Como cualquier otro premio los Oscar no sirven de baremo objetivo para evaluar la calidad intrínseca de las películas que premia, como tampoco la labor realizada por sus responsables; al menos esto es lo que se deduce si uno se atiene a la lista de films galardonados o a la de directores que se alzaron con la estatuilla dorada a lo largo de sus ediciones, en las que se descubren incongruencias como la de otorgar el premio al mejor director a Victor Fleming por Lo que el viento se llevó cuando la película fue dirigida por varios realizadores y supervisados en todo momento por el productor David O. Selznick. También llama la atención que John Ford fuese premiado entre otras por El delator y nunca por sus westerns, muy superiores a esta, o comprobar que en las ediciones celebradas entre 1980 y 1982, Robert Redford, Warren Beatty y Richard Attenborough ganasen el Oscar al mejor director por Gente corriente, Rojos y Gandhi, producciones menos interesantes que las propuestas presentadas por Martin Scorsese y David Lynch, (nominados en 1980 por Toro salvaje y El hombre elefante), Louis Malle (nominado al año siguiente por Atlantic City) o Sidney Lumet (nominado en 1982 por Veredicto final). Pero más chocante resulta comprobar que Charles Chaplin, King Vidor, Fritz Lang, Howard Hawks, Raoul Walsh, Preston Sturges, Orson Welles, Alfred Hitchcock, Samuel Fuller, Sam Peckinpah y tantos otros fundamentales en el desarrollo del cine hollywoodiense jamás recibieron el reconocimiento al mejor director; aunque esta larga lista de no ganadores podría verse incrementada si se recuerda a los excelentes cineastas asiduos a producciones de serie B como Jacques Tourneur, Budd Boetticher, Edgar G.Ulmer o John Brahm, que jamás fueron tenidos en cuenta, como tampoco lo fueron directores de cinematografías ajenas a Hollywood (Akira Kurosawa, Federico Fellini, Ingmar Bergman o Luis Buñuel, por nombrar algunos de los más conocidos, tuvieron que conformarse con premios a la mejor película de habla no inglesa), lo que vendría a demostrar que la calidad de una película es ajena a los premios o menciones que se le conceden, algo obvio si, por ejemplo, se contempla que La diligencia es netamente superior a Lo que el viento se llevó, que el cine negro expuesto por Billy Wilder y Otto Preminger en Perdición y Laura se encuentran por encima del dramatismo del que hizo gala Leo McCarey en Siguiendo mi camino, o que la acción y suspense de Hitchcock en Con la muerte en los talones iguala al espectáculo del Ben-Hur realizado por William Wyler. De igual modo que los premios no deben tomarse como referencia a la hora de afirmar o negar la valía de una película, tampoco deberían tenerse en cuenta cuando se evalúa el trabajo de un director, pues queda claro que ni el cine de George Roy Hill, ganador del Oscar por El golpe, ni el de John G.Avildsen, ganador por Rocky, superan al de Nicholas Ray, otro ejemplo de los grandes olvidados que jamás fueron nominados; ni Robert Benton realizó una labor en Kramer contra Kramer superior a la de Francis Ford Coppola en su compleja y arriesgada Apocalypse Now. Un caso similar sería el de Warren Beatty, un actor reconvertido a realizador, que ganó el Oscar al mejor director por Rojos (Reds, 1981), su primera película en solitario, imponiéndose a Louis Malle o a Steven Spielberg en una ceremonia en la que Michael Cimino ni siquiera estuvo nominado por la incomprendida y mutilada La puerta del cielo. Con esto no se pretende desprestigiar ni a las películas citadas ni a sus realizadores, como tampoco a estos u otros premios, solo relativizar su importancia (más mediática y comercial que de cualquier otra índole) y el supuesto prestigio que conceden, y que a menudo no se ajusta a la realidad que ofrece el film en cuestión. En Rojos Warren Beatty ofreció su visión cinematográfica del periodista John Reed (Warren Beatty), a quien se muestra durante sus últimos años desde su relación sentimental con la también periodista Louise Bryant (Diane Keaton) y desde su fe en la ideología marxista. Pero, a pesar del supuesto prestigio del film, este se desarrolla irregular, mezclando una ficción forzada con diversas entrevistas a personajes reales, que Beatty introdujo en diferentes momentos para confrontar opiniones y completar su esbozo de la personalidad del autor de Diez días que conmovieron al mundo. De este modo, durante casi tres horas de metraje, se desarrolla un periodo que abarca desde la presencia de Reed en la revolución mexicana hasta su muerte en suelo soviético. Este tiempo descubre la evolución del escritor como uno de los principales impulsores del comunismo en Estados Unidos, aunque Reed, más que un socialista, sería un idealista ajeno a la verdadera dimensión de la política y a las ideas que rigen el movimiento que defiende. Quizá, hacia el final de su vida, sea consciente de que su lucha poco o nada tiene que ver con la que descubre durante su estancia en la Unión Soviética, pues él, personaje iluso dentro de un mundo pragmático, aboga por la igualdad como medio para erradicar injusticias y abusos de quienes ostentan el control, como demuestra su oposición a la participación de su país en la Gran Guerra, convencido de que solo unos pocos deciden y se benefician, y muchos son quienes mueren en ella. De modo similar, no duda en apoyar los movimientos sindicalistas como herramienta de mejora laboral, pero también se le descubre desde un aspecto más íntimo, aquel que le une a Louise, hacia quien paulatinamente desvía sus intereses y emociones, porque finalmente comprende que ella es lo único verdadero de cuanto le rodea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario