martes, 31 de enero de 2023

Parásitos (2019)



La primera parte de Parásitos (Gisaengchung, Bong Joon-ho, 2019) se desarrolla cual comedia picaresca en la que el engaño se erige en seña de identidad de la familia protagonista, cuya ética desaparece sustituida por la mentira y por la amoralidad a la que su supervivencia les empuja —la moralidad quizá sea algo así como un privilegio de quienes no sufren el peso de miserias que asfixian y obligan a sobrevivir, a la espera de poder vivir—. Actúan sin escrúpulos para salir del hoyo e iniciar su desesperada conquista del paraíso, la ilusión de bienestar que acarician instantes antes de su recaída en el fango y de la que disfruta la minoría económicamente privilegiada a la que sueñan pertenecer: la representada por el matrimonio que les contrata como miembros de su servicio doméstico. Ya en la primera sociedad o civilización hubo servidores y servidos, siervos y amos; y en esencia, esto no ha cambiado. El tema que plantea Bong Joon-ho no es, por tanto, novedoso, pero sí prolongado en el tiempo, incluso él mismo lo abordó en Snowpiercer (2013). Tampoco importa, pues, sin ser novedad, siempre es actual. La “lucha de clases” es una constante histórica, sobre todo desde el fin de la Edad Media.


Las diferencias socioeconómicas existen (y existían) igual que existen desamparados y desprotegidos. Esto es común a los distintos sistemas históricos, igual que el conceder prioridad a la economía. Es su base. A partir de ahí, se construye y destruye pero sin llegar a un equilibrio social que quizá no se desee alcanzar o no se pueda lograr. El dinero, el poder y los recursos son ejes de cualquier sociedad, y su falta y su abundancia marcan los comportamientos de sus miembros. En Parásitos, la solvencia económica permite al joven matrimonio que contrata a los cuatros Ki, sin saber que son familia, ser amables con sus empleados, incluso cercanos, aunque, en su realidad, vivan a años luz. Para ellos, los asistentes son objetos de usar y tirar, cuando ya no les conviene o su presencia les disgusta. Podría decirse que los toleran, porque los necesitan, y los desprecian, porque desprecian lo que significan para ellos y que el film apunta en el “olor a pobreza” de Ki Taek (Song Kang-ho), del que Dong Ik (Lee Sun-kyun) habla a Yeon Kyo (Cho Yeo-jeong), sin que ninguno de los dos lo comprenda —no han vivido la pobreza, la carestía, la miseria—, como se descubre hacia el final, cuando la película oscurece su tono. Solo la locura y las situaciones de extrema necesidad precipitan acciones impensables para quienes no las padecen. Y los cuatro Ki ni están locos ni son criminales; son desesperados y actúan en consecuencia de su desesperación… aunque lo único que pueden hacer es soñar antes de que el sueño se transforme en la pesadilla que se inicia la noche durante la que festejan su buena fortuna en el salón de la lujosa propiedad que sienten como suya. A partir de ahí, la situación se tuerce para ellos, también para el resto de personajes con quienes, aun sin saberlo, comparten espacio donde no se da la simbiosis, que podría favorecer a todos, sino el parasitismo por privilegio o por falta de recursos. Finalmente, locura, lucha, derramamiento de sangre y calma. La ilusión, quizá espejismo imposible, y el pesimismo se imponen. Es curioso que el plan final de Ki Woo (Choi Woo-sik), el único que él considera válido para acceder a la felicidad, sea hacerse rico; pero se trata de un sueño, más que una opción real.

lunes, 30 de enero de 2023

A contenda dos labradores de Caldelas


Dende que souben que o Centro Dramático Galego e a Companhia de Teatro de Braga ían por en escena en Santiago de Compostela “A contenda dos labradores de Caldelas ou Entremés famoso sobre a pesca do río Miño”, sentín curiosidade e ganas de vela. Onte, puiden gozar a posta en escena dirixida por Fran Núñez. Fíxeno por partida dobre. Non é que a vise dúas veces, senón que descubrín unha obra orixinal que falábame actual do hoxe, de varios “onte” e de posibles “mañás” humanos ao tempo que levaba a escena a “obriña” de Gabriel Feixóo de Araúxo. Por que representala, se pasaron máis de 350 anos dende entón? Por que a representaron fai xa medio século Manuel Lourenzo e José Estruch? Por que a escribiu Feixóo de Araúxo? E como adaptala ao mundo actual? Onte, obtiven as miñas respostas e, sobre todo, gocei dunha peza teatral que me entretivo de principio a fin…

“A contenda dos labregos de Caldelas ou Entremés famoso sobre da pesca do río Miño”, de Gabriel Feixóo de Araúxo (1)


<<A única mostra de literatura dramática que temos neste periodo data de finais do século XVII. Trátase dunha obriña en verso, artellada en nove escenas. Foi escrita en 1691 (2) por un tal Gabriel Feixóo de Araúxo e glosa as disputas que tiveron lugar entre os labregos dunha pequena comunidade galega e os seus veciños portugueses da outra banda do Miño, a causa da actividade pesqueira no mesmo. De aí o título da peza, composta en 423 versos: “Entremés famoso sobre da pesca do río Miño”. Como ocorreu con outros xéneros literarios, seguramente a existencia desta obriña autorizanos a pensar nunha certa actividade teatral, por rudimentaria que esta fose, en lingua galega, xa que sería imposible que se conservase xusto a única peza que se escribiu.>> (3)


A Idade Moderna en Galicia foi escura, pero esa escuridade non foi total. Proba diso, da existenza de algún raio de luz anterior ao Rexurdimento, é esta peza teatral que, tamén coñecida polo título “A contenda dos labregos de Caldelas”, considérase fundacional da dramaturxia galega. Na nosa época, o Centro Dramático Galego e a Companhia de Teatro de Braga estrearon (4) esta versión na 44ª edición do Festival Internacional de Teatro de Almagro (2 e 3 de xulio de 2021), onde foi recibida con entusiasmo. Tamén en 2021, representouse no lugar dos feitos e, entre o 26 de xaneiro e o 4 de febreiro de 2023, pódese ver no “Salón Teatro”, en Santiago de Compostela. Non sei que fará o público compostelán, pero eu non deixaría pasar a oportunidade de viaxar ao pasado e ao presente en compaña ou a soas e descubrir que aconteceu entre os veciños da localidade portuguesa de Lapela e da galega Caldelas, nas beiras do Miño.


(1) Dramaturxia de Javier Alonso de Castilla e dirección de Fran Núñez.


(2) Anxo Tarrio sinala 1691 como o ano da escritura do texto, pero é probable que sexa un erro. Outras fontes, por exemplo Fermín Bouza-Brey, que foi quen deu a coñecer a peza en 1953, sinala 1671 como a data da obra do tal Feixóo de Arauxo, de quen pouco máis sábese que ser o autor do “Entremés famoso sobre da pesca do río Miño”.


