sábado, 30 de julio de 2022

Caza sin cuartel (1968)


<<Pero, mi amigo, no podemos vivir absolutamente sin piedad>>. Esta frase de Dostoievski, en boca de Manu, asoma en las páginas de la novela La evasión (Le trou) y abre el film Caza sin cuartel (Le rapace, 1968). Es una frase que reaparece a lo largo de la obra de José Giovanni, y que bien puede resumir parte de su mensaje cinematográfico y literario, como corrobora la presencia de la tal adversativa en su primera novela y también en su penúltimo largometraje estrenado en las salas comerciales, Mi amigo el traidor (Mon ami le traîte, 1988), mediante las palabras de Louise, cuando ella dice que <<está claro, que no se puede vivir en un mundo sin piedad>>, después de ser testigo y víctima de la ausencia de compasión. Otras cuestiones que asoman en el cine del escritor corso, y por tanto también en este thriller entre la aventura y el western, son la amistad, la ambigüedad y la traición, así como un personaje en apariencia oscuro y duro, amoral, impasible e insensible, pero que indudablemente siente y tiene sus momentos de piedad y luminosidad; un personaje que Lino Ventura, a quien Giovanni conoció poco antes del rodaje de A todo riesgo (Classe tous risqueClaude Sautet, 1959), elevó a cotas que dudo hayan sido superadas, aunque lo dicho también valdría para otros actores, sin ir más lejos, Jean Gabin, con quien compartió cartel en varios polares, o Charles Bronson o mismamente Clint Eastwood en sus tipos duros.


En alguna parte, no recuerdo dónde, leí algo así como que las películas interpretadas por este actor nacido en Parma son un género en sí mismas, y no creo que quien lo escribió anduviese desencaminado; al menos en cuanto se refiere a los films que interpretó en las coordenadas del “polar” y de las aventuras antiheroicas, como este film, cuyo origen literario no se encuentra en Giovanni —la novela que adapta es de John Carrick—, en el que Ventura da vida a un mercenario contratado para asesinar al presidente de un país centroamericano. Con matices y excepciones, acepto la afirmación “son un género en sí mismas” porque la personalidad del actor se impone y precipita que sus películas sean diferentes, respecto a otras de similar temática, pero sin él. Su impagable presencia hace que un film como Caza sin cuartel gane fuerza y humanidad, la que su personaje parece ocultar, pero que asoma en pequeños detalles que evolucionan la antipatía inicial a la simpatía que genera avanzado el metraje, cuando ya resulta más cercano en su desilusión y en el desencanto que arrastra desde un pasado del que no habla, pero que le ha llevado hasta ahí, al lado de ese joven contrapunto a quien decide llamar “Chico”. Así marca distancias con el imberbe y le recuerda su inexperiencia. De nombre Miguel, “Chico” es nieto del primer presidente de la República y, sobre todo, un idealista ingenuo que cree en la posibilidad de liberar al pueblo del tirano y ofrecerle una vida digna, lejos de la miseria a la que está condenado, pero, en su contacto con la realidad, el despertar resulta violento. <<¡La revolución ha muerto. Los pobres seguirán siendo pobres!>>, exclamará Joaquín, quien también les ha traicionado, hacia el final del film para constatar la realidad que ya todos saben, incluso el joven iluso cuyo proceso de maduración, más que de aprendizaje, le lleva por varios niveles hasta que, en determinado momento del film, pretende emular al extranjero, e ir con él, sin ser consciente de lo que significa ser como el errante, a quien acaba de algún modo admirando porque su amoralidad no es hipocrática, hipocresía que sí descubre en las promesas y la moral de quienes le engañaron para eliminar al tirano y poner otro similar en su lugar, uno que redunde en el beneficio personal de los conspiradores en la sombra.




viernes, 29 de julio de 2022

Gigantes de plata (1977)


