jueves, 31 de julio de 2014

Eyes Wide Shut (1999)


Una de las características de la personalidad artística de Stanley Kubrick residía en su afán por controlar la totalidad del proceso creativo de sus películas, lo que en parte explica su corta filmografía, trece títulos en más de cuarenta años dedicados al cine. Esta implicación absoluta y obsesiva también explica que algunos de los proyectos en los que trabajó nunca llegasen a ver la luz, como sería su intención de llevar a la pantalla la vida de Napoleón o el film sobre el holocausto judío en el que trabajaba cuando Steven Spielberg estrenó La lista de Schindler (Schindler’s List, 1995). Quizá el éxito de esta producción provocase que el director de 2001: una odisea del espacio (2001. A Space Odyssey, 1968) decidiera centrar su interés en la realización de Inteligencia Artificial (que finalmente sería filmada por el propio Spielberg en 2001) y Eyes Wide Shut (1999), película que no vería estrenada, debido a su fallecimiento en marzo de 1999, meses antes del estreno en las salas comerciales. Desde finales de la década de los sesenta, el cineasta barajaba la idea de adaptar la novela de Arthur Schnitzler en la que se inspiró para realizar el film, aunque no fue hasta 1994 cuando, manteniendo su costumbre de privacidad, escribió en colaboración del guionista Frederic Rapahel un primer esbozo del guión que daría origen a Eyes Wide Shut. Dos años después, Warner Bros. emitió un comunicado en el que se anunciaba que Stanley Kubrick iba a llevar a cabo el rodaje de su nueva película y que esta iba a contar con el protagonismo de Tom Cruise y Nicole Kidman, lo que supuso un aliciente añadido al tratarse de un actor y una actriz de gran popularidad entre el público, y con la participación en roles secundarios de Harvey Keitel y Jennifer Jason Leigh, quienes a la postre, y por diversos motivos, fueron reemplazados por Sydney Pollack y Marie Richardson. Eyes Wide Shut inició su filmación en octubre de 1996 y concluyó dos años más tarde; durante este largo periodo de producción (se dijo que era el de mayor número de días de rodaje) se generó una gran expectativa entre los cinéfilos, los críticos y los amantes del cine de Kubrick, ya que, desde La chaqueta metálica (Full Metal Jacket, 1987), el afamado realizador no había filmado ningún largometraje. Finalmente la película fue recibida con disparidad de opiniones, quizá por la complejidad de una trama de recorrido circular en la que se potenció lo onírico para mostrar la crisis por la que atraviesa el matrimonio formado por el doctor William Harford (Tom Cruise) y Alice Harford (Nicole Kidman) a partir de su presencia en la fiesta de Navidad organizada por Victor Ziegler (Sydney Pollack), tras la cual Alice confiesa a William sus fantasías sexuales con un oficial de la marina con quien coincidieron en el pasado. Desde este instante el pensamiento de Harford se vuelve confuso, no puede apartar de su mente la imagen de la infidelidad no consumada de su mujer, la misma que provoca que su posterior deambular nocturno por las calles de Nueva York (ciudad que sustituye a la Viena de entreguerras del original literario) sea una especie de viaje hacia su desorientación, su insatisfacción y sus deseos reprimidos, de tal manera que el film cobra ese tono onírico, por momentos de pesadilla, que potencia el anhelo (de infidelidad) que no abandona la mente del médico a lo largo de sus encuentros con los personajes que le salen al paso, y que tiene su punto álgido cuando se introduce de manera clandestina en la fiesta de máscaras, que resulta ser una especie de orgía elitista y secreta, en la que se destapan cuerpos, deseos y pasiones que se encontraban ocultos, bajo la falsa respetabilidad, durante la celebrada en la mansión de Ziegler. Desde el momento que Harford se introduce en la bacanal, repleta de hombres y mujeres enmascarados pertenecientes a la alta burguesía, el film cobra cierto tono de thriller al tiempo que aumenta la sensación de angustia y desvarío de un hombre atrapado en una espiral de atracción-rechazo (su deseo de infidelidad y la imposibilidad de llevarlo a cabo) que tiene como vórtice la imagen de Alice y la certeza de la infidelidad mental de ambos.



martes, 29 de julio de 2014

Todos a casa (1960)

