competición/espectáculo, del negocio donde van pasando las horas, los días y las semanas, mientras observamos el deterioro físico y mental de los competidores, al ritmo que marca Rocky. Impasible, el promotor utiliza a sus participantes para crear y dar al público un entretenimiento que quizá aleje sus propias miserias de sus vidas, pero no lo hace de la de ese ganado que baila, se arrastra o corre por una pista donde la agonía se patentiza a medida que transcurren los días. Por otra parte, Pollack introduce en tres momentos, a mí entender, innecesarios. Son breves imágenes de presente en el que se observa a Robert: primero declarando en una comisaria, después tras el vidrio de una prisión y por último ante el juez que dictará sentencia. Son tres instantes que sirven para apuntar qué algo sucederá en la competición, pero eso se intuye en todo momento, aunque no sepamos qué o quién será víctima de la tragedia que se va gestando. Lo interesante de esos momentos reside en el tono onírico, que probablemente remite a la enajenación, quizá ya no de Robert, cuya últimas palabras, <<matan a los caballos, ¿no?>>, sino a la de un entorno que iguala a los malditos de la pista de baile y el ganado.

lunes, 19 de abril de 2021

Amor bajo el crucifijo (1962)


—Es una mujer muy bella —dice la sirvienta (Mieko Takamine) cuando ve la procesión que conduce a una joven a la muerte.


—Qué triste es ser mujer —suspira Ogin (Inako Arima), ante el paso de la condenada a crucifixión.


—¿Haber desobedecido a la autoridad merece ese trato tan miserable? Es muy cruel. No lo puedo comprender.


—Pero a ella se le veía un rostro tan sereno —comenta Ogin en un instante en el que intenta comprender y admira la liberación de quien ha decidido seguir a su corazón, y morir, que entregarse a un hombre poderoso a quien no ama, ni con quien quiere estar.


En parte, ese encuentro define el camino que también recorrerá la protagonista de Amor bajo el crucifijo (Ogin-sama, 1962), pero, por otra parte, muestra una realidad social de la época en la que se ubica el film: la imposibilidad femenina, la de tomar sus decisiones y elegir con una libertad que no existe para ella en una sociedad feudal y patriarcal.



Ambientada en la era de Tensho, Amor bajo el crucifijo (Ogin Sama, 1962) fue el último largometraje dirigido por Kinuyo Tanaka, cuya obra detrás de las cámaras, aunque breve, no desmerece respecto a su labor delante, como confirman Cartas de amor (Koibumi, 1953) y Pechos eternos (Chibusa yo eien nare, 1955). La cineasta, inmortalizada para el celuloide en su faceta de actriz —sus inolvidables protagonistas en los films de Kenji Mizoguchi La señorita Oyu (Oyû-sama, 1951), Vida de Oharu, mujer galante (Saikaku Ichidai Onna, 1952) o Cuentos de la luna pálida (Ugetsu monogatari, 1953) solo son tres de sus numerosas y magistrales interpretaciones en obras maestras del cine japonés—, realizó un total de seis películas, siendo esta historia de amor imposible otro espléndido ejemplo de su sensibilidad y su posicionamiento respecto a las figuras femeninas. Tanaka desarrolla el drama de Ogin en una época de inestabilidad que tiene la peculiaridad de introducir un nuevo factor determinante en el conflicto que se representa en la pantalla. Lo hace con elegancia, dando relevancia al verde, sobre el resto de tonos, y a la ceremonia del té, en japonés chanoyu. El verde y la ceremonia son símbolos que acompañan a la heroína en su camino a la armonía espiritual (la serenidad que observa en la condenada) y hacia un destino similar al de muchas protagonistas de Mizoguchi y Kinoshita, los cineastas que más influenciaron en su cine, aunque también trabajase para otros maestros como Yasujiro Ozu o Mikio Naruse. Salvo el de los pioneros, como el del resto de cineastas, el cine de Tanaka recibe influencias, cierto, pero las lleva a su terreno y ahí es donde las dota de una feminidad que no se encuentra en Mizoguchi, y en Keisuke Kinoshita existe idealizada —su perspectiva es la de un hombre que admira la mujer en sus múltiples rostros, no se limita a un determinado tipo o a una en particular— y, en todo caso, resulta más cercana a la sensibilidad narrativa y cinematográfica de la realizadora.


