jueves, 17 de octubre de 2019

La audiencia (1972)

<<Le di mucho la lata con El castillo a Ferreri, y Marco, un día que consiguió un poco de dinero, vino a buscarme a Ibiza, de allí nos fuimos a Barcelona, y de Barcelona, en taxi para no perder tiempo, a Albania de Aragón, al balneario en el que pensábamos localizar la posada de los funcionarios: el sitio tenía algo no diré de kafkiano, pero sí de singular, y nosotros no queríamos retratar la novela, sino contar, a nuestra manera, la historia del pobre K. [...] Llegué a escribir un tratamiento, pero cuando pedimos los derechos, el dinero se le había acabado a Ferreri pagando la cuenta del balneario, y por esta razón, por no poder comprar los derechos de El castillo, nos conformamos con hacer La audiencia>>1. Narrado por Rafael Azcona, el origen de La audiencia (L'udienza, 1972) tiene su singularidad y su humor, aunque tampoco podría ser de otra manera, ya que en el guionista la singularidad y el humor más que características adquiridas eran rasgos naturales. La película reúne tres universos, el de Franz Kafka, el de Marco Ferreri y el del propio Azcona, que confluyen en la idea del individuo devorado por el sistema que le niega su individualidad, aunque lo necesita como parte de la masa que controla con el fin de perpetuar su poder, su supervivencia. Como al protagonista de la novela de Kafka en su afán por acceder a Klamm y al castillo, o cualquier individuo anónimo que pretenda llegar hasta el presidente electo de su país de origen para exponer ante este cualquier cuestión personal, Amedeo (Enzo Jannacci) no podrá avanzar, solo ir de un lado para otro, entorpecido por la burocracia y por los intereses que no comprende pero que juegan con él. Así, desde su inocencia y esperanza iniciales, deambula por el sinsentido que le llevará hasta la muerte, más simbólica que física, puesto que el personaje en sí representa una idea, un imposible que tendrá su continuidad en otras figuras anónimas. Su afán individual lo convierte a ojos del poder establecido en un subversivo, la policía lo vigila, incluso en un loco peligroso, como sospechan algunos, y en la molestia que un cardenal abofetea cuando lo llevan ante su carnal presencia. ¿Qué pasaría si el agrimensor o Amedeo alcanzasen su meta? Nunca podría ocurrir, primero porque, como individuos, ninguno importa al sistema; y segundo, porque el sistema se protege ante cualquier posible intrusión indeseada y cierra sus vías de acceso consciente de que un ligero cambio, por pequeño que sea, podría alterarlo, incluso destruirlo. Ferreri y Azcona encontraron su castillo en el Vaticano, donde Amedeo espera reunirse con el Papa y exponer en una audiencia privada su problema, que no pronuncia, solo lo susurra al oído de un prestigioso teólogo (Alan Cuny). Aunque podríamos deducirlo, el motivo de la visita del personaje no presenta interés, solo es una excusa para plantar al ingenuo frente a las trabas y a los distintos personajes que le salen al paso, quizá con la única función de reducir su identidad y sus movimientos a la nada. Qué los responsables de la historia eligiesen la Iglesia como marco, no debe llevar a engaño, ya que Ferreri no solo apunta a la institución eclesiástica, sino a cualquier orden y poder que prefiere al individuo anónimo como parte del rebaño que sigue el curso trazado, pero que lo ahoga cuando adquiere identidad, intenciones y pensamientos propios que remiten a su singularidad. De tal manera, Amedeo se ve en una situación kafkiana, él mismo así lo dice en repetidas ocasiones, se ve caminando por el Vaticano, pero solo por aquellos lugares que no le franquean la entrada porque no son casas privadas o exclusivas de las altas jerarquías que controlan su destino. Así, el protagonista, desvalido en su intención, pasa de mano en mano, del funcionario de policía Diaz (Ugo Tognazzi) a Aiche (Claudia Cardinale), a quien Amedeo en su deseo ve como su primera puerta de entrada, de esta al príncipe Donatti (Vittorio Gassman), que lo enviará al "progresista" padre Amerin (Michel Piccoli), y, ya desesperanzado y desesperado, regresa al punto de partida, retorno que le lleva a intentar su acceso por medios menos convencionales, aunque igual de ineficaces.

1.Rafael Azcona. Revista Nosferatu nº 33. Abril, 2000

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