Durante décadas el cine italiano gozó de una salud envidiable gracias a la presencia de directores de la talla de Roberto Rossellini, Luchino Visconti, Federico Fellini, Vittorio de Sica o Pier Paolo Pasolini, de actores y actrices como Marcello MastroianniAlberto Sordi, Aldo FabriziAnna Magnani, Silvana Mangano o Sophia Loren, de compositores del talento de Alessandro CicogniniNino Rota o Ennio Morricone, de directores de fotografía como Giuseppe RotunnoTonino delli Colli y, cómo no, gracias a sus excelentes guionistas, personajes claves de la cinematografía transalpina de la importancia de Cesare Zavattini, Ennio FlaianoSuso Cecchi D'Amico, Tulio Pinelli o la pareja formada por Agenore Incrocci y Furio Scarpelli, más conocidos por Age & Scarpelli. Estos últimos mantuvieron una prolongada y fructífera relación profesional que dio pie a los guiones de obras tan populares como Rufufú o Divorcio a la italiana, así como a dos historias desarrolladas durante los conflictos bélicos más importantes del siglo XX; la primera de ellas, en la que también participaron Mario Monicelli y Luciano Vicenzoni, dio origen a la imprescindible La gran guerra y la segunda, al lado de Marcello FondatoLuigi Comencini, sirvió para que este realizase Todos a casa (Tutti a casa, 1960), para muchos su mejor película. Ambas producciones se presentan desde una perspectiva tragicómica que permite descubrir entornos poblados por desheredados obligados a vivir la experiencia bélica de la que sin fortuna tratan de alejarse. En esta circunstancia se encuentran tanto el dúo de pícaros protagonista de La gran guerra como el teniente Innocenzi (Alberto Sordi) y los soldados que lo acompañan durante el sueño efímero que significa su viaje de regreso al añorado hogar. Pero esta ilusión choca de pleno con la realidad bélica que los envuelve y les impide escapar tanto de la miseria como de la violencia generadas por el enfrentamiento que divide a Italia en un momento puntual de la Segunda Guerra Mundial. En septiembre de 1943 el ejército italiano recibe la orden de dejar de combatir, lo que implica el fin de su participación en la contienda, y para la mayoría de sus miembros la esperanza de retomar las vidas que abandonaron cuando los dirigentes fascistas decidieron aliarse con el gobierno alemán. Pero en ese instante de rendición los soldados alemanes todavía se encuentra en suelo transalpino, aunque en retirada ante el empuje de las fuerzas aliadas que avanzan desde el sur del país, además, y a pesar del desarme oficial, las fuerzas fascistas continúan aferradas a la lucha, de modo que, durante este periplo de desconcierto, el alto en fuego no implica el cese de las hostilidades y sí el aumento de la desorientación generalizada dentro del entorno donde se desarrolla la evolución del grupo de excombatientes que recorre un largo camino plagado de desesperación, muerte, destrucción, carestía e imprevistos, que les golpean sin piedad y que provocan la paulatina concienciación del teniente Innocenzi, quien finalmente toma la decisión de dejar de huir hacia ninguna parte y enfrentarse a la realidad de la que inútilmente ha pretendido escapar.

miércoles, 23 de julio de 2014

Rojos (1981)

Como cualquier otro premio los Oscar no sirven de baremo objetivo para evaluar la calidad intrínseca de las películas que premia, como tampoco la labor realizada por sus responsables; al menos esto es lo que se deduce si uno se atiene a la lista de films galardonados o a la de directores que se alzaron con la estatuilla dorada a lo largo de sus ediciones, en las que se descubren incongruencias como la de otorgar el premio al mejor director a Victor Fleming por Lo que el viento se llevó cuando la película fue dirigida por varios realizadores y supervisados en todo momento por el productor David O. Selznick. También llama la atención que John Ford fuese premiado entre otras por El delator y nunca por sus westerns, muy superiores a esta, o comprobar que en las ediciones celebradas entre 1980 y 1982, Robert Redford, Warren Beatty y Richard Attenborough ganasen el Oscar al mejor director por Gente corriente, Rojos y Gandhi, producciones menos interesantes que las propuestas presentadas por Martin Scorsese y David Lynch, (nominados en 1980 por Toro salvaje y El hombre elefante), Louis Malle (nominado al año siguiente por Atlantic City) o Sidney Lumet (nominado en 1982 por Veredicto final). Pero más chocante resulta comprobar que Charles Chaplin, King Vidor, Fritz Lang, Howard Hawks, Raoul Walsh, Preston SturgesOrson Welles, Alfred Hitchcock, Samuel Fuller, Sam Peckinpah y tantos otros fundamentales en el desarrollo del cine hollywoodiense jamás recibieron el reconocimiento al mejor director; aunque esta larga lista de no ganadores podría verse incrementada si se recuerda a los excelentes cineastas asiduos a producciones de serie B como Jacques Tourneur, Budd BoetticherEdgar G.Ulmer o John Brahm, que jamás fueron tenidos en cuenta, como tampoco lo fueron directores de cinematografías ajenas a Hollywood (Akira Kurosawa, Federico FelliniIngmar Bergman o Luis Buñuel, por nombrar algunos de los más conocidos, tuvieron que conformarse con premios a la mejor película de habla no inglesa), lo que vendría a demostrar que la calidad de una película es ajena a los premios o menciones que se le conceden, algo obvio si, por ejemplo, se contempla que La diligencia es netamente superior a Lo que el viento se llevó, que el cine negro expuesto por Billy Wilder Otto Preminger en PerdiciónLaura se encuentran por encima del dramatismo del que hizo gala Leo McCarey en Siguiendo mi camino, o que la acción y suspense de Hitchcock en Con la muerte en los talones iguala al espectáculo del Ben-Hur realizado por William Wyler. De igual modo que los premios no deben tomarse como referencia a la hora de afirmar o negar la valía de una película, tampoco deberían tenerse en cuenta cuando se evalúa el trabajo de un director, pues queda claro que ni el cine de George Roy Hill, ganador del Oscar por El golpe, ni el de John G.Avildsen, ganador por Rocky, superan al de Nicholas Ray, otro ejemplo de los grandes olvidados que jamás fueron nominados; ni Robert Benton realizó una labor en Kramer contra Kramer superior a la de Francis Ford Coppola en su compleja y arriesgada Apocalypse Now. Un caso similar sería el de Warren Beatty, un actor reconvertido a realizador, que ganó el Oscar al mejor director por Rojos (Reds, 1981), su primera película en solitario, imponiéndose a Louis Malle o a Steven Spielberg en una ceremonia en la que Michael Cimino ni siquiera estuvo nominado por la incomprendida y mutilada La puerta del cielo. Con esto no se pretende desprestigiar ni a las películas citadas ni a sus realizadores, como tampoco a estos u otros premios, solo relativizar su importancia (más mediática y comercial que de cualquier otra índole) y el supuesto prestigio que conceden, y que a menudo no se ajusta a la realidad que ofrece el film en cuestión. En Rojos Warren Beatty ofreció su visión cinematográfica del periodista John Reed (Warren Beatty), a quien se muestra durante sus últimos años desde su relación sentimental con la también periodista Louise Bryant (Diane Keaton) y desde su fe en la ideología marxista. Pero, a pesar del supuesto prestigio del film, este se desarrolla irregular, mezclando una ficción forzada con diversas entrevistas a personajes reales, que Beatty introdujo en diferentes momentos para confrontar opiniones y completar su esbozo de la personalidad del autor de Diez días que conmovieron al mundo. De este modo, durante casi tres horas de metraje, se desarrolla un periodo que abarca desde la presencia de Reed en la revolución mexicana hasta su muerte en suelo soviético. Este tiempo descubre la evolución del escritor como uno de los principales impulsores del comunismo en Estados Unidos, aunque Reed, más que un socialista, sería un idealista ajeno a la verdadera dimensión de la política y a las ideas que rigen el movimiento que defiende. Quizá, hacia el final de su vida, sea consciente de que su lucha poco o nada tiene que ver con la que descubre durante su estancia en la Unión Soviética, pues él, personaje iluso dentro de un mundo pragmático, aboga por la igualdad como medio para erradicar injusticias y abusos de quienes ostentan el control, como demuestra su oposición a la participación de su país en la Gran Guerra, convencido de que solo unos pocos deciden y se benefician, y muchos son quienes mueren en ella. De modo similar, no duda en apoyar los movimientos sindicalistas como herramienta de mejora laboral, pero también se le descubre desde un aspecto más íntimo, aquel que le une a Louise, hacia quien paulatinamente desvía sus intereses y emociones, porque finalmente comprende que ella es lo único verdadero de cuanto le rodea.