(3) Anxo Tarrio Varela: “Literatura Galega. Aportacións a unha historia crítica”. Edicións Xerais de Galicia, Vigo, 1994.


(4) En 2023, cúmprensen cincuenta anos da súa primeira posta en escea, levada a cabo polo Teatro Circo.


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Desde que supe que el Centro Dramático Galego y la Companhia de Teatro de Braga iban a poner en escena en Santiago de Compostela “A contenda dos labradores de Caldelas ou Entremés famoso sobre a pesca do río Miño”, sentí curiosidad y ganas de verla. Ayer, pude disfrutar la puesta en escena dirigida por Fran Núñez. Lo hice por partida doble. No es que la viese dos veces, sino que descubrí una obra original que me hablaba actual del hoy, de varios “ayer” y de posibles “mañanas” humanos al tiempo que llevaba a escena la “orbita” de Gabriel Feixóo de Araúxo. ¿Por qué representarla, si pasaron más de 350 años desde entonces? ¿Por qué la representaron hace ya medio siglo Manuel Lourenzo y José Estruch? ¿Por qué la escribió Feixóo de Araúxo? ¿Y cómo adaptarla al mundo actual? Ayer, obtuve mis respuestas y, sobre todo, disfruté de una pieza teatral que me entretuvo de principio a fin…



“A contenda dos labregos de Caldelas ou Entremés famoso sobre da pesca do río Miño”, de Gabriel Feixóo de Araúxo (1)


<<La única muestra de literatura dramática que tenemos en este periodo data de finales del siglo XVII. Se trata de una obrita en verso, estructurada en nueve escenas. Fue escrita en 1691 (2) por un tal Gabriel Feixóo de Araúxo y glosa las disputas que tuvieron lugar entre los labriegos de una pequeña comunidad gallega y sus vecinos portugueses de la otra banda del Miño, a causa de la actividad pesquera en el mismo. De ahí el título de la pieza, compuesta en 423 versos: “Entremés famoso sobre da pesca do río Miño”. Como sucedió con otros géneros literarios, seguramente la existencia de esta obrita nos autoriza a pensar en una cierta actividad teatral, por rudimentaria que esta fuese, en lengua gallega, ya que sería imposible que se conservase justo la única pieza que se escribió.>> (3)


La Edad Moderna en Galicia fue oscura, pero esa oscuridad no fue total. Prueba de eso, de la existencia de algún rayo de luz anterior al Rexurdimento, es esta pieza teatral que, también conocida por el título “A contenda dos labregos de Caldelas”, se considera fundacional de la dramaturgia gallega. En nuestra época, el Centro Dramático Galego y la Companhia de Teatro de Braga estrenaron (4) esta versión en la 44ª edición del Festival Internacional de Teatro de Almagro (2 y 3 de julio de 2021), donde fue recibida con entusiasmo. También en 2021, se representó en el lugar de los hechos e, entre el 26 de enero y el 4 de febrero de 2023, se puede ver en el “Salón Teatro”, en Santiago de Compostela. No sé qué hará el público compostelano, pero yo no dejaría pasar la oportunidad de viajar al pasado y al presente en compañía o a solas y descubrir qué sucedió entre los vecinos de la localidad portuguesa de Lapela e de la gallega Caldelas, en las orillas del Miño.


(1) Dramaturgia de Javier Alonso de Castilla y dirección de Fran Núñez.


(2) Anxo Tarrio señala 1691 como el año de la escritura del texto, pero es probable que sea un error. Otras fuentes, por ejemplo Fermín Bouza-Brey, que fue quien dio a conocer la pieza en 1953, señalan 1671 como la fecha de la obra del tal Feixóo de Arauxo, de quien poco más se sabe que ser el autor del “Entremés famoso sobre da pesca do río Miño”.


(3) Anxo Tarrio Varela: “Literatura Galega. Aportacións a unha historia crítica”. Edicións Xerais de Galicia, Vigo, 1994.


(4) En 2023, se cumplen cincuenta años de su primera puesta en escena, llevada a cabo por el Teatro Circo.

Esta semana (do 1 ao 5 de febreiro), no Salón Teatro, poderase ver o mércores e o domingo ás 18.00 horas; xoves, venres e sábado ás 20.00 horas.

domingo, 29 de enero de 2023

Hasta que volvamos a encontrarnos (1950)


Los hechos son el cómo son las cosas; las causas, el porqué son así y no de otro modo; y las posibilidades especulan el cómo podrían o pudieron ser. El hecho que aquí me interesa señalar es que Hasta que volvamos a encontrarnos (Mata au hi made, 1950) fue elegido por la revista Kinema Junpo como mejor film del año. También fue seleccionada para representar a Japón en Cannes, pero, por alguna causa ajena a su calidad —se dijo que por carecer de presupuesto para los subtítulos en francés, algo que no me cuadra—, finalmente no participó en el certamen. Tampoco lo hizo en la “muestra” de Venecia, donde los japoneses tenían pensado proyectarla, al considerarla una película accesible al público occidental. Los italianos tenían otra película en mente e insistieron en que enviasen Rashomon (Akira Kurosawa, 1950), que acabó ganando el León de Oro y meses después, en Hollywood, el Oscar a la mejor película extranjera. ¿Qué habría sucedido de haber sido presentado a concurso el film de Imai? La respuesta a la pregunta es innecesaria, pero me tienta: Imai pudo haber triunfado en el festival y convertirse en un cineasta tan popular en occidente como su contemporáneo Kurosawa. Pero lo cierto son los hechos: Imai fue un cineasta comprometido y de gran talento y la exhibición de Rashomon en Venecia supuso el inicio del esplendor internacional del cine japonés y el reconocimiento de Kurosawa fuera de Japón. Sin duda, el responsable de Ran (1985) es uno de los grandes cineastas de la historia y, al igual que los italianos, también prefiero su película, mas mi preferencia no resta calidad ni interés al film de Imai. Hasta que volvamos a encontrarnos, entre otras cuestiones, habla con voz delicada sobre amar y soñar felicidad y, a la vez, expresa con contundencia su denuncia a la guerra y los fanatismos, por ejemplo los disfrazados de patriotismo. Imai sabe cuando ser sensible, en los momentos de intimidad durante los cuales la pareja protagonista sueña, también lo es en la espera, en la soledad. Por otro lado, sin necesidad de mostrar escenas bélicas, salvo la amenaza de los bombardeos, es directo, preciso en su denuncia, y no duda en señalar el belicismo que llevó a Japón y al resto del mundo a un periodo de destrucción nunca visto, sentido ni sufrido con anterioridad.


