Lo mejor de Kamikaze 1999. El último combate (Le dernier combat, 1983) asoma en su prólogo: la descripción del mundo posapocalíptico, solitario, desértico, inhóspito donde se descubre un único personaje, aislado, rodeado de vacío y naturaleza muerta, al menos hasta que Luc Besson muestra a un reducido grupo de hombres que habita en las cercanías y que comprendemos rivales del héroe solitario. En esos instantes iniciales, Besson exhibe su capacidad cinematográfica y nos introduce en el futuro distópico. Lo hace sin palabras, no hay diálogos, valiéndose de las imágenes y del sonido, de los gestos, las acciones y las intenciones de antagonistas atrapados en el aislamiento, en el silencio, en el caso del protagonista, en el recuerdo de la imagen femenina, probablemente su mujer, que observa en la fotografía del edificio donde vive hasta que huye para salvar su vida, buscando algún lugar donde poder comenzar una más plena. Pero se trata de un viaje de ida y vuelta, entremedias se desarrolla el grueso de la historia, también dominada por el mutismo de los tres personajes que la protagonizan. Nadie habla, esta será la tónica del film, ninguno pronuncia palabra, pero todo se entiende: el médico quiere proteger su fortaleza y el atacante entrar en ella y tomar el tesoro que encierra, mientras, el protagonista se cura de sus heridas y establece lazos de amistad con el doctor. Si en la ausencia de diálogos reside uno de los aciertos del film, al precipitar una narrativa totalmente cinematográfica en la que la imagen y la gestualidad de los actores son las que hablan, la fotografía en blanco y negro, que también se puede considerar un riesgo comercial para la época, destaca y crea un espacio más desolado si cabe, en el que las lluvias son caprichosas: llueven peces o piedras.
Desde una perspectiva genérica, Kamikaze 1999. El último combate es ciencia-ficción, pero este es un género donde los límites se difuminan y, tal como Besson la desarrolla, la historia tal como la vemos en la pantalla toma del western e incluso, por momentos, de la comedia silente. Con todo, lo que llama la atención de su debut, al menos a mí, fue que escogiese realizar un film mudo y lo acompañase de la banda sonora de Eric Serra, que se convertiría en habitual de su cine, en lugar de ir un paso más y prescindir de la música, permitiendo que únicamente fuesen las imágenes y los sonidos de la desolación los que nos acompañasen y describiesen el inhóspito espacio donde los escasos supervivientes que asoman viven atrapados, sea en el interior de la clínica o en el exterior desértico. Dudo que la composición musical aporte, pero tampoco resta a la hora de comunicar la historia de supervivencia, enfrentamiento y esperanza que renace en el protagonista al descubrir que el tesoro protegido por el doctor es una mujer. Asumir su debut con una película sin diálogos puede soñar arriesgado, y seguro fue una valentía por parte de Besson, pero lo curioso es que el cine nació sin necesidad de expresarse con palabras y palabrería; nació, digamos, universal, gracias a su capacidad para trasmitir mediante imágenes. Esta osadía de Besson le confiere un atractivo especial a su primer largometraje, incluso apuntaba personalidad, ya que pocos escogerían el mutismo y la fotografía monocromática como carta de presentación cinematográfica.
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