sábado, 30 de septiembre de 2017
Tras la pista del zorro (1966)
viernes, 29 de septiembre de 2017
El viejo doctor (1939)
Finalizan los títulos de crédito para descubrirnos un primer plano de un letrero que reza: <<... a cualquier lugar que acuda, solo me guiará el beneficio del enfermo... Hipócrates>>. La cámara se desliza hacia la izquierda de la pantalla y encuadra la sala donde un doctor atiende la herida de un niño a quien anima e insta a sonreír. Se trata de Carlos Arguello (Enrique Muiño), un médico comprometido con su profesión que no calla ante la precariedad y la falta de medios que observa en el hospital donde trabaja. Se cierra la escena, otras se suceden hasta que la cámara muestra a la pareja de ancianos que, descendiendo la escalera, abandona la consulta comentando que <<este médico no sabe nada... Es muy antiguo...>>, por Arguello, quien los ha atendido durante años y quien afable y comprensivo acaba de comentarles que la enfermedad que padece la mujer es la misma dolencia que ha revisado veinte veces: un achaque consecuencia de la edad. En una secuencia posterior, este diagnóstico también lo dictaminan los médicos del centro que el matrimonio visita guiado por la insatisfacción provocada por el dictamen previo. Allí, los ancianos, de nuevo muestran su buena predisposición para sufragar los altos costes de pruebas innecesarias (que la anciana desea realizar, porque considera que esa es la medicina moderna) hipotecando o vendiendo su vivienda. Ante esto, los doctores cambian su discurso y optan por llenar sus bolsillos programando análisis y sesiones de rayos X que solo confirmarán que el mal que aqueja a la buena mujer es su avanzada edad. La diferencia entre el primer galeno y los segundos salta a la vista, como también lo hace el posicionamiento de Mario Soffici a favor de quien basa su labor en las necesidades de sus pacientes, no en las de su bolsillo, aunque con ello no haya logrado más dinero que aquel que le ha permitido alimentar a su familia y dar estudios a su hijo (Ángel Magaña). Suficiente para él, porque el médico protagonista de El viejo doctor (1939) trabaja por y para sus pacientes: hombres, mujeres y niños que apenas presentan posibilidades económicas y que encuentran en su persona a un benefactor empeñado en mejorar la sanidad del hospital donde ha ejercido durante veinticinco años. Sin embargo, su obstinación y su sinceridad, a la hora de conseguir mejoras y materiales que permitan una mejor atención a los pacientes, implica su despido, aunque no su abandono de la profesión que profesa siguiendo el juramento hipocrático pronunciado tiempo atrás (aquel que todavía tiene presente en su consulta y en su mente) y el altruismo que, dictado por su conciencia, ha intentado inculcar a su vástago, recién licenciado en Medicina y, de seguir las enseñanzas paternas, condenado a la escasez que se observa durante sus inicios profesionales. Aparte de ser la historia de Arguello, de su día a día laboral, de las quejas de su mujer por una vida de sacrificio, El viejo doctor plantea (y responde) la compleja disyuntiva que atormenta al hijo, atrapado por el lazo sanguíneo que le une a su hermana Susana (Alicia Vignoli), por su admiración paterna, por su necesidad de triunfo (material) y por la herida de bala recibida por Reyes (Roberto Airaldi), el delincuente con quien Susi mantiene la relación sentimental que empuja al joven médico a decidir qué tipo de doctor desea ser.
