Habrá quien haya rodado más de cien películas y ninguna buena, como también habrá quien haya realizado una, dos, tres..., y todas ellas destacadas, de modo que en el cine, como en cualquier otro arte, no se juzga la cantidad de obras creadas, sino la calidad de las mismas. Por ello, y a pesar de su breve filmografía, no tengo inconveniente en señalar la importancia de Henry Cornelius en la evolución de la comedia británica, importancia inversa a la cantidad de proyectos que, como director, productor o guionista, la componen. De entre sus aportaciones brillan tres comedias fundamentales en dar forma a las características de la comedia Ealing. Estos tres títulos son la inclasificable Clamor de indignación (Hue and Cry, 1947), realizada por Charles Crichton a partir de una idea del propio Cornelius y escrita por T.E.B. Clarke, la magistral Pasaporte para Pimlico (Passport to Pimlico, 1949) y la inolvidable Genoveva (Genevieve, 1953). En ellos encontramos el origen del humor Ealing, su máxima expresión y su confirmación internacional, pero, al contrario que sus dos compañeras, el último nombrado no se gestó dentro del estudio de Michael Balcon, lo hizo en la poderosa J. Arthur Rank Organisation. Aun así, nadie encontraría la diferencia, pues, Genoveva presenta (y representa) lo mejor de las comedias producidas en la mítica productora londinense, y lo presenta porque sus responsables, Cornelius y el guionista estadounidense William Rose -suyos son los guiones de La bella Maggie (The Maggie, 1953) y El quinteto de la muerte (The Lady Killers, 1955), ambas filmadas por otro indispensable como Alexander Mackendrick- fueron dos de los nombres fundamentales en la elaboración de aquel humor "ealingiano" (valga la expresión) que también impregna esta joya cómica, irónica y de elegante factura, que satiriza con desparpajo y frescura algunas costumbres británicas. A parte de su comicidad y burla, en Genoveva destaca el buen hacer de su cuarteto protagonista (Dinah Sheridan, John Gregson, Kay Kendall y Kenneth Moore), aunque quizá sea mejor escribir quinteto, pues también brilla la presencia de quien le da nombre. Pero, en realidad y a pesar de lo que se pudiera pensar a raíz del título, no es quien, es que. Genoveva no es humana, es el Darracq de principios de siglo XX que Alan McKim (John Gregson) heredó de su padre, y este a su vez del suyo. Por este motivo la desvencijada máquina es más que un coche antiguo, que desentona sobre el asfalto londinense del presente, es parte de Alan, de la tradición, de su legado y de su relación matrimonial, aunque en ocasiones resulte un problema, al menos el fin de semana durante el cual se desarrolla la trama. Muy a su pesar, un año más (y van tres desde su matrimonio) Wendy (Dinah Sheridan) de mala gana acompaña a su marido en la aburrida exhibición anual que el Club del Automóvil organiza como conmemoración de la ley decimonónica que aprobó la libre circulación de vehículos motorizados por la isla. Aquel primer trayecto, entre Londres y Brighton, se repite anualmente llenando el asfalto de reliquias que circulan sin afán de competir, solo por el orgullo que sienten sus dueños al volante de maquinas que, en el caso del Darracq de Alan o del Spyker de 1904 de Ambrose (Kenneth Moore), apenas se encuentran en condiciones de realizar el breve recorrido que, de regreso a la capital, se transforma en una de las competiciones automovilísticas más simpáticas y tramposas del cine, ironizando sobre la relación de pareja, la amistad o la importancia que los dos protagonistas masculinos conceden a la apuesta que da rienda suelta a la parte más hilarante de esta espléndida comedia que, sin ser Ealing, no deja de serlo.
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