El primer largometraje de Ivan Passer, la comedia Iluminación intima (Intimní osvetlení, 1965), fue prohibido en Checoslovaquia; como también lo sería ¡Al fuego, bomberos! (Horí, má panenko, Milos Forman, 1967), otra espléndida sátira de la que escribió el guion junto a su compañero de escuela Milos Forman, quien asumía labores de dirección del film. Por entonces, eran de los cineastas más destacados de la nueva ola checoslovaca —junto a los Namec, Chytilová o Menzel—, pero, tras la primavera de Praga (1968), ambos se vieron obligados a huir de su país y buscarse la vida lejos. Ya exiliados en Estados Unidos, Forman alcanzó la celebridad con Alguien voló sobre el nido del cuco (One Flew over the Cuckco’s Nest, 1975) y Passer continuó rodando sin apenas hacer ruido entre el público, aunque realizando buenas películas, tales como Law and Disorder (1974), Cutter’s Way (1981) o el telefilm Stalin (1990). Otro de los títulos destacados de su filmografía es la irónica y entretenida Silver Bears (1977), producción británica estrenada en España como Gigantes de plata, que reúne una variopinta fauna de personajes: banqueros, magnates de los negocios, mafiosos, una princesa iraní (Stephane Audran) y su supuesto hermano (David Warner), una estadounidense (Cybill Shephard) ninguneada —que no duda en liberarse en cuanto se le presenta la ocasión— por un marido (Tom Smothers) entregado y sometido en cuerpo y alma a la entidad bancaria para la cual trabaja, y Doc (Michael Caine), que pretende sacar adelante un banco suizo sin activos, pero con la amistad y ayuda de un príncipe (Louis Jourdan) cuya fortuna forma parte de la leyenda familiar. Con la inestimable ayuda de estos personajes —y de los actores y actrices que les dan vida— y a partir del guion de Peter Stone —que a su vez adaptaba la novela de Paul Erdman—, Passer ironiza sobre el capitalismo, la banca, en definitiva, sobre el dinero, principio y fin de todos los personajes y de la economía, cuyos límites entre legal e ilegal carecen de importancia.



Salvo excepciones como Debbie o el príncipe Gianfranco, los protagonistas son granujas: delincuentes y hombres de negocios, y no lo disimulan. Lo aceptan como parte de su mundo, sea el de las altas finanzas o del hampa, de donde provienen Doc, Albert (Jay Leno) y Martín (Tony Mascia). Los tres son enviados por Joe Fiore (Martin Balsam), el capo y el padre de Albert, a Suiza, donde ha comprado un banco para ser admitido en la prestigiosa banca suiza y así blanquear los beneficios de sus lucrativos negocios estadounidenses. Sin embargo, al llegar a Lugano, el trío descubre que el banco que Doc debe dirigir esta sobre una pizzería y carece de activos, y de todo cuanto pueda hacerlo pasar por una entidad financiera. Este revés genera un problema: que no tienen nada y si Fiore se entera, el cuerpo de Doc podría descansar en el fondo de cualquier río; de modo que no duda y se asocia con el príncipe Gianfranco, el hombre de paja escogido para proporcionarles el banco y quien le pone en contacto con los hermanos Firdausi, quienes le piden un préstamo para su mina de plata, que valora en unos mil millones de dólares. En este punto, Passer muestra como Doc asume su condición de banquero y comprende que, para prestarles dinero y ganarlo, necesita que sus nuevos (y únicos) clientes hagan un depósito por la cantidad inicial que le pide. Lo hace porque no tiene nada y comprende que un banco toma el dinero de sus clientes y lo pone en movimiento: prestándolo con intereses que le permite los beneficios para sufragar la operación que empieza a llamar la atención de un importante hombre de negocios. Y es en esta presencia, de apariencia legal, en la que se intuye que en la jungla económica hay tantas irregularidades e ilegalidades como en el hampa de la que Doc desea distanciarse.




jueves, 28 de julio de 2022

Mi amigo el traidor (1988)