jueves, 28 de septiembre de 2017
Ser y tener (2002)
miércoles, 27 de septiembre de 2017
El mundo del silencio (1955)
Es de suponer que cada quien tiene familiares y amistades con aficiones, ideas y pasiones, iguales, distintas o complementarias a las propias, gustos e inquietudes que enriquecen el entorno que los rodean. Yo tengo un amigo cuya pasión por el mar lo desborda, no por su belleza natural ni por la bravura salvaje de sus rugidos y de su furia incontrolable. Su pasión son las profundidades, sumergirse en ellas y bucear por el fondo marino que cada fin de semana llama a su puerta para invitarle a disfrutar de un silencio de luces, sombras, flora y fauna, un universo de vida bajo la superficie cristalina que antes que a él ya había conquistado el corazón de otros muchos. Quizá algo tuviese que ver en dicha conquista el mítico investigador marino Jacques-Yves Cousteau, quien, al contrario que mi amigo -cuyas fotografías, experiencias y conocimientos comparte con sus cercanos y con quienes visitan su blog fotosubgalego- divulgó entre un público mayoritario las profundidades oceánicas con sus estudios marinos, con sus programas de televisión (entre los que se cuentan algunos trabajos para National Geographic y El mundo submarino de Jacques Cousteau) y con El mundo del silencio (Le monde du silence, 1955), multipremiado documental y el primero en su género en obtener la Palma de Oro en Cannes. Realizado en colaboración de sus habituales compañeros en el Calypso (Frédéric Dumas y Albert Falco) y de Louis Malle, por aquel entonces un joven aspirante a cineasta que había dirigido dos cortometrajes, Cousteau estrenaba en 1956 esta pieza clave del cine documental submarino que se sumergía hasta los setenta y cinco metros de profundidad, la mayor filmada hasta entonces. Desde sus imágenes, submarinas o de superficie, se accede a los mares Mediterráneo y Rojo, al Golfo Pérsico y al océano Índico donde el técnico oceanográfico y sus acompañantes se zambullen para mostrar el fondo sobre el cual navega la famosa embarcación y su tripulación. En sus primeras secuencias, la voz del comandante nos inicia en algunos aspectos técnicos y nos guía en sus encuentros con pecios hundidos, ballenas, tiburones, tortugas y otros seres que las cámaras (algunas desarrolladas por André Laban para soportar las inmersiones a grandes profundidades) captan en un hábitat que en ocasiones se ve adulterado por la presencia humana que, en su intención de estudiar, trastoca un medio virgen para el ojo público, hostil y a la vez tranquilo. Hostil y tranquilo porque Cousteau no esconde los aspectos negativos de su expedición, tampoco la parte entrañable, pues ambas se combinan en este viaje en el que tienen cabida los accidentes (el ballenato barrido por la embarcación), los arrecifes de coral, las borracheras de las profundidades o la <<danza macabra>> del grupo de tiburones que, en su afán por devorar el cadáver de la cría de ballena, acaba siendo víctima de la violenta reacción de la tripulación.
martes, 26 de septiembre de 2017
Niñera moderna (1948)
Lynn Belvedere: Desde luego. Soy un genio.>>
Por si alguien duda de la genialidad de Lynn Belvedere (Clifton Webb), solo tiene que observar sus múltiples cualidades y aptitudes a lo largo de los minutos que componen la divertida Niñera moderna (Sitting Pretty, 1948). Pues, aparte de ser un tipo poco sociable, excéntrico, a quien no le gustan los niños, y poco simpático, al menos si tomamos como referencia la primera impresión que de él tienen los King, Belvedere sí es un genio. Además, para quien contempla sus ademanes, escucha sus respuestas y su aparente impertinencia, sí resulta un tipo divertido, como también lo resulta su actitud frente a la contrariedad de quienes le abren las puertas de su hogar pensando que han contratado a una mujer. La imperante necesidad de encontrar a una niñera que cuide de sus tres hijos y ayude en las labores del hogar obliga a Tacey (Maureen O'Hara) y a Harry (Robert Young) a aceptar a alguien que, salvo por su sexo y su imagen estirada, responde a las demandas solicitadas en su anuncio de empleo. De modo que, ante la falta de otros candidatos, ese extraño tendrá que servir. Y vaya, si sirve. La nueva niñera pronto sorprende por su eficiencia, su sinceridad absoluta y por su atípico comportamiento, si así puede calificarse a los hábitos de quien ha entrado en la vida de la familia porque pretende realizar un estudio sociológico que dará que hablar y confirmará su genialidad. También dará que hablar su presencia, la cual se convierte en parte de la comidilla de vecinos que, salvo el ridículo, no tienen nada mejor que hacer que espiar a Belvedere. Pero él no es un conquistador que amenace la estabilidad marital de Harry y Tacey, sino el altivo y refinado erudito que, ante cualquier situación, demuestra que nada ni nadie escapa a sus capacidades ni a su control. Poco a poco este fuera de serie ajeno se convierte en parte de la familia: los niños, los adultos y hasta el perro se rinden ante su evidente talento, lo cual le posibilita el tiempo que necesita para encerrarse en su habitación y allí realizar los ejercicios de gimnasia que lo mantienen en forma o redactar los avances de su experimento. La comicidad de Niñera moderna se sostiene sobre el elegante personaje interpretado por Clifton Webb y su choque con las costumbres de la familia y la moralidad de la clase media, que encuentra en la presencia de un segundo hombre en el hogar de los King algo sospechoso que amenaza la buena imagen de un vecindario que, tras su fachada perfecta, resulta todo lo contrario, lo cual posibilita al erudito los datos precisos para llevar a buen puerto su estudio social.