Con la Segunda Guerra Mundial todavía en la memoria y en la cotidianidad, en la presencia estadounidense en las islas, los efectos psicológicos y físicos de las bombas atómicas y la proximidad de un nuevo conflicto (Corea 1950-1953), Imai realizó este alegato pacifista protagonizado por Tajima Saburo (Eiji Okada), el joven estudiante a quien escuchamos sus pensamientos y a quien observamos durante la analepsis que engloba Hasta que volvamos a encontrarnos. Durante dicho recuerdo, que se produce el día que le comunican su partida para el frente, vamos conociendo sus relaciones personales, con su familia, con sus tres amigos estudiantes y con Keiko (Yoshiko Kuga), la dibujanta que conoce en un refugio durante un bombardeo aéreo. Desde entonces, piensa en ella; recuerda el cruce de miradas, el contacto de sus manos, su cercanía. Vuelven a encontrarse una segunda vez. De nuevo el cruce de miradas y el silencio que se rompe en el tercer encuentro, cuando ambos ya están enamorados o sienten la necesidad del amor, sin saber si habrá un mañana para amar. Aparte de la historia de amor, en la que juntos sueñan la felicidad, Imai se fija en la distancia que separa a Saburo y Jiro, dos hermanos que asumen posturas antagónicas, uno pacifista y el otro militar. Condicionada por las instituciones y la jerarquía, la de Jiro habla de patria y de la pacificación tras la guerra, la paz que impondrá el vencedor; la otra, la de Saburo, más que pacifista, vendría a ser defensor de <<la felicidad de un hombre no debe conducir a la desgracia de otro>>, expresión que toma del filósofo italiano Benedetto Croce y que también podría aplicarse a las naciones, a las mayorías y a las minorías.



sábado, 28 de enero de 2023

Los tres entierros de Melquíades Estrada (2005)


Texas y el western mantienen una relación cinematográfica envidiable en películas que transitan el espacio texano, reconocible en la pantalla, donde tantos cineastas han desarrollado las características formales del género. De hecho, salvo míticas excepciones naturales como el Monument Valley (Utah-Arizona), al que fue asiduo el western de John Ford, se suele considerar el texano el espacio recurrente del género, aunque a veces no sea la auténtica Texas la que asome en la pantalla —no sin razón, King Vidor decía que en el cine “un árbol es un árbol”—, incluso fuera de la coordenadas temporales habituales (siglo XIX), que ya no lo limitan. No fue el primero, ni el último, pero Tommy Lee Jones también transgrede el marco temporal clásico y ubica la acción de su segundo debut en la dirección de largometrajes —diez años antes había dirigido para televisión Viejos muchachos (The Good Old Boys, 1995)— a inicios del siglo XXI. De ese modo, viste Los tres entierros de Melquíades Estrada (The Three Burials of Melquiades Estrada, 2005) de western fronterizo contemporáneo y se adentra en dos espacios —a uno y otro lado de la frontera— para transitar por la emigración, el racismo, el aislamiento, la desolación, la penitencia y la redención que se combinan con las distancias que dominan las relaciones personales de sus personajes. El director estadounidense y Guillermo Arriaga, responsable del guión, proponen un drama en la frontera, lo que supone hablar de la línea divisoria imaginaria estadounidense y mexicana, un límite político que se empeña en diferenciar, generando la sensación de que separa dos mundos diferentes. Respecto a esto, la opción de Tommy Lee Jones, texano de nacimiento, y de Arriaga, natural de Ciudad de México, es la de acercar ambos espacios para mostrar que las diferencias son de forma (sobre todo, económica) y las psicológicas que crecen en las mentes de quienes ignoran y odian sin más razón que el odio y la ignorancia en sí.


Tanto el realizador como su guionista, no esconden que existe un rechazo feroz al emigrante, sobre todo, a los que se cuelan de modo ilegal por las líneas imaginarias que alguien, en algún tiempo remoto, dio en llamar fronteras. Cierto que este rechazo no es exclusivo de este espacio norteamericano, pero la historia filmada por Tommy Lee Jones se desarrolla ahí, en esa frontera humana necesitada de comprensión, acercamiento, redención. El recorrido fronterizo de este western pesimista, que encuentra en la muerte de Melquíades (Julio César Cedillo) y en la promesa de Pete su punto de partida, transita sin prisa, cabizbajo, triste, sin que la violencia sea artificial, sino enraizada en la estampa que se contempla en la pantalla. La aparición del cadáver del emigrante mexicano permite al cineasta/actor la puesta en marcha de su paso por la frontera, pero también su mirar a dos individuos diferentes, pero con aspectos comunes: Pete Perkins, el personaje de Tommy Lee Jones, y el interpretado por Barry Pepper, que da vida a Mike Norton, el joven agente fronterizo a quien descubrimos en su trabajo maltratando a los inmigrantes ilegales. Actúa según su limitada interpretación, sus prejuicios y el egoísmo extremo que le impide ver más allá de sus necesidades primarias; vive en su incapacidad humana de sentir por “el otro”, incapacidad que le aleja de Lou Ann (January Jones), a quien ve como objeto de disfrute sexual y poco más. Pero Los tres entierros de Melquiades Estrada no solo bascula entre dos espacios y dos personalidades, también lo hace entre dos tiempos: el presente y el pasado en el que se desarrolla la amistad entre Melquiades y Pete o las esporádicas que mantienen con Lou Ann y Rachel (Melissa Leo), dos mujeres que, al igual que ellos, buscan escapar de distancias que parecen insalvables. El resultado es un film que acerca dos mundos que se tocan y se separan en apenas una franja de arena y sol. Es el drama de la frontera, el de emigrantes a la fuerza —Mike será uno, aunque de recorrido inverso—, pues no abandonan su hogar por gusto, sino a disgusto, forzados por factores económicos, sociales o políticos que escapan a sus posibilidades.



viernes, 27 de enero de 2023

Torrepartida (1956)


El guion de Alberto F. Galas y José María Belloch, Primer Premio Nacional 1955, lo cual no quiere decir mucho —si se tiene en cuenta la censura cinematográfica y la parcialidad de los premios de la época—. fue llevado a la gran pantalla por Pedro Lazaga en Torrepartida (1956), un film sobre el bandolerismo de posguerra ambientado en la Sierra de Teruel. Pero aun siendo su fotografía en color, se trata de un film que mira en blanco y negro, pues se posiciona sin disimulo y recrea un ámbito rural donde los buenos son unos y los malos son otros y todos ellos son estereotipos. Así de simple, es un enfrentamiento sin tonos grises, ni siquiera en el caso de Manuel (Germán Cobos), a quien los autores esbozan cual tipo sin suerte que se ha visto condicionado por su relación con su hermano Ramón (Javier Armet), el buen hijo, quien continuamente le recrimina su comportamiento, y por la mala compañía de Rafael (Adolfo Marsillach), el jefe de la banda a la que se une, aunque nunca se encuentra integrado, y el resto de compinches que se dedican a cometer todo tipo de fechorías por la zona.