martes, 22 de julio de 2014

La gran juerga (1966)

El debut de Bourvil y Louis de Funès como actores cinematográficos se produjo hacia 1945, pero con suertes dispares, ya que si bien el primero no tardó en hacerse un hueco entre los grandes cómicos del cine francés, el segundo desempeñó papeles secundarios hasta que en el último tramo de la década de 1950 alcanzó el protagonismo, y posteriormente el éxito internacional con El gendarme de Saint Tropez (Jean Girault, 1964). Estos dos referentes de la comedia gala coincidieron por primera vez en la pantalla en la excelente La travesía de París (Claude Autant-Lara, 1955), en la que Bourvil interpretó un papel de ingenuo que repetiría en numerosas ocasiones, mientras que de Funès asumió un rol secundario que poco tendría que ver con aquellos personajes cascarrabias que le dieron fama y conquistaron el favor del público. Una década después de compartir escenas en el film de Autan-Lara volvieron a trabajar juntos en El hombre del Cadillac (Gérard Oury,1965), en la que ambos tuvieron papeles protagonistas, repitiendo al año siguiente en La gran juerga (La grande vadrouille, 1966). Además de la presencia de los dos actores, otro de los alicientes de esta comedia ambientada durante la ocupación alemana de Francia residió en contar con un tercer cómico, el británico Terry-Thomas, quien dio vida a uno de los tres miembros de la RAF que al inicio del film sobrevuelan el cielo parisino antes de lanzarse en paracaídas. Gérard Oury, el responsable del film, aprovechó al máximo la presencia de estos imprescindibles de la comedia para dotar a sus personajes de la inocencia e ingenuidad exhibida por Bourvil, de la caricatura del típico gentleman inglés realizada por Thomas y del histrionismo de Louis de Funès, que se observa en toda su dimensión en Stanislas, el director musical al que dio vida y a quien se descubre en la ópera, batuta en mano, antes de su encuentro en los baños turcos con Agustín (Bourvil), que al igual que él oculta a uno de los soldados británicos caídos sobre París. Desde ese instante los dos parisinos se convierten en fugitivos y en héroes a la fuerza en su intento por ayudar a los miembros de la RAF, también perseguidos por los alemanes, lo que genera confusiones, imprevistos y situaciones cómicas que giran en torno a los dos ciudadanos franceses que, en contra de su voluntad, se ven envueltos en una fuga alocada por territorio ocupado mientras dan rienda suelta al enfrentamiento entre sus personalidades y a la amistad que se gesta a medida que avanzan en su recorrido hacia la Francia libre.

Parrish (1961)



El tramo final de la carrera cinematográfica de
Delmer Daves estuvo marcado por una serie de exitosos e irregulares melodramas realizados para la Warner Bros., de los que se hizo cargo como favor a su amigo Jack Warner en una época en la que la citada major no pasaba por su mejor momento económico. La mayoría de estas producciones (En una isla tranquila al sur, Parrish, Susan Slade o Más allá del amor) fueron escritas por el propio Daves y contaron con la presencia delante de las cámaras del actor Troy Donahue, además, se caracterizan por su excesiva sensiblería a la hora de abordar historias románticas que nada tienen que ver con lo mejor de este director y guionista (La senda tenebrosa, El tren de las tres y diezLa ley del talión o El árbol del ahorcado). Pero, a pesar de no poseer la poética visual de sus trabajos más destacados, algunos de estos dramas resultan interesantes e incluso atractivos, como es el caso de Parrish, cuya trama se centra en el aprendizaje del aquel que da nombre a la película a partir de su llegada a la plantación de tabaco donde su madre (Claudette Colbert) ha conseguido un empleo. Este hecho implica su contacto con un medio para él desconocido y propicia su maduración emocional a través de sus relaciones, ya sean aquellas que le enfrentan a los miembros varones de la familia Raike o las que le unen a las mujeres que se suceden en su vida. A pesar de su constante evolución, desde el primer momento ya se observa en Parrish (Troy Donahue) a alguien de principios férreos, trabajador y dispuesto a sacrificarse para lograr entender el proceso del tabaco en el que se inicia de la mano de Sala Post (Dean Jagger), el tabaquero que contrata los servicios de su madre para que le ayude a corregir el comportamiento de su hija, cuya personalidad se caracteriza por el capricho y los prejuicios de quien se considera por encima de los demás. Como consecuencia de su encuentro con Alison Post (Diane McBain), Parrish se distancia de la campesina (Connie Stevens) con quien había mantenido relaciones hasta entonces, pero por mucho que Alison insiste en moldear su carácter, no logra cambiar la filosofía existencial de un muchacho que siente rechazo hacia la injusticia, que él representa en la figura de Judd Raike (Karl Malden), el empresario que domina con mano dura todo el contorno (salvo las contadas y pequeñas propiedades que todavía se mantienen independientes) y que se convierte en su padrastro. El enlace entre su madre y el magnate provoca que Parrish entre a formar parte de la familia Raike, en cuyo seno nunca llega a encontrarse a gusto, excepto en su relación, inicialmente fraternal, con Paige (Sharon Hugheny), una muchacha opuesta a sus dos hermanos, en quienes no se encuentra más valía que la concedida por el dinero paterno; de ahí la decepción del padre y su admiración silenciosa por su hijastro, en quien descubre al hombre que deseaba que fuesen sus vástagos. En su nueva situación, Parrish trabaja a destajo para su padrastro, que le exige una dedicación plena y obsesiva para familiarizarse con cualquier aspecto relacionado con el tabaco, sin embargo, los métodos y el carácter del todopoderoso tabaquero chocan con la manera de entender la vida de un joven que decide iniciar una existencia al margen de la influencia de aquel, en la que pueda confirmar su valía y sus valores.