lunes, 25 de septiembre de 2017
Generación (1954)
domingo, 24 de septiembre de 2017
Genoveva (1953)
Habrá quien haya rodado más de cien películas y ninguna buena, como también habrá quien haya realizado una, dos, tres..., y todas ellas destacadas, de modo que en el cine, como en cualquier otro arte, no se juzga la cantidad de obras creadas, sino la calidad de las mismas. Por ello, y a pesar de su breve filmografía, no tengo inconveniente en señalar la importancia de Henry Cornelius en la evolución de la comedia británica, importancia inversa a la cantidad de proyectos que, como director, productor o guionista, la componen. De entre sus aportaciones brillan tres comedias fundamentales en dar forma a las características de la comedia Ealing. Estos tres títulos son la inclasificable Clamor de indignación (Hue and Cry, 1947), realizada por Charles Crichton a partir de una idea del propio Cornelius y escrita por T.E.B. Clarke, la magistral Pasaporte para Pimlico (Passport to Pimlico, 1949) y la inolvidable Genoveva (Genevieve, 1953). En ellos encontramos el origen del humor Ealing, su máxima expresión y su confirmación internacional, pero, al contrario que sus dos compañeras, el último nombrado no se gestó dentro del estudio de Michael Balcon, lo hizo en la poderosa J. Arthur Rank Organisation. Aun así, nadie encontraría la diferencia, pues, Genoveva presenta (y representa) lo mejor de las comedias producidas en la mítica productora londinense, y lo presenta porque sus responsables, Cornelius y el guionista estadounidense William Rose -suyos son los guiones de La bella Maggie (The Maggie, 1953) y El quinteto de la muerte (The Lady Killers, 1955), ambas filmadas por otro indispensable como Alexander Mackendrick- fueron dos de los nombres fundamentales en la elaboración de aquel humor "ealingiano" (valga la expresión) que también impregna esta joya cómica, irónica y de elegante factura, que satiriza con desparpajo y frescura algunas costumbres británicas. A parte de su comicidad y burla, en Genoveva destaca el buen hacer de su cuarteto protagonista (Dinah Sheridan, John Gregson, Kay Kendall y Kenneth Moore), aunque quizá sea mejor escribir quinteto, pues también brilla la presencia de quien le da nombre. Pero, en realidad y a pesar de lo que se pudiera pensar a raíz del título, no es quien, es que. Genoveva no es humana, es el Darracq de principios de siglo XX que Alan McKim (John Gregson) heredó de su padre, y este a su vez del suyo. Por este motivo la desvencijada máquina es más que un coche antiguo, que desentona sobre el asfalto londinense del presente, es parte de Alan, de la tradición, de su legado y de su relación matrimonial, aunque en ocasiones resulte un problema, al menos el fin de semana durante el cual se desarrolla la trama. Muy a su pesar, un año más (y van tres desde su matrimonio) Wendy (Dinah Sheridan) de mala gana acompaña a su marido en la aburrida exhibición anual que el Club del Automóvil organiza como conmemoración de la ley decimonónica que aprobó la libre circulación de vehículos motorizados por la isla. Aquel primer trayecto, entre Londres y Brighton, se repite anualmente llenando el asfalto de reliquias que circulan sin afán de competir, solo por el orgullo que sienten sus dueños al volante de maquinas que, en el caso del Darracq de Alan o del Spyker de 1904 de Ambrose (Kenneth Moore), apenas se encuentran en condiciones de realizar el breve recorrido que, de regreso a la capital, se transforma en una de las competiciones automovilísticas más simpáticas y tramposas del cine, ironizando sobre la relación de pareja, la amistad o la importancia que los dos protagonistas masculinos conceden a la apuesta que da rienda suelta a la parte más hilarante de esta espléndida comedia que, sin ser Ealing, no deja de serlo.