Inferior en todos los aspectos a Cuerda de presos (1955), Torrepartida también transita por espacios montañosos, pero su trama resulta menos interesante que aquella, igual que sus personajes. Esta no depara novedad y se sostiene sobre sucesión de tópicos. No obstante, hay momentos en los que Lazaga, que creció viendo cine y apasionándose por el cine, demuestra habilidad cinematográfica aprovechando el espacio para crear un híbrido entre el policiaco y el western. Pero lo que se impone es el drama entre hermanos, Manuel y Ramón, el primero luchó al lado de la República y el segundo junto a los sublevados militares y ahora es la autoridad civil de Torrepartida, el pueblo donde se desarrolla parte de la historia. La distancia entre ambos se antoja forzada, más aún sus personalidades o la ausencia de estas, ya que, a decir verdad, son estereotipos más que personajes. Lo mismo sucede con Antonio (Enrique Diosdado), el capitán de la guardia civil, y con el líder de los bandidos. Ya no digamos María (Nicole Gamma) —novia de Manuel, pero prefiere a Ramón—, que solo sirve de excusa para remarcar el enfrentamiento entre hermanos y conducir el film al enfrentamiento final en la montaña. Pero ni la historia, endeble, ni sus personajes, de psicología poco trabajada, restan el buen inicio de Lazaga, que abre Torrepartida en clave de western, con el asalto a la estación de tren y la posterior huida de los asaltantes, perseguidos por la guardia civil, encargada de vigilar el camino y abatir a cuantos se salgan de él, como demuestra el final del “Alicantino” (Fernando Sancho), acribillado tras ser descubierto en su escondite. El único personaje en aparente conflicto es Manuel, pero pronto se comprende que también él funciona en superficie. Esta ahí para cumplir un cometido, que se fuerza y se nota, que es introducir al republicano arrepentido y hacer todavía mejor al hermano bueno: Ramón, el alcalde, que tampoco resulta un personaje simpático; en realidad, lo contrario. Quizá la impresión del público de su época fuera diferente a la que pueda generar hoy. Lo mismo o similar sucede con el capitán de la guardia civil, representante del poder militar y, como tal, no duda: primero el deber y después lo demás. De modo que se niega a negociar con los secuestradores de su hijo, desoyendo las súplicas de su mujer (Rosita Yarza), que llora y repite que es su único hijo y que deben negociar.




jueves, 26 de enero de 2023

Paz en la Tierra (1934)


Probablemente, sea una de sus películas que más detestaba. Carecía de comicidad, que es una de las características del cine de John Ford, quien, por contrato, se vio obligado a hacerla. Pero hay cosas suyas en ella, la más evidente la importancia que asume la familia, algo habitual en su cine desde el periodo mudo hasta el final de su filmografía, aunque no siempre se trate de familia sanguínea. En el caso de Paz en la Tierra (The World Moves On, 1934), sí, pero la dispersa por el mundo tras cumplirse la voluntad del patriarca Sebastián Girard, el rey del algodón que, como apunta la leyenda que abre este drama bélico de claro mensaje pacifista, fallece en 1825. Inmediatamente, se procede a la lectura del testamento, en el que se indica que los herederos, sus tres hijos, han de extender su imperio empresarial por las cuatro naciones más poderosas del mundo —el film asume que son Alemania, Francia, Inglaterra y Estados Unidos— o perderán su herencia. En el prólogo también se produce el encuentro entre dos jóvenes que se enamoran, la británica Mary Warburton (Madeleine Carroll) y el estadounidense Richard Girard (Franchot Tone), pero que no pueden ir más allá del ideal del amor, pues ella, mujer casada con un hombre mayor, está condicionada por la época y nada puede hacer más que resignarse a su destino lejos del ser amado.

La imagen de Mary mirando desde el barco la costa estadounidense, mientras se aleja del hombre que quiere, adelanta el film hasta 1914. Durante ese tiempo omitido en pantalla, se han sucedido cuatro generaciones de Girard y Warburton. Sus descendientes hicieron realidad la voluntad del fundador de la empresa y la fortuna familiar ha aumentado. Ese año, otra Mary Warburton, tataranieta de aquella y su viva imagen, llega de Inglaterra a Nueva Orleans, donde se produce su primer encuentro con Richard, la imagen de su tatarabuelo. En ese instante, se enamoran y, andado el film, en ellos se cumplirá el destino que se le negó a sus antepasados. No obstante, lo que apunta melodramático se transforma en drama bélico, a raíz del estallido del conflicto armando que toma por sorpresa a todos los familiares, que se han reunido en Europa para celebrar la boda de uno de los primos alemanes.

El inicio de la guerra lo cambia todo —las relaciones, los mercados, las prioridades— y convence a Richard para alistarse junto su primo francés Henri (Raoul Roulien) en la Legión Extranjera. El periodo que abarca la contienda, el grueso de Paz en la Tierra, permite que Ford se acerque a los distintos miembros de la familia, los que mueren y quienes sobreviven o quienes, como Mary, se posicionan contra la guerra. Mary se niega a transformar su empresa de algodón en una industria armamentística, negativa que choca con la petición de Richard, que acaba de llegar a Inglaterra de permiso, que aprovecha para pedir a Mary que se casen. Ella accede y Ford apenas muestra la intimidad de los recién casados, solo da unas pinceladas de su amor y devuelve la acción al frente, no sin antes introducir el paseo de la pareja hasta la estación donde se despiden. Durante ese trayecto, el cineasta se fija en otros individuos, para mostrar como la guerra afecta a todos y separa a los seres queridos. De nuevo en el frente, los combates se recrudecen y Richard cae herido, hecho prisionero y trasladado a Alemania. En ese instante ya es 1918, Alemania sabe que su derrota es inevitable, sin apenas alimentos, ahogada por la contienda que concluye para dar paso a la parte final de Paz en la tierra, aquella que se sucede en 1925, 1928 y 1933, año que cierra el film con la sucesión de planos de banderas y desfiles militares de las potencias (Alemania, Italia, Japón, Unión Soviética, Francia, Reino Unido y Estados Unidos) que no tardarían en enfrentarse en una Segunda Guerra Mundial.