domingo, 20 de julio de 2014

Sangre en Filipinas (1943)


En contadas ocasiones el cine bélico ha concedido el protagonismo absoluto a personajes femeninos, sin embargo Sangre en Filipinas (So Proudly We Hail, 1943) es una espléndida excepción que está protagonizada por tres actrices de primer orden: Claudette Colbert, Paulette Goddard y Veronica Lake. La película realizada por Mark Sandrich recrea la experiencia vivida por un grupo de enfermeras durante la invasión japonesa de las islas Filipinas en 1942 y, para conferirle mayor veracidad y exactitud, Allan Scott, responsable del guión de esta producción de propaganda bélica rodada durante la contienda, entrevistó a las supervivientes de los hechos reales que, en la pantalla, se presentan a partir de los recuerdos de varias voluntarias del cuerpo de enfermeras de la armada, a quienes se descubre sobre la cubierta del navío que las devuelve a los Estados Unidos tras su dura vivencia en suelo filipino. Desde sus palabras se accede a su estancia en el archipiélago asiático donde se convierten en el centro exclusivo de lo expuesto por Sandrich, un cineasta que 
llevaba el ritmo narrativo y musical en la “sangre”, como demostró, sobre todo, en las películas que protagonizaron Fred Astaire y Ginger Rogers, comedias musicales de gran éxito como La alegre divorciada (The Gay Divorce, 1934), Sombrero de copa (Top Hat, 1934) o Sigamos la flota (Follow the Fleet, 1936). Pero en esta producción Sandrich se desmarcó del género que le dio fama y realizó un destacado retrato de la caída de Filipinas a través de la trágica experiencia vivida por este grupo de mujeres a quienes se ensalza en su entrega y sacrificio.


L
os primeros compases de la película presentan sus personalidades y las relaciones personales que se desarrollan dentro del entorno bélico que las aparta de la rutina y la seguridad que han dejado atrás. Su nueva situación las obliga a asumir responsabilidades que no se habrían planteado cuando se ofrecieron voluntarias, pero también les ofrece la oportunidad para demostrar su valía mientras se producen las relaciones amorosas como la que surge entre el teniente John Summers (George Reeves) y la teniente Janet "Davy" Davidson (Claudette Colbert), a quien en el presente se descubre en un estado de hundimiento psicológico que encuentra su explicación a lo largo del flashback que ocupa la mayor parte del metraje. Los primeros recuerdos trasladan la acción al buque en el que viajan rumbo a Pearl Harbor, poco antes del inesperado bombardeo que provoca entre otras cuestiones el cambio de rumbo y su llegada a Filipinas, donde las tropas japonesas avanzan sembrando el suelo de cadáveres y heridos que reciben las atenciones de unas enfermeras que intentan superar las dificultades profesionales y personales que se presentan mientras las tropas norteamericanas retroceden ante la contundencia del invasor. A parte de mostrar la situación bélica en lugares como Batan o Corregidor, Sangre en Filipinas nunca deja de profundizar en la intimidad de las protagonistas, a quienes se observa desde una perspectiva romántica que sirve para desarrollar los sentimientos de "Davy" o los que se descubren en la teniente Joan O'Doul (Paulette Goddard); pero también aquellos que marcan el comportamiento de la teniente Olivia D'Arcy (Veronica Lake), inicialmente aislada del resto como consecuencia de la trágica experiencia que ha fomentado su odio hacia los japoneses y creado su distanciamiento con el resto de sus compañeras. Lo expuesto por Mark Sandrich cumplió con su fin propagandístico sin perjudicar su intención de dotar de entidad y fortaleza a personajes atípicos dentro de las producciones bélicas de la época, pues estos no son soldados sino mujeres que, desde el coraje que habita en ellas, asumen su lucha diaria dentro de un entorno que las amenaza y las obliga a superar las numerosas trabas externas e internas que las afectan y provocan su maduración.

viernes, 18 de julio de 2014

Escala en Hawaii (1955)