viernes, 22 de septiembre de 2017
Crepúsculo en Tokio (1957)
El pícaro (1974)
miércoles, 20 de septiembre de 2017
Mario Soffici. Pionero del cine social argentino
Filmografía como director
Muñeca (1924) (cortometraje)
Noche federal (1932) (cortometraje)
El alma de Bandoneón (1935)
La barra mendocina (1935)
Puerto nuevo (1936)
Cadetes de San Martín (1937)
El alma de Bandoneón (1935)
La barra mendocina (1935)
Puerto nuevo (1936)
Cadetes de San Martín (1937)
Viento norte (1937)
Kilómetro 111 (1938)
El viejo doctor (1939)
El viejo doctor (1939)
Prisioneros de la tierra (1939)
Héroes sin fama (1940)
Cita en la frontera (1940)
Yo quiero morir contigo (1941)
Vacaciones en el otro mundo (1942)
El camino de las llamas (1942)
Tres hombres del río (1943)
Cuando la primavera se equivoca (1944)
Despertar a la vida (1945)
Héroes sin fama (1940)
Cita en la frontera (1940)
Yo quiero morir contigo (1941)
Vacaciones en el otro mundo (1942)
El camino de las llamas (1942)
Tres hombres del río (1943)
Cuando la primavera se equivoca (1944)
Despertar a la vida (1945)
La cabalgata del circo (1945)
Besos perdidos (1945)
La pródiga (1945)
El pecado de Julia (1946)
Besos perdidos (1945)
La pródiga (1945)
El pecado de Julia (1946)
Celos (1946)
La gata (1947)
La secta del trébol (1947)
La gata (1947)
La secta del trébol (1947)
Tierra del fuego (1948)
La barca sin pescador (1950)
La barca sin pescador (1950)
Pasó en mi barrio (1951)
La indeseable (1951)
Ellos nos hicieron así (1952)
Una ventana a la vida (1953)
La dama del mar (1954)
Mujeres casadas (1954)
La indeseable (1951)
Ellos nos hicieron así (1952)
Una ventana a la vida (1953)
La dama del mar (1954)
Mujeres casadas (1954)
Barrio gris (1954)
El hombre que debía una muerte (1955)
El curandero (1955)
Oro bajo (1956)
El hombre que debía una muerte (1955)
El curandero (1955)
Oro bajo (1956)
Rosaura a las diez (1958)
Isla brava (1958)
Chafalonías (1960)
Propiedad (1962)
Premios y nominaciones
Ganador del Cóndor de Plata a la mejor película por Celos
Ganador del Cóndor de Plata a la mejor dirección por Celos
Ganador del Cóndor de Plata al mejor actor por El extraño caso del hombre y la bestia
Nominado al Gran Premio en el festival de Cannes por Pasó en mi barrio
Ganador del Cóndor de Plata a la mejor película por Barrio Gris
Ganador del Cóndor de Plata al mejor guión adaptado por Barrio Gris
Nominado a la Palma de Oro en el festival de Cannes por Rosaura a las diez
Isla brava (1958)
Chafalonías (1960)
Propiedad (1962)
Premios y nominaciones
Ganador del Cóndor de Plata a la mejor película por Celos
Ganador del Cóndor de Plata a la mejor dirección por Celos
Ganador del Cóndor de Plata al mejor actor por El extraño caso del hombre y la bestia
Nominado al Gran Premio en el festival de Cannes por Pasó en mi barrio
Ganador del Cóndor de Plata a la mejor película por Barrio Gris
Ganador del Cóndor de Plata al mejor guión adaptado por Barrio Gris
Nominado a la Palma de Oro en el festival de Cannes por Rosaura a las diez
martes, 19 de septiembre de 2017
Dioses y monstruos (1998)
En La novia de Frankenstein (Brige of Frankenstein, James Whale, 1935) el doctor Petrorius brinda <<por un mundo nuevo de dioses y monstruos>> y de este brindis Bill Condon extrajo el título para su película, la cual, lejos de ser una biografía, recuperaba para la cultura popular la figura del cineasta responsable del mítico díptico sobre la criatura de Frankenstein, dos films imprescindibles para el éxito del ciclo de terror realizado por Universal Pictures durante la década de 1930. Similar a su personaje más famoso, aquella solitaria y rechazada criatura que se convirtió en icono del horror cinematográfico, James Whale fue un hombre incomprendido y repudiado dentro de un entorno más deshumanizado de lo que su glamourosa imagen atestigua, una imagen tras la cual se ocultaban desenfreno, envidias, escándalos, intereses, miserias, prejuicios y rechazos similares al expuesto por el realizador inglés en El doctor Frankenstein (1931) y sobre todo en La novia de Frankenstein (1935). Al contrario que otros miembros de aquel Hollywood dorado, Whale nunca ocultó su homosexualidad, tampoco su excentricidad ni su intención creativa (dentro de un sistema de estudios que no se caracterizaba precisamente por fomentarla), aunque sí sus orígenes humildes. ¿Por qué? Quizá por vergüenza o quizá porque necesitaba una máscara de aristocracia que le permitieran sentir la altivez y la seguridad que, con brillantez, Ian McKellen impregnó a su personaje en esta no menos brillante adaptación cinematográfica de la novela de Christopher Bram El padre de Frankenstein (Father of Frankenstein, 1996). ¿Por qué brillante? Para esta pregunta sí tengo una respuesta precisa, y la encuentro en la acertada exposición de Condon a la hora de combinar cine, crítica, sensibilidad y la ficción de los últimos días del cineasta con el pasado que regresa con mayor fuerza en sus horas postreras, durante las cuales la