Imagino que si José Giovanni fuese pintor, en lugar de novelista, guionista y cineasta, no habría duda a la hora de afirmar que Mi amigo el traidor (Moi ami le traîte, 1988), su penúltimo largometraje para el cine y, en mi opinión, uno de los mejores de su carrera tras las cámaras, es un Giovanni auténtico, ya no por la firma, que habría que autentificar en el transcurso de las imágenes, sino porque estas mismas nos ofrecen la certeza de que, para bien y para mal, en todo momento estamos viendo una pieza exclusiva suya —aunque en la escritura del guion colaborasen Claude Sautet y Alphonse Boudard— , que nace de sus entrañas, de su relación con el pasado y las experiencias vividas en aquel tiempo que le marcó. <<Mis historias proceden de mi experiencia y ese periodo, en mi opinión continuaba todavía influyéndome, porque las cosas que escribo, las relaciones entre los personajes, siguen viniendo de ese periodo. Las más exactas son Le trou y Mon ami le traîte>>,1 afirmó el escritor. La confirmación de todo lo dicho la encontramos en los no héroes protagonistas de Giovanni; ya que en su cine y en sus novelas no hay cabida para ellos. Hay lugar para hombres como Georges (Thierry Frémont) y mujeres como Louise (Valérie Kaprisky), humanamente imperfectos, ambiguos como el primero, pero también como el espacio por donde se mueven y establecen lazos que, a veces, se ven obligados a traicionar. Más que cine negro o “polar”, el del autor de Le trou se trata de un cine en la sombra, igual convendría decir sombrío, un tanto desilusionado, que apela a la piedad y a la compasión que, al mirar alrededor, parecen estar en peligro de extinción. En el film, se apela a esa piedad por medio de la presencia y voz de Louise, pero los aspectos y acciones humanas que asoman en pantalla vienen definidas por la ambigüedad del entorno gris que se descubre en el periodo recreado: la inmediata liberación de Francia.



La sucesión de fotogramas iniciales y una fecha insertada en la pantalla indican el final de la ocupación alemana, y ese instante, que suele asomar festivo y luminoso —con excepciones magistrales como Hiroshima, mon amour (Alain Resnais, 1959)—, Giovanni lo muestra desde su lado oscuro: el revanchismo y la venganza popular, desatada la ira de quienes han sufrido o se han mantenido pasivos hasta entonces y de quienes quieren hacer sufrir por ambas, y la depuración llevada a cabo por las autoridades que, avanzado el metraje, se desvela como una maquinaria amoral que solo responde a intereses concretos del momento —como sería poner en libertad al criminal colaboracionista que Georges y el comandante Rove (André Dussollier) persiguen, porque los estadounidenses lo quieren para que les ayude contra el comunismo. Las imágenes de Mi amigo el traidor nos sitúan en noviembre de 1944 y la voz de Louise confirma que lo que vernos a continuación es pasado: <<todavía no he olvidado nada de lo que viví con Georges ni nada de lo que me dijo>>. Y ahí, en un tiempo que ya solo existe en la memoria, asoma Georges, huyendo y arrastrando a su hermano herido, durante su fuga del nuevo orden. Se ocultan de los soldados estadounidenses que avanzan por la carretera rumbo a las Ardenas, de los puestos de control y de la resistencia que ha salido de la clandestinidad.



La guerra continúa en el frente, y también en la tierra liberada de la ocupación alemana, pero no del sinsentido y de la violencia de los que Georges y su hermano, que se suicida con una pastilla de cianuro, son víctimas y victimarios. ¿Qué sabemos de ellos? Giovanni va desvelando esto y aquello, flashes como el breve retroceso temporal que muestra a los hermanos en la infancia, sufriendo las burlas del resto de niños —porque François tiene “joroba”—, el reencuentro de Georges con Louise, sus conversaciones, y el posterior encuentro con Rove. Pero, sobre todo, sabemos del personaje en su relación con sus remordimientos por una vida que desea limpiar, un pasado que le persigue y que incluye su colaboración con la gestapo —después de que la policía nazi le liberara de la cárcel, a cambio de sus servicios. Georges se convierte en agente doble y ayuda al comandante Rove a desmantelar grupos nazis que todavía operan en Francia, pero, más allá de la misión, nace la amistad silenciosa que se confirma en la escena en la que el delincuente dispara sobre “La Glisse” (Jean-Pierre Sentier), para evitar que Rove sufra la verdad sobre el asesinato de su mujer y reaccione de igual modo que lo ha hecho su amigo —que de ese modo impide que el oficial traspase una línea sin retorno. En ese instante, Rove solo puede decir <<gracias>>. El lazo entre ambos es evidente, y nada ha ver sospechar la amenaza de su ruptura que se cierne sobre él, en el tramo final del film, un Giovanni auténtico que retrata aquel momento del pasado sin rencor, quizá sí con algo de la aflicción que Louise conserva, pero con la comprensión de que todos han sufrido y la certeza  de que pudo haberse hecho mejor.



1.José Giovanni, citado en Antonio Llorens: José Giovanni: La aventura de la serie negra. Filmoteca  de la Generalitat Valenciana, Valencia, 1998.


miércoles, 27 de julio de 2022

Nine Men (1943)


La aparente facilidad con la que el ejército alemán había avanzado hacia Francia y obligando a rendirse al ejército francés y al ejército británico a replegarse y a evacuar sus tropas del continente, durante el llamado milagro de Dunkerque, precipitó el optimismo suficiente para que, a mediados de 1940, Mussolini decidiese hacer su propia guerra en África contra el tocado Imperio Británico, a quien quiso arrebatar Egipto, para engrandecer su ego de “ducce” y crear su imperio mediterráneo. Pero lo que parecía un camino fácil, resultó no serlo, puesto que los británicos ni estaban derrotados ni tenían la intención de dejarse vencer. Esto se observa en la ficción de Nine Men (1943), un bélico rodado por Harry Watt con una precisión y detalle envidiable, quizá por su experiencia de documentalista en la GPO Film Unit —venía de realizar los documentales bélicos The First Days (Alberto Cavalcanti, Peter Jackson, Humphrey Jennings y Harry Watt, 1939), London Can Take It (Humphrey Jennings y Harry Watt, 1940), Target for Tonight (1941)— o porque así lo exigía el tiempo de guerra; puede que una combinación de ambas. La propuesta bélica de Watt se desarrolla en pasado para decir a su público que lo peor ha quedado atrás y, aunque la lucha continúe, ya no será a la defensiva, como sí acontece en el pretérito que, salvo la introducción, engloba la totalidad de una historia que tiene como protagonistas a nueve soldados británicos que se ven obligados a enfrentarse a más de sesenta italianos en el desierto.



Espléndida en su ritmo, Nine Men se inicia en el presente inglés, cuando el sargento Watson (Jack Lambert) adiestra a un nuevo grupo de reclutas y les detalla aquel momento excepcional durante el cual sobrevivió al enemigo. Las imágenes se trasladan al pasado, acompañadas por la voz del suboficial, la cual, a lo largo del metraje, hará de guía para informar de la situación y de las sensaciones que les generaba en instante: sin apenas municiones, con escasez de agua, obviamente una de sus mayores preocupaciones, nada de comida y un oficial muerto y un soldado moribundo que no tarda en hacer compañía a la tumba del primero. El realizador de Night Mail (1938) expone la acotación espacial y la situación de cerco como si estuviese sucediendo en ese preciso instante, y no en la memoria del narrador; en todo caso resulta un bélico que, más allá de la propaganda y de la capacidad de síntesis de Wyatt, me trae a la memoria el gusto de Howard Hawks por retratar a hombres atrapados en una situación que asumen sin quejas, la encaran y luchan, y La patrulla perdida (The Lost Patrol, John Ford, 1933), pero Nine Men no es un film fantasmal donde el enemigo se intuye, pero no se deja ver. En este bélico de la Ealing, el enemigo es reconocible: son esos soldados italiano contra quienes combaten los británicos en el desierto de Libia y en otras zonas del continente africano; más adelante, cuando la situación pinte de cara para los anglosajones, los latinos solicitarán ayuda a su aliado germano, recrudeciéndose el conflicto, pero también obligando al ejército alemán a destinar tropas y recursos al norte de Africa y a Grecia, divisiones y logística que necesitaba para la Operación Barbarroja.




lunes, 25 de julio de 2022

San Demetrio London (1943)


Durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), la marina mercante británica navegó el Atlántico norte de su costa a la estadounidense, y de nuevo al puerto de partida, para llevar a suelo inglés el material bélico, los alimentos y el petróleo necesarios para continuar resistiendo el cerco y la envestida alemana durante los primeros años del conflicto armado; a la espera de que el pariente norteamericano se decidiese a entrar en la guerra y aligerase el peso que escoceses, galeses e inglesas soportaban desde que se produjo la caída del continente europeo. Los estudios Ealing de Michael Balcon se volcaron —a instancias del gobierno británico— en la producción de películas de propaganda bélica durante este periodo de guerra, pero también son películas que, en su buen hacer y en sus mejores casos, todavía resultan una delicia ver. Ese buen hacer era una de las máximas de Balcon y se aprecia en San Demetrio London (1943), un film realizado por Charles Frend, quien también participó en la escritura del guion. Inspirado en el rescate del San Demetrio real, Frend trabajó el argumento y la historia al lado de Robert Harmer —quien, sin acreditar, rodó algunas escenas— y Pen Tannyson, responsable de Convoy (Pen Tennyson, 1940), otro título de referencia del bélico hecho en la Ealing, y en el que ya se apuntaba la importancia de la marina mercante en la guerra que se estaba librando, ya que sin esos barcos de carga, Gran Bretaña habría sido asfixiada por falta de recursos.