miércoles, 25 de enero de 2023

María Félix y los papeleros


<<Creo que ella es el producto más sensacional de la publicidad que ha producido el cine mexicano. Todo lo llevaba a cabo María con una habilidad y una picardía que cualquier cosa suya era ya motivo de crónica periodística o de noticia exclusiva. Su boda con Agustín Lara fue un prodigio de habilidad y conocimiento de la forma de comportarse de la prensa. Acudían a los periódicos a desmentir o a confirmar la boda, a dar largas al asunto. Fue una verdadera campaña de publicidad. Cuando en cierta ocasión los vendedores de periódicos pidieron a María que presidiera una de sus fiestas anuales, ella aceptó la invitación, pero no acudió. Entonces los papeleritos decidieron no vocear aquel periódico o revista en los que aparecía la foto de la Doña. Ella respondió invitando a un numeroso grupo de papeleros a un desayuno. El resultado final fue más publicidad. Sabía muy bien que dejándose ver muy poco aumentaba el misterio que la rodeaba. Sabía a dónde tenía que ir y a qué lugares no debía acudir. Todo lo que iba haciendo era motivo de asombro. Cuando filmaba exteriores lejos de la capital, todos nos enterábamos de que un avión llevaba un gran refrigerador con sus frutas preferidas. “Porque ella no podía tomar frutas sino en muy buen estado”. Fernando Soler, aparte de todo esto, ayudó a la gloria de María cuando dijo que, a partir de La mujer sin alma, ella había demostrado ser una actriz talentosa. Yo creo que es en Enamorada cuando la estrella se supera. Pero en cuanto a publicidad, pienso que ya lo sabía todo, desde el primer film.>>*


Ciertamente, los papeleros son fundamentales a la hora de crear estrellas; aunque hoy, más que estrellas, iluminan en la pantalla astros fugaces que entran en combustión y se consumen apenas contactan con el éxito, quizá sea debido a que hay otros medios de propagación de “luz” y publicidad, más apurados, cambiantes y necesitados de “madera” que quemar que los de entonces —que ya apuraban y quemaban lo suyo. O quizá fuesen las propias estrellas, el glamour y la imagen inalcanzable que creaban y les ayudaban a crear. O que nuestras mentes “miren” más aceleradas y, tal vez, descentradas que las de ayer. Hoy, quizá sea impresión errónea, el cine me parece más mundano, precipitado, ruidoso e industrial, más próximo y desechable, de consumo tipo cadena de comida rápida; claro que existen sus muchas excepciones, bares, tascas, romerías y restaurantes donde darte un buen atracón. Pero salvedades, comidas y dudas aparte, estoy convencido de que María Félix fue y es un mito del cine mexicano; probablemente su estrella con mayor presencia, magnetismo y sensualidad en la pantalla, de una fuerza natural y artificial que, si tuviese que encontrar con quien compararla, tendría que acudir a una italiana tan energética e igualmente sensual y arrolladora. Me refiero a Anna Magnani. Ambas, junto a otras inolvidables actrices como Bette Davis, Joan Crowford, Melina Mercuori, Jeanne Moreau o Claudia Cardinale, se hacen con las escenas en las que asoman sin apenas aparentar esfuerzo. La presencia de la “Doña” siempre reclama las miradas, aun tenga frente a ella a intérpretes masculinos de la talla de Fernando Soler, Arturo de Córdova, Pedro Armendariz, Vittorio Gassman, Jack Palance, Fernando Rey, Jean Gabin, Yves Montand, Francisco Rabal, que recuerda en sus memorias (“Si yo te contara”) que <<no era fácil trabajar con ella>>, Gerard Phillipe o Fernando Fernán Gómez, quien escribió en “El tiempo amarillo” que, en Cannes, donde se presentaba Faustina (José Luis Sáenz de Heredia, 1957), <<bastante público, al vernos llegar a él (el Palacio del Festival), nos pidió material de información, sobre todo fotos de María Félix>>, que era la protagonista femenina y el mayor reclamo popular de la película. Más que reclamar, la actriz atraía la atención del público con un arte inexplicable, más allá de apoyarme en una explicación tan vaga como decir que era una mezcla de talento innato, belleza, corazón apasionado, carácter ardiente y trabajo. Probablemente fuese algo de eso y de otras muchas cosas que se me escapan, pero lo cierto es que el público, al menos en su mayor parte, sentía atracción hacia ella y hacia sus personajes. Incluso, como se deduce del texto inicial, la atracción era tal, que traspasaba la pantalla y se producía en la vida real de María de los Ángeles Félix, todo lo real que pueda ser la existencia de una estrella mediática de su envergadura, consciente de que incluso su cotidianidad, dentro y fuera del plató, era parte de la vida de otros; por otro lado, esto es algo que no deja de resultarme curioso, cuando no, digno de estudio.


*Enrique Rosado, citado por Pablo Ignacio Taibo I: María Félix. 47 pasos por el cine. Ediciones B, 2008.



Filmografía

El peñón de las ánimas (Miguel Zacarías, 1942)

María Eugenia (Felipe Gregorio Castillo, 1942)

Doña Bárbara (Fernando de Fuentes, 1943)

La China Poblana (Fernando A. Palacios, 1943)

La mujer sin alma (Fernando de Fuentes, 1943)

La monja alférez (Emilio Gómez Muriel, 1944)

Amok (Antonio Momplet, 1944)

El monje Blanco (Julio Bracho, 1945)

Vértigo (Antonio Momplet, 1945)

La devoradora (Fernando de Fuentes, 1946)

La mujer de todos (Julio Bracho, 1946)

Enamorada (Emilio Fernández, 1946)

La diosa arrodillada (Roberto Gavaldón, 1947)

Río escondido (Emilio Fernández, 1947)

Que Dios me perdone (Tito Davison, 1947)

Maclovia (Emilio Fernández, 1948)

Doña Diabla (Tito Davison, 1948)

Mare Nostrum (Rafael Gil, 1948)

Una mujer cualquiera (Rafael Gil, 1949)

La noche del sábado (Rafael Gil, 1950)

La corona negra (Luis Saslavsky, 1951)

Mesalina (Carmine Gallone, 1951)

Incantésimo trágico (Mario Sequi, 1951)

La pasión desnuda (Luis César Amadori, 1952)

Camelia (Roberto Gavaldón, 1953)

Reportaje (Emilio Fernández, 1953)

El rapto (Emilio Fernández, 1953)

La bella Otero (Richard Pottier, 1954)


Les héros sont fatigués (Yves Ciampi, 1955)

La escondida (Roberto Gavaldón, 1955)

Canasta de cuentos mexicanos (Julio Bracho, 1955)

Tizoc (Ismael Rodríguez, 1956)

Flor de mayo (Roberto Gavaldón, 1957)


Miércoles de ceniza (Roberto Gavaldón, 1958)

Café Colón (Benito Alazraki, 1958)

La estrella vacía (Emilio Gómez Muriel, 1958)

La cucaracha (Ismael Rodríguez, 1958)


Los ambiciosos (Luis Buñuel, 1959)

Juana Gallo (Miguel Zacarías, 1960)

La bandida (Roberto Rodríguez, 1962)

Si yo fuera millonario (Julián Soler, 1962)

Amor y sexo (Luis Alcoriza, 1963)

La Valentina (Rogelio A. González, 1965)