Ni la presencia delante de las cámaras de Henry Fonda (alejado de las pantallas desde Fort Apache), James Cagney (en su última interpretación para el estudio en el que había desarrollado su carrera artística), William Powell (retirado tras finalizar el rodaje), Jack Lemmon (premiado con el Oscar al mejor actor de reparto) o Ward Bond (secundario de lujo en numerosas producciones de John Ford) pudieron evitar el ritmo irregular de esta exitosa adaptación cinematográfica de la obra teatral escrita por Joshua Logan y Thomas Heggen. El resultado final de Escala en Hawaii (Mr.Roberts, 1955) se vio afectado por la dirección de tres realizadores de estilos opuestos como los de John Ford, Mervyn LeRoy y Joshua Logan, este último sin acreditar y, junto a Frank S. Nugent, autor del guion de un proyecto que inicialmente iba a ser filmado en su totalidad por Ford, sin embargo, problemas de salud provocaron que fuese sustituido por LeRoy (responsable de las escenas desarrolladas en el interior del carguero, único escenario de la película). También habría que tener en cuenta, a la hora de hablar del desequilibrio del film, las discrepancias creativas entre el director de Las uvas de la ira y Henry Fonda, a quien Ford impuso como protagonista, en contra de la opinión de los ejecutivos de la Warner, no solo porque hubiese trabajado con él en seis ocasiones sino por haber interpretado al personaje en Broadway. Pero, como consecuencia de sus diferencias y de los cambios en la dirección, el rodaje de Escala en Hawaii estuvo marcado por constantes altibajos que a la postre derivaron en el fin de la amistad entre el realizador de El joven Lincoln y el actor que dio vida tanto al personaje principal de aquella como al teniente Roberts. En este oficial se descubre la imperante necesidad de participar en la contienda de la que se mantiene alejado al formar parte de la retaguardia de la flota del Pacífico, lo cual le aparta de los puntos conflictivos y crea su desidia, la misma que reina sobre la cubierta de la embarcación. Este aburrimiento merma la moral de la tripulación a la que el teniente defiende ante su tiránico capitán (James Cagney), obsesionado con el ascenso que piensa conseguir gracias a la eficacia de su segundo, por eso se enfurece cada vez que aquel escribe una carta de traslado que nunca recibe la respuesta deseada. Mientras tanto, los días transcurren iguales, y a la espera de ver cumplido su anhelo el teniente comparte su tiempo con "Doc" (William Powell) y con Pulver (Jack Lemmon), el alférez que desea imitarle, pero que naufraga en su intento al dejarse intimidar por el miedo que le genera el capitán. Todas las relaciones desarrolladas a lo largo de la película tienen a Roberts como eje, ya sea la paternal que mantiene con la marinería, la que le enfrenta a su superior o la de igualdad que le une al doctor; pero quizá su trato con Pulver sea el que adquiere mayor relevancia al centrarse en el lento proceso de maduración del alférez. Nueve años después del estreno de Escala en Hawaii, el propio Joshua Logan dirigió ¡Valiente marino! (Ersign Pulver, 1964), una secuela en la que Pulver se convierte en el protagonista absoluto, aunque el personaje perdió fuerza cómica y dramática al no ser interpretado por Jack Lemmon.

martes, 15 de julio de 2014

El ídolo de barro (1949)


De la pobreza a la soledad, que se gana a pulso y a golpes, Midge Kelly (Kirk Douglas) no es víctima de mujeres fatales o de los promotores sin escrúpulos que le salen al paso durante su ascenso deportivo y social. Su derrota existencial se debe a la ambición desmedida que le ciega y le impulsa a sacrificar sus relaciones afectivas, y lo hace porque estas le resultan un lastre para alcanzar ese cuadrilátero en el que se le descubre al inicio del film, antes de que 
El ídolo de barro (Champion, 1949) retroceda en el tiempo para mostrar su ascensión y el sueño que lo derrotó. Aparte de ser el primer gran papel protagonista de Kirk Douglas y la primera realización de Mark Robson lejos de las producciones de bajo presupuesto de la RKO, este contundente, oscuro y pesimista retrato de un boxeador, producido por Stanley Kramer y escrito por Carl Foreman, puede considerarse uno de los mejores referentes del subgénero pugilístico realizado en los años cuarenta, como también lo son Campeón sin corona (Alejandro Galindo, 1946) o Nadie puede vencerme (The Sep-Up, Robert Wise, 1949), con las que El ídolo de barro comparte un planteamiento en el que se descubren ambientes sórdidos y la complejidad de un púgil marcado por sus anhelos y frustraciones, de las que él mismo es responsable, como también lo es de su inevitable caída en el abismo tras rechazar a la mujer que le ama, al alejarse del hermano que intenta guiarle o al prescindir del manager (Paul Stewart) que cuida de sus intereses y le aconseja dentro de un ámbito que considera podrido. Pero en una sociedad en la que solo se valora y se admira a los triunfadores, Midge no escucha consejos, solo se deja guiar por el sueño febril de alcanzar la privilegiada posición que le permita saborear el éxito y las comodidades que no asoman en las carreteras por donde inicialmente se le descubre viajando con su hermano Connie (Arthur Kennedy), ni tampoco en la cafetería donde poco después le ofrecen un empleo mal remunerado y la posibilidad de intimar con Emma (Ruth Roman), la joven con quien se ve obligado a contraer matrimonio. Pero Midge no está dispuesto a renunciar al deseo de grandeza que le domina y le impulsa; por él abandona a su esposa inmediatamente después de la celebración de la boda y se traslada a Los Ángeles en compañía de Connie, pues está convencido de que allí le aguarda su oportunidad como boxeador. Sin embargo, su fortaleza física sucumbe ante su fragilidad mental, provocando ese aislamiento del que inicialmente no se percata o no quiere hacerlo, pero que indudablemente marca su conducta y un destino que se inicia y concluye dentro de un cuadrilátero que le aparta de todo y de todos, como si una sombra de soledad envolviese su figura y confirmase su derrota.

viernes, 11 de julio de 2014

El Ceniciento (1952; 1955; 1960)