En
Amor bajo el crucifijo ambienta la tragedia en el pasado, la de una pareja protagonista en la que la mujer, sufrida, vive en la aflicción y la resignación, pero no por ello reniega de su amor, mientras que el hombre se muestra tan pasivo como los que asoman en los melodramas de Kinoshita, pues, salvo en su último encuentro, cuando confiesa sus sentimientos, Ukon (Tatsuya Nakadai) no actúa, se somete. El personaje masculino vive sometido al orden, el tradicional samurai y la religión cristiana que abraza, mientras que Ogin, condicionada por la sociedad patriarcal y las creencias religiosas del hombre casado al que ama, expresa sus sentimientos desde el primer momento, aunque no encuentre posibilidad para llevarlos a un plano terrenal y carnal, imposibilitados tanto por la tradición feudal como por el cristianismo en las islas —Ukon asume que su matrimonio, por el rito matrimonial cristiano, es una promesa que no puede romperse. Esta situación altera el orden hasta entonces heterogéneo, pero la cineasta no va a mostrar la complejidad y el enfrentamiento e intereses de dos ideas. A ella, le interesa de ese presente de 1587, en el que inicia su relato, y de esas dos realidades distantes, que enfrentan a los señores que mantienen la tradición y los que abrazan la religión que los europeos (portugueses y holandeses) introducen en el país del sol naciente, la situación de su protagonista femenina, el cómo se encuentra atrapada entre el feudalismo y cristianismo; esas dos posturas ideológicas para las que su opinión y sus sentimientos apenas cuentan, de ahí que no sorprendan los hechos que vemos a lo largo de tres años y el desenlace que Ogin asume como el único posible; quizá ese instante sea lo más cercano a poder decidir su presente, un instante en el que comprende lo que había leído en el rostro de aquella mujer condenada que no quiso traicionar su corazón.



domingo, 18 de abril de 2021

Eu, o tolo (1978)


Hay aficiones que se convierten en pasiones, en formas de ver el mundo o a través de las cuales verlo. Esto podría aplicarse a la relación que Chano Piñeiro estableció con el cine, con Galicia y con su cámara, una súper 8 que Mariluz Montes, su mujer, le regaló hacia la mitad de la década de 1970. Chano, autodidacta en cuestiones cinematográficas, realizó su primer cortometraje en 1977, Os paxaros morren no aire, y al año siguiente inició el rodaje de su primer largometraje, el primero que se rodaba en gallego. En su mayor parte, Eu, o tolo (1978) se filmó en 1978, en diferentes ubicaciones y localidades gallegas, pero no vería la luz hasta cuatro años más tarde, cuando se estrenó en Vigo, localidad donde el cineasta tenía su residencia. En aquel momento no podría apreciarse, debido a que se trataba de un primer largo y un segundo trabajo, pero, visto en retrospectiva, lo que parece quedar claro es que las constantes de Piñeiro ya se encuentran en este film a medio camino entre cine aficionado y profesional. Dichas constantes —que darán forma a la “galeguidade” cinematográfica del cineasta— asoman salvajes, sin pulir, con ganas de hacerse visibles y audibles, dando forma al discurso que en Eu, o tolo se construye a través del aprendizaje y vivencias del protagonista. Es evidente que el cineasta no pretende plantear cuestiones antropológicas ni metafísicas, busca y da respuestas, según su pensamiento y su compresión, y quizá momentos vitales que le han llevado hasta ese presente de 1978 en el que rueda. Posiblemente, Piñeiro cediese algunas experiencias propias a su protagonista —también tuvo que salir de su entorno original para continuar su proceso educativo en Marín y Santiago de Compostela—, a quien hace adulto en un instante de transición y de supuesto Desarrollo, pues, tras el supuesto, la satírica odisea de Eu (Xosé Manuel Olveira “Pico”) desvela otra realidad. Inicialmente, Eu asoma en la pantalla entre las figuras de sus padres. En ese instante es un niño de ocho años, aunque con la salvedad que está interpretado por un adulto, y la madre habla de él al narrador, que lo acaba de presentar, como si no estuviese presente —por otra parte, algo típico en madres, padres y narradores. La mujer dice que quiere que su hijo sea un hombre de provecho, que no sufra la precariedad en la que ellos han vivido, y, para ello, dice que debe estudiar. Como cualquier muchacho de su edad, Eu es un ingenuo que desconoce el mundo y que tampoco sabe en qué consiste ser un hombre de provecho. Solo es un niño que acata el deseo de sus padres, que deben emigrar, y abandona la aldea materna para continuar sus estudios en un colegio religioso donde empieza a temer o a sentir miedo. El mundo al que ha sido arrojado es un misterio que irá comprendiendo gracias a su encuentro con la vieja bicicleta de la que se enamora. El medio de locomoción asume la complejidad, la emotividad y la capacidad reflexiva también atribuidas a los humanos. De ese modo, humanizándola, la bici corresponde su amor, piensa, le hablar y lo lleva por Galicia —aunque esta no se nombra, solo se alude a ella como tierra de lluvia. Recorre la ciudad, y su caos, la costa, ven a otros humanos, que sorprenden al niño que ha crecido, le habla del motor existencial de los hombres y de las mujeres: el dinero. Con su enamorada, vive el choque entre el rural y el urbano, lo cual es aprovechado por Chano para plantear problemas de la sociedad del Desarrollo. Pero la narrativa del cineasta de Forcarei no es sutil, quizá no pretendiese serlo o todavía no lograba serlo con esa cámara de Súper 8 con la que se convirtió en una de las figuras pioneras del cine galego. En este primer largometraje, Chano busca ser original, simpático y exagerado, pero esa misma exageración o caricatura del espacio y de los personajes, con la que pretende llegar a la realidad que se esconde tras la parodia representada, cae en zonas comunes. Quiere valerse del estereotipo, y acaba abusando de él. Desde esa exageración del tópico habla del progreso, de sus sombras, de quienes se reparten el pastel económico y el poder político —todos están presentes en la comida donde alguien dice que solo falta el pueblo—, y, como autor, ofrece su visión, pero sin lugares donde el tono blanco y el negro igualen su tonalidad en el gris. Y así, poco a poco, el protagonista va recorriendo los diferentes espacios; y así, según avanzan los minutos, lo que en un primer momento era el punto fuerte de Eu, o tolo se transforma en un lastre que erosiona el interés que había despertado en la primera parte de su recorrido, cuando Eu todavía era un ingenuo que viajaba en compañía de la bicicleta.