La Generala (Juan Ibáñez, 1966)

martes, 24 de enero de 2023

La diosa arrodillada (1947)

Un personaje que sentaba bien al actor Arturo de Córdova era el hombre maduro y atormentado, acosado por fantasmas de deseos, represiones, miedos, celos,… que lo hace (auto)destructivo en las magistrales Él (Luis Buñuel, 1953) o Los peces rojos (José Antonio Nieves Conde, 1955). También en La diosa arrodillada (Roberto Gavaldón, 1947) su personaje se desdobla entre el deseo y la lucha por vencerlo, para controlarlo. Claro que quien se impone en el film de Roberto Gavaldón, cada vez que asoma en la pantalla, es María Félix, actriz de innegable presencia y fuerza magnética. Su Raquel es la modelo que presta su anatomía desnuda a la escultura “la diosa arrodillada” —obra cuya desnudez generó las protestas de los sectores más conservadores de la sociedad mexicana de la época—, la misma pieza que Antonio Ituarte (Arturo de Córdova) compra como regalo de aniversario de su boda con Elena (Charito Granados), por quien decide vencer el deseo del que habla con uno de sus empleados: <<¿Qué entiendes por deseo?>>, pregunta el industrial químico, a modo de introducción para su respuesta: <<Una fuerza que te obliga y te impulsa a obtener lo que quieres, y a conservarlo si ya lo has obtenido, ¿no es así?>> —cuestiona sin otra intención que reafirmar sus palabras, antes de continuar hablando—. <<Pero esa fuerza puede crecer y tomar cuerpo, verse libre, superior a ti, entonces termina destruyéndote. Y lo que es peor, destruyendo a los que están más próximos a ti>>. En ese instante ya tiene decidido luchar contra el deseo, pero, cuando cree haberlo vencido, el destino vuelve a cruzar su camino con el de Raquel, quien, en el prólogo, desarrollado en Guadalajara (México), decide, por amor, desaparecer de la vida del rico empresario que, a su vez y sin que ella lo sepa, pretende no volver a verla. Sin embargo, su posterior encuentro, en el estudio donde compra la estatua que le obsesiona y adorna la fuente de su jardín, precipita el drama y la trágica y sospechosa muerte de Elena, de la que Antonio se siente culpable mientras que Raquel la ve como una prueba de amor hacia ella. Dividida en dos partes, antes y después del fallecimiento, la primera mitad de La diosa arrodillada funciona mejor que la segunda, cuando el film se resiente —más allá de que los números musicales que separan ambas mitades me desconecten del film— y cae en la exageración. Gavaldón intenta remontar el vuelo intercalando el melodrama y el cine negro, el tormento, el espectro del asesinato y la culpa que consume a Antonio, convencido de que, queriendo asesinar su objeto de deseo, acabó matando lo que amaba, pero, si bien logra una estética negra atractiva, el cineasta fuerza las posibilidades narrativas de una película que pudo ser más de lo que finalmente fue.



lunes, 23 de enero de 2023

Madre Juana de los Ángeles (1961)

En Polonia, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta la desintegración del bloque comunista, un conflicto de poder enfrentó a los máximos Poderes del país: el político y el religioso —el partido comunista y la iglesia católica—, pero, sobre todo, existía el conflicto entre Poder e individuo, pues el primero, fuese del tipo que fuese, quería mantener y mantenía controlado al segundo. Dicho conflicto vertebra Madre Juana de los Ángeles (Matka Joanne od Aniolów, 1961). Basada en el “proceso de Loudon”, que también inspiró a Aldoux Huxley para la escritura de Los demonios de Loudon (1952), que sería adaptada al cine por Ken Russell en Los demonios (The Devils, 1971), Madre Juana de los Ángeles encuentra en otro autor su inspiración literaria. La novela homónima escrita por Jaroslaw Iwaszkiewicz en 1942 fue la fuente literaria del guion de Tadeusz Konwicki y Jerzy Kawalerowicz, que fue el encargado de llevarlo a la pantalla y desarrollar en ella temas humanos, más que religiosos y antirreligiosos, que hablan del amor y del conflicto entre el exterior (que a veces condiciona de forma obsesiva y represiva) y la persona que, como consecuencia, se ve asaltada por supersticiones, imposiciones, dudas; por ejemplo, las que plantean, como le dice la madre superiora Juana (Lucyna Winnicka) al padre Suryn (Mieczyslaw Voit), <<¿qué es lo falso, padre reverendo? ¿Y qué es verdad?>> Este padre jesuita, que ha sido enviado al pueblo para hacerse cargo de una situación de múltiple posesión demoníaca, no tiene respuestas y, tras sentir como crece en él el sentimiento del amor, las busca en el rabino (Mieczyslaw Voit), la otra cara de un mismo rostro. Este le dice que quizá el problema no sean los demonios, sino la falta de ángeles; quizá sea una respuesta, pero ambos, reflejos humanos, interpretados por el mismo actor, son uno y, por tanto, comparten la ausencia de absolutos que les calme. <<Yo soy vos y vos soy yo>>, exclama finalmente el rabino, sin más respuestas que esa contradictoria igualación. Abrumado por las preguntas, Suryn busca calmar dudas y temores, quizá el terror y la sospecha, el no querer aceptar que la persona es ángel y demonio, contradicción y conflicto, siempre latente, entre exterior e interior que encuentra en el amor su única respuesta.

<<Apreciaba mucho a Tadeusz Konwacki, […] Hasta cierto punto, incluso pensábamos de forma muy parecida y nos entendíamos a la perfección. Durante años escribimos guiones juntos y fue el inspirador de muchas películas, no solamente mías>> (1), comentaba Kawalerowicz sobre el guionista con quien colaboró por primera vez en Madre Juana de los Ángeles, más adelante lo harían en Faraón (Faraon, 1966) y Austeria (1982). La colaboración en Madre Juana de los Ángeles deparó una película austera, ambientada en un tiempo pasado indeterminado, ubicación temporal que permitía a los autores superar trabas de la censura, pero no se libró de que la calificase antirreligioso y anticomunista, algo que, por otra parte, no sería del todo correcto, pues su discurso no es contra un poder u otro, es antidogmático, es decir, contra cualquier imposición exterior a la persona. Madre Juana de los Ángeles es contundente a tal respecto, es crítica y señala la lucha entre el querer y el poder, entre los sentimientos y sus represiones, muchas de las cuales son consecuencia directa o indirecta de prohibiciones religiosas, políticas y sociales; de ahí que los diablos que poseen a la monja, y a su congregación por cercanía, son demonios de la mente: la locura a la que conduce la represión. En palabras de su director: <<Al principio quería que el film tuviera un tono discursivo, que defendiera la explicación materialista de la psicología humana y desenmascarase las falsedades inventadas sobre el destino del hombre. Quería hablar de la naturaleza humana y de su necesidad de autodefensa frente a las restricciones y los dogmas que se le imponen desde fuera. Al plantearlo, concedí el protagonismo a ese sentimiento que llamamos amor. Porque, a fin de cuentas, Madre Juana de los Ángeles es una historia de amor entre un cura y una monja, o mejor, la historia de amor de un hombre y una mujer que llevan hábitos…>> (2)