En San Demetrio London, la Ealing homenajea a esos marinos no militares que se entregan y se sacrifican por el bien común de su país: ganar la guerra, pero nunca pierde de vista la importancia de realizar una buena historia, una que entretenga y contenté al público, al tiempo que le comunique la propaganda exigida por la situación bélica que se estaba viviendo en la realidad: el tiempo de guerra reflejando en el film de Frend, el cual se inicia en la calma que precede a la tempestad. En esta ocasión, la tormenta se presenta en forma de buque enemigo, que cañonea el navío inglés, a su regreso de Galveston (Texas) donde ha cargado sus bodegas hasta los topes de petróleo. De poco le sirve al San Demetrio viajar en un convoy, ya que se rezaga y sufre los cañonazos que obligan al capitán y a los hombres a abandonar la nave; siendo rescatados todos menos un grupo de marineros que navega en un bote salvavidas durante dos días y dos noches, padeciendo hambre y frío, prácticamente resignándose a perecer. Pero el mar les devuelve al viejo conocido, que todavía se mantiene a flote, aunque su aspecto no augura nada bueno: las llamas continúan sobre la cubierta, amenazando con hacer volar lo que ya podría llamarse viejo cascarón. No obstante, los hombres eligen subir a bordo y arriesgar sus vidas en el petrolero, que hallar una muerte casi segura en la barca. A partir de ese instante, la película se trasforma en una constante superación y colaboración, previamente lo había sido de supervivencia, sin héroes puesto que todos lo son. De eso se trata, de elevar la moral con un film donde el espíritu británico no se rinde ni en las condiciones más adversas. Son hombres corrientes, pero todos son héroes en los instantes más decisivos, que son tácticamente todos desde el ataque. No se dejarán vencer ni se darán por vencidos; y ese es el mensaje propagandístico, el que sale a relucir a la superficie gracias al esfuerzo conjunto que se convierte en la heroicidad coral de un grupo de hombres al límite, cuyo esfuerzo y entrega sirven para que los autores del film logren uno de sus propósitos: levantar y unir el espíritu de la “Union Jack” en escoceses, galeses, ingleses, quizá algún irlandés del norte, e incluso un canadiense que viajan en el mismo barco y reman en la misma dirección.




domingo, 24 de julio de 2022

La barrera del sonido (1952)


Una muestra más de la innegable elegancia fílmica de David Lean, parte de la cual adquirió en su etapa de montador, se encuentra al inicio de La barrera del sonido (The Sound Barrier, 1952), en el travelling panorámico de las rocas blancas de Dover, plano en movimiento que se detiene en las inmediaciones de un avión alemán derribado. No es una elección caprichosa; tampoco la siguiente secuencia, que muestra el espacio terrestre desde donde ha filmado el movimiento de cámara previo. Ahora deja ver a unos pocos soldados tendidos sobre la hierba, para inmediatamente fijarse en el cielo donde un spitfire vuela en apariencia armonioso, hasta que cae en picado. Pero es una caída controlada por la pericia del piloto (John Justin), que logra estabilizar el caza. En ese instante de apertura, Lean nos ha situado geográfica y temporalmente, además nos introduce en el medio aéreo, que será protagonista de este film que, sin estar entre lo más conocido y destacado de su filmografía, contó con un guion del popular dramaturgo Terence Rattigan e introduce un tema que el cineasta desarrollará hasta su máxima expresión cinematográfica en El puente sobre el río Kwai (The Bridge on The River Kwai, 1957) y Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962). Se trata del visionario u hombre obsesionado con una idea: alcanzar la velocidad del sonido, en el caso del constructor y magnate aeronáutico J. R. (Ralph Richardson); la construcción del puente, en el coronel Nicholson; o unificar y liderar a los pueblos árabes, la visionaria ambición de Lawrence. Los tres personajes quieren hacer lo que nadie ha hecho antes y se adentran en un terreno que bordea la locura, cuando no caen en ella. Son capaces de contagiar su sueño a quienes les rodean y sacrificar vidas para lograrlo, pero, a pesar de liderar multitudes, son solitarios, condenados a la soledad e incomprensión del visionario. En definitiva, sufren como hombres y hacen sufrir como pioneros iluminados que buscan ir más allá.