viernes, 16 de abril de 2021

El escarlata y el negro (1983)


El prestigio de un telefilm como El escarlata y el negro (The Scarlet and the Black, 1983) se lo concede la presencia estelar de Gregory Peck y Christopher Plummer, enfrentados en un duelo antagónico que se ambienta en 1943, durante la ocupación de Roma por las fuerzas alemanas. Pero el protagonismo de ambos actores solo es parte del reclamo que brilla en la superficie donde también lucen o se dejan ver actores de renombre como John Gielgud, Raf Vallone, o Gabriele Ferzetti. Además, su atractivo aumenta al leer, en los títulos de crédito, los nombres del compositor Ennio Morricone, del director de fotografía Giuseppe Rotunno y del decorador John Stoll. Pero, bajo todo ese ornamento, la historia desarrollada por Jerry London, a partir del guion adaptado de David Butler, a lo largo de más de dos horas de metraje, no deja de ser una representación convencional de instantes y personajes.


La situación del Vaticano durante la Segunda Guerra Mundial era delicada. Su neutralidad dependía de equilibrar sus necesidades y sus obligaciones. La Iglesia buscaba su superviviencia y algunos entendieron que para sobrevivir había que callar, y se callaban, aunque otros de sus miembros, como el caso de O’Flaherty (Peck) o el padre Morosini (Angelo Infanti) —personaje que en manos de
Roberto Rossellini e interpretado por Aldo Fabrizi resulta vital para comprender el instante que muestra en Roma, ciudad abierta (Roma, città apperta, 1945)— dieran el paso al frente, un paso que cruzaba la línea que limitaba hasta donde llegaba el poder real de la Iglesia Romana. Esto se apunta al inicio de El escarlata y el negro, con la llegada del General Helm (Walter Gotell) y del coronel Kappler (Plummer) de la SS al Vaticano, donde se entrevistan con el Papa Pío XII (Gielgud) y le indican que respetarán la neutralidad vaticana, pero que pintarán una línea para recordar los límites del poder real del pontífice.