El cuento de Cenicienta ha sido fuente de numerosas adaptaciones cinematográficas, algunas de las cuales se presentan desde una perspectiva cómica en la que el protagonismo no recae en una joven huérfana sino en un joven que asume un rol similar al de aquella. En este caso se encuentran las comedias dirigidas por Gilberto Martínez Solares, Juan Lladó y Frank Tashlin, que ofrecieron el protagonismo exclusivo a un ceniciento masculino interpretado por humoristas de la talla de Germán Valdés "Tin-Tan", Miguel GilaJerry Lewis, de ahí que estén construidas en torno a la personalidad cómica y humorística de estos actores que dieron vida a tres inocentes que sistemáticamente son rechazados por el medio en el que destacan por su aparente ineptitud, pero sobre todo por mostrarse ajenos a la ambición y a la falsedad que definen a quienes les rodean. Aunque no alcanzó la fama internacional de su compatriota Mario Moreno "Cantinflas", Germán Valdés fue uno de los actores cómicos mexicanos más famosos de su época; en 1952 dio vida a Valentín, un joven pueblerino que se presenta en casa del matrimonio formado por Marcelo (Marcelo Chávez) y Sirenia (Magda Donato), quienes inicialmente le reciben con los brazos abiertos porque en su carta de presentación leen que posee capital y tierras, cuestión que les lleva a pensar que si lo manipulan y agasajan podrán sacarle el dinero suficiente para acabar con sus problemas económicos. Pero resulta que las posesiones de Valentín se reducen a poco más que la vieja ropa que lleva puesta y a unos doscientos pesos, así que, cuando descubren esta realidad, sus antiguos benefactores lo obligan a trabajar día y noche para resarcirse de los gastos que les ha generado. A partir de aquí este ceniciento sufre un trato denigrante que Andrés (Andrés Soler), su padrino, intenta cambiar ofreciéndole una visión de la vida en la que le enseña a beber, a jugar a las cartas o a bailar en locales que nunca antes había pisado, aunque el pensamiento de Valentín se centra en Magdalena (Alicia Caro), la misma joven que Marcelo desea para uno de sus hijos. En El ceniciento (1952) de Martínez Solares destaca la relación entre el huérfano y su padrino, un personaje que en un primer momento rinde homenaje a Días sin huella (Billy Wilder, 1945) y que resulta totalmente distinto a lo que se espera de un hado padrino al uso, ya que su talante picaresco y vividor provoca buena parte de las situaciones cómicas que se desarrollan a lo largo de esta entretenida y adulterada visión de un cuento del que apenas se descubre rastro alguno en la versión española que tres años después realizó Juan Lladó.
Miguel Gila y el propio Lladó se encargaron de escribir el guión de la historia de un ayudante de camarero, de pocas luces, famélico y minusvalorado tanto por sus compañeros como por los clientes, que sin piedad se mofan de él. Pero la inocencia de Felipe (Miguel Gila) le impide percatarse de que es el centro de las burlas de los jóvenes que acompañan a Clara (María Martín), la mujer de quien se enamora y con quien sueña casarse; aunque comprende que la muchacha en cuestión se encuentra fuera del alcance de sus posibles económicos. Para superar dicho obstáculo solicita la ayuda de uno de los asiduos del local donde trabaja, quien a regañadientes le cubre el boleto de una quiniela tan imposible que resulta premiada. Como consecuencia del premio se inicia una segunda parte en la que la presencia de Ricardo (Armando Moreno), el novio de Clara, cobra mayor protagonismo al intentar aprovecharse de la inocencia y de los sentimientos del nuevo rico para hacerse con su fortuna. Las dos partes en las que se divide El ceniciento rodado por Lladó se encuentran delimitadas por ese premio millonario, aunque ambas se caracterizan por el supuesto humor que destila el personaje encarnado por Miguel Guila, mejor humorista en espectáculos en directo que protagonista o secundario en comedias cinematográficas.
Años después, en el seno de la ParamountFrank Tashlin dirigió una nueva versión del cuento, de las tres la más fiel al relato al decantarse por un ceniciento presto y solícito a la hora de cumplir los deseos de su ambiciosa madrastra (Judith Anderson) y de sus dos insoportables retoños, que han heredado de la madre la capacidad para denigrar al joven huérfano. A pesar de tratarse de una comedia irregular, El ceniciento (Cinderfella, 1960) posee momentos ingeniosos que siempre giran en torno al personaje interpretado por Jerry Lewis, a quien se observa sometido al control de esa implacable madrastra que domina el entorno por el que se mueve el film. Como sucede en otras películas de Tashlin la imagen juega un papel fundamental en la confrontación entre el protagonista, que se muestra tal cual es, y quienes le rodean. Este ceniciento nunca se queja de su situación, tampoco pretende que su cargante hado padrino (Ed Wynn) le proporcione la oportunidad de acudir al baile organizado por su madrastra con el fin de conseguir que Rupert (Robert Hutton), uno de sus hijos, logre casarse con la Princesa Encantada (Anna Maria Alberghetti). Pero en ese mismo baile el ceniciento acapara la atención de la joven, que sucumbe ante el desparpajo y la sinceridad de alguien que no puede ni quiere engañarla, aunque en ese instante mágico vista y se comporte de manera inusual, en un desdoblamiento de la personalidad característico en posteriores producciones de Lewis como realizador.

miércoles, 9 de julio de 2014

El hombre leopardo (1943)