El realizador inglés plantea esto a la par de las relaciones humanas que asoman a lo largo del film, pero no cabe duda que su mayor interés recae en el individuo en su búsqueda de ensanchar horizontes: J. R., pero también los pilotos como Tony (Nigel Patrick), el marido de Susan (Ann Todd), la protagonista femenina e hija del hombre obsesionado con alcanzar la velocidad del sonido. Cuando Susan presenta a Tony a su padre, este le observa y comprende que es el piloto que necesita. De modo que J. R. le ofrece a Tony ser piloto de pruebas en su empresa después de la guerra, puesto que aquel aceptara, como se verá después de la muerte en accidente aéreo de Chris (Delholm Elliott), el hermano de Susi, y de que La barrera del sonido regrese a las blancas rocas de Dover. En ese instante, ya no hay soldados; hay varios operarios civiles en un momento de descanso que escuchan el sonido de un avión más potente que aquel Spitfire del pasado. La guerra ha concluido y Tony vuela a una velocidad que marca Match 0,7. Todavía falta para superar la velocidad sónica —en la realidad lo haría el estadounidense Chuck Yeager—, pero ni él ni J. R. se dan por vencidos. Son pioneros, ya que nadie antes ha estado allí donde quieren ir, más allá del Match 1, donde nadie sabe qué puede encontrar, ni qué sucederá al aparato ni al piloto. Pero, de lograrlo, habrán superado otro reto de la física, aunque por el camino haya riesgo y accidentes mortales. Entonces, ¿por qué hacen lo hacen? Porque en todo pionero hay un grado de locura y de grandeza, de ambición de ser el primero en ir donde nadie ha estado antes, de obsesión y de osadía, de aspirar a la divinidad y a ser otro Prometeo que entregue nuevos fuegos a la humanidad, para que esta pueda avanzar y mirar arriba, apuntar alto, a la inmensidad que espera.




sábado, 23 de julio de 2022

Chocolate (1979)


El cine quinqui no nació para ser memoria, sino para mirar su presente; el pasado no es para sus protagonistas, es para sus “viejos”. Su tiempo es el ya; su futuro, el ahora. Las prisas por vivir a tope son parejas a la velocidad con la que caen. Son jóvenes marginales, en casos incomprendidos, sin ninguna “verdad” a la que aferrarse, empujados a delinquir o amamantados en la delincuencia, que muestran más que su inconformismo, su necesidad de poner tierra de por medio, pero solo dan pequeños “palos” y se dejan entre “picos” de heroína. El quinqui no nació para ser memoria de una época, sino para reflejar esa realidad marginal que sale a la luz durante la transición, época en la que también las drogas salen a la luz. Pero dicho lo anterior, el tiempo que nos separa hace que sus mejores títulos sean hoy memoria de un país; o mejor dicho, el reflejo de un momento y de un tipo juvenil —el quinqui, que más pronto que tarde sería estereotipo— exclusivo de ese instante que se plasma en la pantalla. Es un cine contemporáneo, es decir, de su instante, en él nace y ahí vive en la inmediatez exigida por sus protagonistas: jóvenes que ya no temen la condena religiosa, ni moral, ni del orden ni de la ley. Crecen en el caos, en el tránsito entre la dictadura y la democracia, en la periferia de una sociedad que, de la noche a la mañana, pasa de tradicional y católica a moderna y laica, con el desarrollismo económico entre medias, el que dio pie a esos espacios marginales urbanos donde el quinqui empieza a asomar.