Corre el año 1943, los aliados han desembarcado en la península itálica, lo que supone que el Alto Mando alemán envíe tropas que ocupen las distintas zonas que consideran esenciales para frenar el avance que amenaza con la liberación de Roma. Pero dicho avance no se produce, de inmediado, pues algo sucede y las tropas anglo-americanas que deberían liberar Italia se detienen sin aparente explicación. Esta inacción por parte de los aliados concede al enemigo un tiempo vital para reforzar sus posiciones. Esta es la situación que vive Italia en el presente del film, una Italia que ha pasado de ser una potencia aliada, de la Alemania nazi, a un país ocupado por los alemanes. Esto provoca que Roma pase de las manos de autoridades fascistas italianas a las del coronel coronel de la SS, escogido por Himmler para mantener el orden nazi en la capital transalpina. Pero las intenciones del oficial, convencido y sumiso del orden que representa, se ven constantemente alteradas por la intervención del personaje que interpreta Gregory Peck —basado en el Hugh O’Flaherty real—, a quien, en su primera aparición en la pantalla, London muestra sobre un cuadrilátero. El instante inicial lo aleja de la típica imagen que se tiene de un religioso, ya que esa presentación confirma que se trata de alguien que sabe defenderse y también atacar, de un individuo activo que da un lección pugilística para mostrarnos sus credenciales. Este religioso, miembro del Santo Oficio, da cobijo a fugitivos de los nazis durante la ocupación alemana de Roma. Lo hace a través de una organización clandestina que lidera, pero el film apenas presta atención a la organización y se centra en exclusiva en su héroe, el individuo que reta a su antagonista en un duelo que cobra mayor presencia en la segunda parte de un telefilm que en ningún momento pretende profundizar en aspectos como los expuestos por Costa Gavras en Amén (2002), sencillamente se decanta por el duelo en la distancia y por ensalzar la figura del religioso protagonista.



jueves, 15 de abril de 2021

1945 (2017)


Julio de 1945, la guerra en Europa ha concluido. ¿Y ahora qué? Un nuevo mapa político, una nueva era, una nueva inestabilidad, aunque, en realidad, nada es nuevo. Hungría es uno de esos países que se encuentra ante su reconstrucción. Pero ese no es el problema, sino el eco del pasado que alcanza el hoy para devolver al presente miedos, odios, crímenes, silencios, complicidades y culpas. El antisemitismo no fue una exclusiva nazi ni del siglo XX, sino que se extendía por toda Europa y desde siglos atrás. Pues, ¿acaso existe otra explicación para las persecuciones y expulsiones del pueblo judío a lo largo de la historia o los diferentes grados de complicidad en los distintos países ocupados por los nazis?


Esa única jornada en la que se desarrolla 1945 (2017) es un día, pero también son años, e incluso décadas de violencia, atropellos, injusticias, fanatismos, racismo, xenofobia. Eso es lo que se desprende de las imágenes y de la historia propuesta por Ferenc Török, que concentra el drama en un instante tenso y de violencia soterrada, pero son minutos que transcienden tanto el tiempo como la ubicación temporal, puesto que no se trata solo de sensaciones y características de una pequeña localidad ni de un país en particular. En realidad, el realizador húngaro no se limita a lo que muestra, expande con lo que insinúa a partir del antisemitismo y de la codicia de los gentiles del pueblo que vieron su oportunidad para medrar y enriquecerse a costa de sus vecinos judíos. Entonces nadie era culpable, porque nadie había para señalar su culpa. En su ensayo Sobre la violencia, Hannah Arendt escribió <<Si todos son culpables, nadie lo es; las confesiones de culpabilidad colectiva son la mejor protección contra el descubrimiento de culpables, y la magnitud del delito es la mejor excusa para no hacer nada.>> En 1945, los habitantes de la localidad son culpables, lo saben y lo han callado, ahora se justifican diciendo que todo fue legal, se apoyan en que, entonces, las leyes nazis y las escrituras de las propiedades legalizaron su expropiación, su crimen, pero la legalidad solo es fruto del orden que la establece. Si no, ¿por qué temen y ocultan? En su culpabilidad, la de un delito que sabe que han cometido y que tratan de dejar enterrado en el pasado, son iguales que los habitantes de Conspiración de silencio (Bad Day at Black Rock, John Sturges, 1955), que temen el eco de su criminalidad, de su culpa, de su racismo, cuando el forastero interpretado por Spencer Tracy devuelve, con sus preguntas, el fantasma del pasado que creían enterrado. Como en el film de Sturges, con el que no guarda parecido formal, 1945 se ubica una pequeña localidad, en la posguerra, y en una sola jornada. En ambas hay un pacto de silencio, que oculta un crimen, la tensión se palpa en el ambiente, igual que la amenaza de un brote violento, pero ahí concluye la semejanza. Al inicio del film, suena en la radio una voz que habla de la guerra, pero esta ya queda lejos, el conflicto del que se habla se desarrolla al otra lado del mundo, en Japón. En ese pueblo húngaro, donde la presencia de los soldados del Ejército Rojo, que pasa de fuerza liberadora a ocupante, se deja notar, es día de fiesta, un día de boda, pero también la jornada del regreso de dos judíos. Con ellos regresan los fantasmas, aparecen las culpas, se recuerdan las delaciones y las apropiaciones de bienes ajenos, el antisemitismo vuelve a la superficie y el remordimiento, por miedo al castigo, se une a los otros espectros, que nunca se habían ido, solo permanecían ocultos, a la espera de reaparecer para recordar a los habitantes del pueblo que se quedaron con las casas y los negocios de la comunidad hebrea, que se quedaron con sus bienes y que decidieron sobre sus vidas o, cuando menos, fueron cómplices del crímen.