Cuando Val Lewton y Jacques Tourneur coincidieron durante el rodaje de Historia de dos ciudades (Jack Conway, 1935) ninguno de los dos habría considerado la posibilidad de que en un futuro no muy lejano se asociarían para realizar tres películas de terror que cambiarían el género. Esta colaboración, marcada por contar con escasos medios materiales, se caracterizó entre otras cuestiones por el empleo de las luces y las sombras para sugerir en lugar de mostrar; pero, debido a su éxito, los directivos de la RKO optaron por aprovechar el talento de ambos por separado. Como consecuencia de dicha decisión, Lewton continuó produciendo (y en ocasiones escribiendo) varias películas más para la mítica productora, que fueron realizadas por Robert Wise y Mark Robson, mientras que Tourneur prosiguió con su personal carrera de realizador haciendo suyas las imposiciones de los estudios para los que trabajó (material ajeno, reparto, presupuesto o tiempo de rodaje), lo cual le permitió desarrollar el estilo propio, instintivo y sugerente que ya se descubre en La mujer pantera (Cat People, 1941), Yo anduve con un zombie (I Walked with a Zombie, 1942) o El hombre leopardo, (The Leopard Man, 1943),  la menos lírica de las tres, aunque no por ello exenta de la poética que predomina en el conjunto. Una buena muestra del estilo visual iniciado por Tourneur y Lewton se observa en la escena de la muerte de Teresa (Margaret Landry), una excelente secuencia en la que la joven recorre un espacio oscuro y amenazador que delata el peligro que se confirma ante la puerta de su casa. A pesar de presentar una perspectiva similar a sus anteriores trabajos, en El hombre leopardo el terror sugerido pierde presencia tras esta escena en favor del misterio que surge a raíz del ataque que se atribuye a una pantera doméstica que minutos antes se había escapado del local donde Jerry Manning (Dennis O'Keefe) y Kiki Walker (Jean Brooks) pretendían utilizarla como reclamo publicitario. Desde ese instante la intriga se apodera de la película sin afectar por ello al estilo característico de las producciones del dúo para la RKO, siendo constante el deambular de la cámara por ambientes sombríos y enrarecidos, lo que provoca la sensación de encontrarse en la frontera entre lo real y lo fantástico. Sin embargo, escépticos como Jerry, marcado por el sentimiento de culpabilidad que silencia mediante una máscara de cinismo, se decantan por una explicación racional de los hechos, convencido de quien comete los posteriores asesinatos no es el felino sino un hombre que ha perdido su cordura, pues la aparición de una segunda víctima le confirma que las hipótesis que circulan por el pueblo no son válidas, ya que la muerte de Consuelo (Tula Parma) en el cementerio, otra soberbia escena de lo sugerido, no cuadra con la reacción de un animal cuya naturaleza lo obligaría a mantenerse alejado de la población y buscar refugio en el campo, y no a atacar de forma selectiva a mujeres indefensas en lugares solitarios y sombríos.

domingo, 6 de julio de 2014

Un espíritu burlón (1945)


Las primeras realizaciones de David Lean estuvieron ligadas al dramaturgo Noël Coward, autor de las obras de teatro en las que se basan tres de sus cuatro colaboraciones, en las que Coward también ejerció de productor, así como codirigió y protagonizó Sangre, sudor y lágrimas, la primera película de una asociación en la que también participaron 
Anthony Havelock-Allan y Ronald Neame, con quienes poco después el responsable de Lawrence de Arabia fundaría la productora independiente Cineguild, en la que realizó entre otras Breve encuentro, también basada en una obra de Coward, y las dickensianas Cadenas rotas y Oliver Twist. Este cuarteto se encargó de adaptar la exitosa pieza teatral que dio pie a Un espíritu burlón (Blithe Spirit, 1945), la primera de las dos comedias dirigidas por Lean, más conocido por sus dramas intimistas o por sus grandes superproducciones. Sin embargo, y al igual que El déspota, Un espíritu burlón destaca por su tono irónico, pero también por su elegante puesta en escena, centrada en el triángulo amoroso formado por Charles Condomine (Rex Harrison), Ruth Condomine (Constance Cummings) y un fantasma que resulta ser la difunta esposa del primero. La materialización del espectro de Elvira (Kay Hammond), que regresa del más allá para recuperar a su escéptico marido, en ese feliz momento casado con Ruth, provoca los celos y el malestar de esta última, aunque no de Charles, a quien, en un primer momento, se le observa satisfecho de tener a las dos mujeres entre las paredes que delimitan su hogar (prácticamente el único escenario del film). No obstante, ni Ruth ni Elvira muestran la menor intención de compartirlo, como corroboran las palabras de la primera y los planes un tanto mortales por parte de la segunda, que en su presente espectral pretende asesinar a su marido para poder disfrutar de él durante toda la eternidad. Ante tal circunstancia, Charles cambia de opinión al respecto de compartir su existencia con dos amores que le traen de cabeza, de modo que decide devolver al limbo a su primera esposa y para ello solicita la intervención de Madame Arcati (Margaret Rutherford), el personaje más delirante del film, pero sin éxito ya que un accidente le convierte en viudo por segunda vez y en pareja de dos problemáticas difuntas. A pesar de su aparente tono fantástico, este solo funciona como escusa para poner en marcha las situaciones cómicas de un film que Lean asumió después de que Coward lo convenciese de que podría hacer una brillante adaptación de su obra —que guarda un parecido razonable con Un marido de ida y vuelta, la pieza teatral que Jardiel Poncela envió al prestigioso autor británico para que le diese su opinión—, sin embargo, Un espíritu burlón no se encuentra entre lo mejor de un cineasta que parecía sentirse más cómodo dentro del terreno dramático o en producciones que le permitiesen rodar en exteriores, como fueron los casos de los largometrajes que filmaría a partir de 1957, sin duda sus películas más conocidas entre el público.

viernes, 4 de julio de 2014

Dies irae (1943)