soledad, que ha dominado el final de su existencia, se ve mitigada por la irrupción de Clayton Boone (Brendan Fraser), el joven jardinero con quien el otra hora director de éxito inicia una relación si no de amistad, sí liberadora para ambas partes. Condon nos descubre a Whale (Ian McKellen) encerrado en sí mismo, sin apenas más contacto humano que aquel que mantiene con su ama de llaves (Lynn Redgrave) y, de manera esporádica, con su antiguo amante (David Dukes). Ya lejos de su esplendor artístico, el cineasta no ha perdido su afición a la pintura, esbozando dibujos y retratos como el que pretende realizar a Clayton, su nuevo jardinero, su modelo y un joven en quien el Whale de ficción descubre los prejuicios que pretende manipular para crear a su monstruo definitivo, el más importante, aquel que pueda liberarlo del sufrimiento que implica su enfermedad degenerativa, que merma sus capacidades y reaviva los recuerdos que ha mantenido enterrados hasta entonces. Aquellas fantasmagóricas imágenes pretéritas (de su infancia o de su paso por el frente de la Gran Guerra) salen a la superficie en presencia de Boone, en quien el creador de El doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931) genera sentimientos enfrentados, entre ellos admiración y lástima. Como si de uno de sus personajes se tratara, el Whale interpretado por McKellen modela a su criatura más allá del esbozo que dibuja sobre el lienzo y, al tiempo que se deja retratar, Clayton logra superar sus temores y descubre la dolorosa intimidad de un hombre atormentado que, en su desesperación, desea poner fin a una existencia que ya solo le proporciona miedo.
lunes, 18 de septiembre de 2017
El rostro pálido (1922)
Desde el cine mudo hasta que a inicios de la década de 1950 Anthony Mann con La puerta del diablo (The Devil's Door; 1950) y Delmer Daves en Flecha rota (Broken Arrow; 1950) pusieran de moda el western pro-indio, lo habitual en Hollywood era presentar en la pantalla a los distintos pueblos oriundos de Norteamérica desde una perspectiva simple y partidista que, supeditada al espectáculo, aumentaba la emoción de las películas y la heroicidad de sus protagonistas, hombres blancos de origen anglosajón que acababan venciendo los continuos ataques de aquellos "pieles rojas" que, sin entrar en detalles del por qué de su comportamiento belicoso, los cineastas concedía el rol de enemigos salvajes de colonos, trabajadores del ferrocarril o del ejército. No obstante, hubo alguna que otra excepción, entre ellas una tan inesperada como la de Buster Keaton y Eddie Cline en El rostro pálido (The Paleface, 1922), quienes, parodiando el western, partieron de los abusos sufridos por los nativos norteamericanos para dar rienda suelta a una comedia que, aunque menos lograda que otras de su autor(es), encaja a la perfección dentro del universo cinematográfico de Keaton. Durante su prólogo se observa la situación que padecen los indios con quienes el cómico no tarda en contactar, cuando, como no quiere la cosa, su personaje se introduce, a través de una empalizada, en un terreno por donde, despistado, se pasea cazando mariposas sin ser consciente de los hechos explicados al inicio del film. Este territorio pertenece a los indios, el mismo espacio que, empleando malas artes, la compañía petrolífera pretende expropiar a la tribu que desentierran el hacha de guerra, dando pie al inicio de la diversión y la burla que no tienen cabida en las reivindicativas propuestas que Mann y Daves realizarían veintiocho años después. Como no podría ser de otra forma, Keaton empleó la parodia para hacer reír, pero también para poner de manifiesto el maltrato recibido por los indios norteamericanos en el cine hollywoodiense, que no solía explicar el furioso y salvaje comportamiento de estos. Keaton sí lo hizo, aunque desde la comedia, pues en su caso la burla resulta más efectiva y entretenida a la hora de mostrar cómo los intereses económicos de la compañía petrolífera provocan la airada reacción de un pueblo que, víctima del engaño de la petrolera, pretende salvaguardar su espacio y sus costumbres sin tener conocimiento del combustible fósil que descasa bajo el suelo que se niega a abandonar. Pero todo esto es ignorado por el personaje de Keaton, de tal manera que no comprende el por qué de su persecución, de su captura y de su quema en la hoguera, a la que sobrevive gracias a su ingeniosa confección de amianto que viste cuando arde en la pira que se consume hasta proporcionarle las cenizas que aprovecha para encender el cigarrillo de la paz que ofrece al jefe indio (Joe Roberts) antes de que este lo acepte como miembro de la tribu. Testigos del milagro, sus nuevos amigos lo nombran "pequeño jefe" y, ¿cómo no?, este les devuelve el honor ayudándolos a reivindicar sus derechos en una sucesión de gags que, tras continuas confusiones y persecuciones, concluyen con su conquista de la princesa india (Virginia Fox) y la victoria de la tribu.