martes, 13 de abril de 2021

Delicias holandesas (1971)


Después de realizar varios cortometrajes durante la primera mitad de la década de 1960 y de dar el salto a la televisión hacia finales de la misma, en la serie Floris (1969), el siguiente decenio comenzó con un nuevo paso profesional para Paul Verhoeven, que consistió en realizar su primer largometraje. Y ese paso le llevo a rodar Delicias holandesas (Wat zien ik, 1971), en la que satirizó las apariencias a partir de las fantasías ocultas que la prostituta interpretada por Ronnie Bierman satisface a los demandantes de su arte. En su cotidianidad laboral y familiar, sus clientes son individuos serios y respetables, alguno un tanto estirados, pueden ser doctores, hombres de negocios, altos cargos o millonarios, pero, cuando cruzan la puerta del apartamento de la profesional, se trasforman en depredadores, en colegiales, en gallos de corral, en sirvientas adictas a la limpieza o en sumisos sexuales. Estos burgueses de comportamientos intachables, cuando se cubren con su máscara de corrección impuesta por el medio donde se reprimen, buscan desinhibirse en el Barrio Rojo. Allí, de buen grado, pagan por realizar sus fantasías sexuales, aquellas que no se atreven a insinuar ni pedir en sus casas, quizá porque atenten contra la falsa decencia que mantienen en su entorno moral, donde, incluso, puede que haya quien las califique de perversión y a ellos de pervertidos. Pero tras el humor y la sátira, apunta ese cineasta que ya desde su primer largo se posiciona y da el paso hacia la disidencia de lo políticamente correcto y señalar la hipocresía que se esconde detrás. Verhoeven se planta de cara ante esa corrección del orden establecido, frente a la imagen proyectada, y la cuestiona, la pone en duda, se burla de ella, como antes se habían burlado Hitchcock o Mankiewicz, e intenta desvelar qué se oculta detrás. Así nos muestra una realidad más verídica, despojada de la máscara que se impone para crear la capa de falsa decencia. ¿Pero qué es decencia o quien decide qué es decente e indecente? En Delicias holandesas es más decente el comportamiento de las dos prostituta amigas, Nell (Sylvie de Leur) y Greet, que el proxeneta de la primera, que la maltrata y vive de ella, o quien será su marido, que parece quererla para que le mantenga la casa limpia; o el de los clientes de la segunda —el hombre que llama a su esposa para decirle que llegará tarde a casa, pensando en lo bien que se lo va a pasar con la prostituta o el alegre Piet (Piet Römer), que conquista a Greet para mantener la relación sexual activa que no encuentra en su cama, con su mujer—. Greet hace lo que hace, ejerce y no engaña. Cobra por satisfacer fantasías y ganas, y lo deja claro—incluso tiene una calculadora para sumar el coste de los servicios prestados—, da lo que el cliente compra y, además, su actitud no juzga el comportamiento de sus amantes de pago. Pero la prostituta se enamora de Piet, el hombre casado, quizá enamorada, quizá con esperanzas de poder estarlo. Lo que queda claro es su entrega al hombre a quien no cobra, porque le ha hecho sentir feliz, le dice, como también le dice que le gustaría volver a verlo. Y así es durante un breve instante, mientras dure las ganas de aventura de un hombre que tampoco cambia la vida de la prostituta que sí ayuda a cambiar la de su amiga.