Trece años después de realizar Vampyr, su primer largometraje sonoro, Carl Theodor Dreyer logró la financiación necesaria para regresar a la dirección con un drama basado en la obra teatral de Hans Wiers-Jenssen, quien a su vez se había inspirado en hechos reales acontecidos en una aldea danesa durante el siglo XVI, y que Dreyer trasladaría a la segunda década del siguiente. Con Dies irae (Vredens Dag, 1943) el cineasta danés inició la última etapa en su obra fílmica, que presenta un estilo característico que también se descubre en posteriores producciones como OrdetGertrud, en las que tanto las mujeres protagonistas como las imágenes, dominadas por un enfrentamiento entre los claros y las sombras, se convierten en los catalizadores emotivos de lo que se cuenta. Dies Irae se abre con la lectura del canto al que hace referencia el título para crear la atmósfera opresiva que envuelve un entorno rural marcado por la desconfianza y la intolerancia de la comunidad luterana que señala y condena a quienes se apartan de la austeridad dominante. Como consecuencia de la religiosidad intransigente existen acusaciones de brujería, aunque estas no tienen más base que aquella que surge de sospechas irracionales que intentan demostrarse mediante la aplicación de las torturas físicas a las que son sometidos aquellos que, como Martha (Anna Svierkier), la aldeana a la que queman hacia la mitad de la película, son inculpados de mantener tratos con el diablo. El empleo de los métodos violentos no enturbian las conciencias de los seres sombríos que los aplican, pues asumen que estos están dictados por la fe, malinterpretada por la ignorancia y por el constante rechazo a los pequeños destellos de luminosidad como el que se descubre en Anne (Lisbeth Movin) cuando se enamora de Martin (Lerdorff Rye). Desde el primer momento, Anne se erige en el eje del film, desde ella se muestra la interioridad de alguien que se consume desde niña, instante en el que fue obligada a contraer matrimonio con Absalon Peterssen (Thorkild Roose), un eclesiástico que la triplica en edad y que resulta ser el padre del hombre a quien entrega su amor. Tras años de sufrimiento silencioso, la joven recupera la esperanza de encontrar la felicidad al aferrarse al sentimiento que brota de la presencia de Martin, a quien se observa consumido por el remordimiento de mantener una relación amorosa que le atormenta. Dentro de este panorama opresivo, Anne asume un pensamiento más allá del fanatismo religioso que se observa en el resto de personajes, lo que le permite ese destello de luz que rompe su gris monotonía, incluso cuando comprende la imposibilidad de que su amor triunfe dentro de un espacio donde quienes, como ella, pretenden cambiar sus existencias son condenados por la intolerancia y la represión de aquellos que visten trajes oscuros acordes con sus rostros apagados y su invariable tono de voz, pues en ellos no se encuentra más emoción que el fanatismo latente que anida en personajes como Absalon, su madre (Sigrid Neiiendam) e incluso en Martin, quien finalmente se aleja de Anne al considerar que lo ha seducido empleando artes oscuras.

martes, 1 de julio de 2014

El sargento de hierro (1986)


Sin contarse entre lo mejor de la filmografía de
 Clint EastwoodEl sargento de hierro (Heartbreak Ridge, 1986) si es la película en la que mejor retuerce narices y esto no desentona dentro de su evolución como cineasta, pues en ella se descubre una nueva variante de un personaje expeditivo, perdedor e inadaptado que no esconde sus limitaciones, más aún, las convierte en su modo de vida. La presentación del sargento Tom Highway (Clint Eastwood) en el interior de la celda donde se le observa comentando anécdotas de su estancia en Vietnam, para poco después mostrar su contundencia (heredada de Harry Callahan) ante la amenaza de uno de los reos, certifica que se trata de alguien ajeno a las normas, de métodos expeditivos y orgulloso de sus vivencias, aunque en estas predominen los fracasos y las decepciones. Sin embargo, la cercanía de su jubilación, fecha que se aproxima veloz, genera en él la duda existencial de qué pasará cuando le obliguen a abandonar la institución a la que ha dedicado su vida. Quizás, como consecuencia de la experiencia adquirida durante décadas, tanto en el campo de batalla como en las bases militares que han sido su hogar, Highway haya comprendido que los reglamentos no siempre se adaptan a las necesidades bélicas que conoce de primera mano, no en vano es un veterano que participó en dos guerras que su país no logró vencer. Puesto en libertad, le comunican su nuevo destino, aunque para él se trata de su última oportunidad para enmendar fracasos personales y profesionales; de tal manera que, pretendiendo equilibrar ambas, se acerca a la vida civil, retoma el contacto con su ex (Marsha Mason), al tiempo que apura los últimos suspiros de la militar, ofrece sus conocimientos a los jóvenes reclutas con quienes inicialmente se produce un choque de personalidades e intereses. Como sucede en otras películas de Eastwood, en El sargento de hierro se produce un enfrentamiento-acercamiento entre la experiencia e individualismo representados por el veterano antihéroe, consciente de serlo, y la inexperiencia que se observa en los jóvenes reclutas. Desde esta perspectiva el actor-director empleó el carácter y los conocimientos de Highway como herramientas que posibilitan el aprendizaje del pelotón de soldados a sus órdenes, pero su personalidad y sus métodos de enseñanza rompen con lo establecido por el mando (practica con fuego real en emboscadas que toman por sorpresa al pelotón), lo que provoca desavenencias con el mayor Powers (Everett McGill), a quien no duda en plantar cara porque su honestidad y una ligera decepción le impide callar los errores cometidos por este oficial obcecado en seguir el reglamento (no tiene en cuenta que este debe ser flexible según las situaciones e imprevistos que se presentan durante el combate); y en este punto se percibe cierto tono antimilitarista que posiblemente no fuese la intención inicial del responsable de Un mundo perfecto (A Perfect Wolrd, 1993).