(1) (2) Jerzy Kawalerowicz en Juan Antonio Pérez Millán, Stanislaw Zawišliński y Malgorzata Dipont: Jerzy Kawalerowicz. Un cineasta entre el poder y la gloria (traducción de Eva Brzozowska). Festival de Cine de Huesca, 2003.

domingo, 22 de enero de 2023

Kamikaze 1999 (El último combate) (1983)


Lo mejor de Kamikaze 1999. El último combate (Le dernier combat, 1983) asoma en su prólogo: la descripción del mundo posapocalíptico, solitario, desértico, inhóspito donde se descubre un único personaje, aislado, rodeado de vacío y naturaleza muerta, al menos hasta que Luc Besson muestra a un reducido grupo de hombres que habita en las cercanías y que comprendemos rivales del héroe solitario. En esos instantes iniciales, Besson exhibe su capacidad cinematográfica y nos introduce en el futuro distópico. Lo hace sin palabras, no hay diálogos, valiéndose de las imágenes y del sonido, de los gestos, las acciones y las intenciones de antagonistas atrapados en el aislamiento, en el silencio, en el caso del protagonista, en el recuerdo de la imagen femenina, probablemente su mujer, que observa en la fotografía del edificio donde vive hasta que huye para salvar su vida, buscando algún lugar donde poder comenzar una más plena. Pero se trata de un viaje de ida y vuelta, entremedias se desarrolla el grueso de la historia, también dominada por el mutismo de los tres personajes que la protagonizan. Nadie habla, esta será la tónica del film, ninguno pronuncia palabra, pero todo se entiende: el médico quiere proteger su fortaleza y el atacante entrar en ella y tomar el tesoro que encierra, mientras, el protagonista se cura de sus heridas y establece lazos de amistad con el doctor. Si en la ausencia de diálogos reside uno de los aciertos del film, al precipitar una narrativa totalmente cinematográfica en la que la imagen y la gestualidad de los actores son las que hablan, la fotografía en blanco y negro, que también se puede considerar un riesgo comercial para la época, destaca y crea un espacio más desolado si cabe, en el que las lluvias son caprichosas: llueven peces o piedras.


Desde una perspectiva genérica, Kamikaze 1999. El último combate es ciencia-ficción, pero este es un género donde los límites se difuminan y, tal como Besson la desarrolla, la historia tal como la vemos en la pantalla toma del western e incluso, por momentos, de la comedia silente. Con todo, lo que llama la atención de su debut, al menos a mí, fue que escogiese realizar un film mudo y lo acompañase de la banda sonora de Eric Serra, que se convertiría en habitual de su cine, en lugar de ir un paso más y prescindir de la música, permitiendo que únicamente fuesen las imágenes y los sonidos de la desolación los que nos acompañasen y describiesen el inhóspito espacio donde los escasos supervivientes que asoman viven atrapados, sea en el interior de la clínica o en el exterior desértico. Dudo que la composición musical aporte, pero tampoco resta a la hora de comunicar la historia de supervivencia, enfrentamiento y esperanza que renace en el protagonista al descubrir que el tesoro protegido por el doctor es una mujer. Asumir su debut con una película sin diálogos puede soñar arriesgado, y seguro fue una valentía por parte de Besson, pero lo curioso es que el cine nació sin necesidad de expresarse con palabras y palabrería; nació, digamos, universal, gracias a su capacidad para trasmitir mediante imágenes. Esta osadía de Besson le confiere un atractivo especial a su primer largometraje, incluso apuntaba personalidad, ya que pocos escogerían el mutismo y la fotografía monocromática como carta de presentación cinematográfica.



sábado, 21 de enero de 2023

As bestas (2022)


Hay actores y actrices que me cuesta creer en algunos o en muchos de sus papeles; no sé qué me pasa, pero sus actuaciones me resulta entre forzadas y exageradas. Claro que, un día cualquiera, van y me convencen. Esto último me ha sucedido con Luis Zahera. Habitualmente, en los films que le he visto actuar, su tono, sus tics y sus expresiones me saturan y me sacan de la mayoría de las escenas en las que interviene. En esos instantes no me creo a sus personajes, en cambio, en As bestas (2022) sí me creo a Xan, sobre todo en sus silencios, en sus miradas y en sus gestos —en los que la amenaza resulta más amenazante que expresada verbalmente o a gritos—, igual que me creo a Diego Anido, espléndido en su papel de Lorenzo. Ambos interpretan a los hermanos que acosan al matrimonio francés que se ha negado a vender su propiedad a las eólicas, negativa que, en parte, explica la persecución que Antoine (Denis Ménochet) y Olga (Marina Foïs) sufren a manos de sus dos vecinos. No se trata de xenofobia, como pueda aparentar a primera vista, sino de dinero, de complejos, de ignorancia, de cansancio de una “vida de mierda”, de brutalidad, de imponerse, de ser unos desgraciados condenados a levantarse cada día a las cinco y media de la mañana conscientes de que al día siguiente, la jornada de mierda será la misma —a este respecto, la conversación que mantienen Antoine y Xan en la tasca, ante la presencia de Lorenzo y de una botella que los tres comparten en tensión, es aclaratoria; por si todavía quedaban dudas—. Pero nada de lo que Xan exprese justifica su violencia, de la que son víctimas Antoine y Olga, personaje que va adquiriendo presencia e importancia a medida que el metraje avanza hacia su desenlace. Hasta que asume el protagonismo absoluto, Olga permanece en un segundo plano, quizá porque los hermanos no ven en ella la rival a amedrentar; es probable que, en su pensamiento inflexible y simple, ambos piensen que Antoine es quien decide vender o no vender y tampoco comprendan que un sueño, en este caso el proyecto vital del matrimonio, no está en venta.


Durante el primer tiempo de As bestas, Rodrigo Sorogoyen enfrenta antagónicos y crea una atmósfera incómoda, aislada en el rural prácticamente abandonado, que amenaza brutal y que, en ciertos aspectos, bebe de aquellos westerns en los que se produce una lucha a muerte por la tierra; por los intereses de la tierra. Quizá sea exagerado comparar a los hermanos con los ganaderos de las llanuras norteamericanas que rechazan la llegada de los ovejeros y emplean la violencia para echarles de los valles y pastos que consideran suyos, sencillamente porque han llegado antes o han nacido allí. De algún modo, esta también sería la justificación de Xan, hastiado de una vida en la que nada hay para él, ni para su hermano ni su madre, salvo levantarse para trabajar la tierra, acudir al bar de la aldea y morir en la imposibilidad de una existencia mínimamente satisfactoria. La llegada de la oferta eólica, una cantidad para él desorbitada, aunque seguro que insuficiente para iniciar la nueva existencia que espera lejos de allí, marca sus decisiones y sus actos; que van desde el acoso verbal y el envenenamiento del pozo de la finca del matrimonio hasta el ataque físico.