Pampa bárbara (1945)
Cada país tiene su Historia y esta ha servido de inspiración para que cineastas y guionistas encuentren en el pasado la posibilidad de desarrollar dramas y épicas que exponen desde perspectivas crítico-reflexivas o desde la exaltación de la identidad nacional que, en el caso del cine argentino, podemos observar en dos exitosas películas realizadas por el director Lucas Demare para la AAA (Artistas Argentinos Asociados), la productora y distribuidora que él mismo había fundado en 1941 al lado de los actores Elías Alippi, Francisco Petrone, Enrique Muiño y Ángel Magaña. La guerra gaucha (1942) y Pampa bárbara (1945), esta última dirigida junto a Hugo Fregonese (que debutaba en la dirección tras trabajar de asistente de Demare en El viejo hucha y en la popular adaptación cinematográfica de los relatos de Leopoldo Lugones), combinan western, melodrama épico, influencias hollywoodienses y características autóctonas para crear dos epopeyas que no esconden su carácter nacional. El primer título se desarrolla en 1817 durante la lucha por la independencia de la corona española mientras que el segundo lo hace trece años después, en 1830, en un espacio salvaje donde los soldados desertan, huyendo de la soledad y del desarraigo, con la esperanza de encontrar el calor que les proporcionaría un hogar inexistente en el enclave fortificado donde se inicia la historia escrita por Ulises Petit de Murat y Homero Manzi, la misma que dos décadas después el propio Fregonese volvería a rodar para el productor estadounidense Samuel Bronston en Pampa salvaje (Savage Pampas, 1966). Sin embargo, contar con mejores medios y con una estrella internacional como Robert Taylor no supuso una mejora respecto a lo expuesto en el título original, el cual, salvando las distancias, presenta un punto de partida que la emparenta con el empleado por William A. Wellman para dar formar a su magistral Caravana de mujeres (Westward the Women; 1951). La similitud entre ambas se encuentra en el coprotagonismo de un grupo de mujeres que se traslada a través de un medio natural inhóspito hasta el lugar donde hombres solitarios anhelan su compañía para de nuevo sentirse humanos. Pero allí donde Wellman muestra heroínas decididas que emprenden su deambular de forma voluntaria, Demare y Fregonese exponen el drama de reclutadas a la fuerza entre aquellas mujeres mal vistas por la sociedad que las juzga desde los prejuicios. Su aventura se inicia en Buenos Aires en febrero de 1830, después de que en el fortín Guardia del Toro, el comandante Hilario Castro (Lucas Pastrone) asuma de mala gana acudir a la capital en busca de cincuenta mujeres que mitiguen la soledad de quienes defienden la guarnición y el territorio contra los indios de Huincul y desertores como Juan Padrón (Domingo Sapelli). Son soldados superados por la sensación de desarraigo que agudizan <<la soledad que afloja el ánimo>> y las carencias de lazos familiares y del calor de un hogar. Estas carencias no pasan por alto para Chávez (Juan Bono), el oficial al mando del Toro, quien comprende que la colonización no será posible por la fuerza de las armas, sino por la creación de un vínculo entre la tierra y los hombres, un vínculo que solo será posible con la indispensable presencia de la mujer, en quien el oficial simboliza la familia, el bienestar y el futuro de un territorio deshumanizado que la deseada presencia femenina acabará por humanizar.