Aunque existe puntos en común entre As bestas y Perros de paja (Straw Dogs, 1971), sin ir más lejos la pareja extranjera, nueva en un medio rural amenazante, dudo que Peckinpah sirva de modelo a Sorogoyen, quien quizá sí haya tenido en cuenta Santoalla (Andrew Becker y Daniel Mehrer, 2017), el documental que expone el testimonio en primera persona de Margot, el personaje real del que Olga es su reflejo en la pantalla, y la trágica historia que inspiró el guion de Isabel Peña y Sorogoyen. La violencia expresada por el cineasta español es de una naturaleza psicológica diferente a la expuesta por Peckinpah. Antoine y Olga no pueden luchar contra ella, aunque lo intenten en su intención de materializar su sueño: una vida lejos de la alienación y las cadenas del consumismo. En realidad, parece que ninguno de los personajes, ni quienes ejercen la brutalidad como medio para sus fines pueden hacer frente a esa tensión que va adueñándose del ambiente y que va dejando sin opciones. No permite libertad a ninguno: los atrapa a todos, impidiendo que unos y otros pueden llevar a cabo sus “proyectos vitales”. La brutalidad de Xan y Lorenzo, aunque posiblemente este actúe condicionado por su hermano mayor, nace psicológica y se hace totalmente física en su estallido final, para desaparecer de la pantalla a la par que lo hace Antoine.


Durante la primera parte de la película, la más tensa y expresiva, se comprende que el pensamiento de Xan es simple, no por carecer de estudios, sino por su incapacidad de reflexionar las complejidades que le afectan más allá de la idea que le ciega: su acceso a una vida con la que lleva soñando desde tiempo atrás, la misma que cree que peligra por la negativa del francés a vender lo que para él también es su sueño —Antoine quiere hacer real su proyecto de vida en esa tierra cuya dureza cala en sus moradores. La negativa del francés a vender y venderse provocan que Xan vea en él un obstáculo y decide apartarlo, hacerlo desaparecer. Cuando esto sucede se produce un cambio en el film, brusco y sustancial, tanto en su forma como en su ritmo narrativo, que pasa a ser más espectral, dramático y de protagonismo exclusivamente femenino. Sorogoyen relega a los hermanos a un plano secundario, a la distancia todavía amenazante, y se centra en Olga, en su solitaria cotidianidad, en su búsqueda del desaparecido, en su relación con su hija cuando la visita y en su decisión de reafirmarse en un espacio donde permanece y piensa permanecer para continuar el proyecto que compartía. Estoicamente, lo lleva adelante al tiempo que continúa buscando; en definitiva, ella es quien resiste, a pesar de las presiones, del rechazo, de la precariedad y de la ausencia de ayuda, salvo la que pueda prestarle Pepiño, el buen vecino.



jueves, 19 de enero de 2023

El lobo de Wall Street (2013)


El dinero reaparece en algunas películas de Martin Scorsese como el aparente motor de sus protagonistas, pero, tras esa primera impresión, se comprende que no se trata de los dólares, o no exclusivamente. Más que nada, estos personajes persiguen su sueño —en realidad, vienen de vuelta y narran su trayecto vital, su ascenso y su caída, aunque mitigada por la ambigüedad del sistema que los amamanta— y solo lo pueden conseguir alejándose del trabajo común y honrado, el único que descartan porque saben que no enriquece, que no les dará acceso a formar parte del sueño americano ni a ser los triunfadores del sistema del que son hijos devotos, alumnos aventajados y maestros orgullosos de mostrarnos sus conocimientos, sus ilegalidades, sus intimidades, sus idas de olla. Son un tres en uno, sin el menor atisbo de arrepentimiento; si algo va mal, se reinventan y listo: todo vuelve a funcionar y así, ya desde su juventud, aspiran a ser lo único que anhelan ser, por ejemplo un gánster, un jugador profesional al frente de un casino o un agente de bolsa con un don para embaucar, vender, acumular millones y mandar al garete sus relaciones íntimas. En El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013), Scorsese juega sobre seguro, al regresar a formas y narrativas conocidas, muy suyas, que pueden rastrearse en films como Uno de los nuestros (Godfellas, 1990) y Casino (1995), y con un actor protagonista, Leonardo DiCaprio, que conoce y a quien saca partido. El resultado es puro espectáculo cinematográfico, un viaje irónico, alucinado, desfasado por la memoria del protagonista y narrador, que toma de las experiencias descritas por el auténtico Jordan Belfort en su libro, para ofrecer tres horas de movimiento, adicciones, ritmo, ironía, en definitiva, más universo alucinado Scorsese, el que también se descubre en Jo, qué noche (After Hours, 1985) o Al límite (Bringing out the Dead, 1999). Sus personajes son adictos a algo, pero Jordan lo es por quintuplicado, sino más: al alcohol, al sexo, a las drogas, a las ventas y, por encima de todo, al dinero.


Llega a Wall Street a los 22 años. Quiere aprender y triunfar: ganar pasta. Pero, tras un primer contacto con el medio y recibir los sabios consejos de su mentor (Matthew McConaughay), se ve en la calle y tiene que reinventarse. Para ello, primero trabaja en una pequeña empresa de venta de acciones a centavo y, ya crecido en su nuevo medio, crea su propia compañía financiera fraudulenta al lado de su nuevo colega Donnie (Jonah Hill), a quien conoce en una cafetería donde este le pregunta cuánto gana. El dinero siempre está presente, no por el dinero en sí, sino por las posibilidades que les ofrece: una vida de desenfreno, alejada de la común existencia. Ese es el deseo de Jordan: crear un mundo donde sus necesidades se vean satisfechas. Empieza por abajo, construyendo un “proyecto” en el que primero emplea a varios conocidos descerebrados, tan adictos como él y Donnie. Así, entre drogas, prostitutas y taraos, Jordan se convierte en líder de un grupo de patanes desmadrados a quienes saca rendimiento para su beneficio. El protagonista comprende que todos quieren enriquecerse, salvo quizá los monjes budistas y algún otro, por eso trabaja con la ilusión del dinero: vende humo y a cambio recibe millones de dólares en operación ilegales; lo cual pone al agente Denham (Kyle Chandler) tras su pista, pero también le posibilita conquistar a Naomi (Margot Robbie), con quien inicia una relación que le lleva a su segundo matrimonio sin que su vida social y festiva sufra ningún cambio.