En el cuarto de “Muertes” (Ángel Alcázar) luce sobre el cabecero de la cama un póster de The Warriors (Walter Hill, 1979), film de culto e inspiración chulesca para esos jóvenes rebeldes y marginales contemporáneos al estreno de la película. Pero la vida en los suburbios urbanos no es la aventura nocturna de pandilleros perseguidos por incontables bandas por calles neoyorquinas que distan fantasía y media del extrarradio madrileño de donde Muertes y su amigo El Jato (Manuel de Benito) pretenden salir para no regresar. Aunque tenga sus dosis de acción, Chocolate se representa en las antípodas del film de Hill, ya que se trata de un drama juvenil que pretende tener los pies en el suelo y, para ello, bebe de la realidad inmediata en la que las drogas, la prostitución, el sexo, la violencia y dos generaciones, padres e hijos, enfrentadas —no solo por los años que las separan, sino por los cambios culturales y políticos que agudizan la incomprensión entre ambas— forman parte indisociable del panorama social que Gil Carretero maneja con brío en su segunda y ultima película acreditada como director.



Basándose en la novela La droga es joven, de José Luis Martín Vigil, Carretero logra en Chocolate uno de los referentes del cine quinqui de los primeros años de la actual democracia española, un tipo de cine autóctono que solo podría darse en aquella España y en aquel instante de transición de la represión franquista a las libertades democráticas. Era un país de promesas, de horizontes que se abría también para esos dos jóvenes marginales que “bajan al moro” buscando vivir el sueño “barriobajero” que les distancie de la miseria que han mamado desde la cuna y les permita comerse el mundo al margen de la ley y de la moral católica que había reprimido a la generación previa. Y para ello, toman una vía ilegal que suponen fácil y novedosa. La intención de sacarse unas “pelillas” “trapicheando” y salir del pozo de miseria en el que malviven familias como la del Jato o para ser alguien, como desea “Muertes”, asoma en el trepidante inicio marroquí de Chocolate, cuando se intuye que ambos amigos están condenados a soñar el cuento de la lechera, pero no a lograr que se materialice —el Jato sueña una vida al lado de Magda (Paloma Gil) y Muertes quiere ser un “padrino”, pero se hunde en su adicción a la heroína. Las drogas son la nueva realidad callejera, aunque también asoma en las casas burguesas; tal como Carretero explicita en la mansión donde una clienta y sus amigas fuman porros mientras hablan de sexo y deciden alquilar y jugarse a “Muertes”. Aquella España, la retratada por el cine quinqui, también por el cine del destape —cuya intención distaba de la perspectiva sociológica que hoy ofrece recordarlo—, por la comedia madrileña y la barcelonesa, se desinhibe tras casi cuatro décadas de dictadura y libera el deseo y el hedonismo que, durante el franquismo, solo fueron posibles de puertas adentro y de exclusividad de las minorías socio-económicamente favorecidas.


Con la transición y la democracia, las drogas fueron una de las realidades del país. No es que antes no las hubiera o no se consumieran, pero no eran tan accesibles y menos aún para los jóvenes como los que “pillan” a la puerta del instituto donde el Jato pasa su “costo” a mejor precio que la competencia o en el aula donde Magda hace lo propio con sus compañeras. Esta adolescente de 17 años vive atrapada entre la marginalidad juvenil a la que accede por amor al Jato, cuyo sueño sería alejarse del mundo junto a ella, y el universo adulto, el de sus padres, criados durante el franquismo. Ella es una especie de puente y víctima de las distancias insalvables que ella misma sufre en su sensación de incomprensión y en su apremiante necesidad de liberarse del yugo familiar; aunque sus padres no son opresores, solo son dos personas superadas por la situación y por la brecha que se abre entre ellos y su hija. Respecto a esto, hay un instante que puede resumir lo que sucedía en muchos hogares de aquella España de la transición y de los primeros años democráticos, en la que la tradición y la modernidad se las veían mientras buscaban convivencia y equilibrio. Después de la discusión en la que Magda les anuncia que se va de casa, El padre (Agustín González) le dice con amor, culpa y pena: <<y si no lo hemos hecho mejor, es porque no hemos sabido>>.



viernes, 22 de julio de 2022

Waterworld (1995)


La carrera profesional de Kevin Costner marchó ascendente desde Los intocables (The Untouchables, Brian De Palma, 1987) hasta Waterworld (Kevin Reynolds, 1995), período durante el cual se convirtió en uno de los nombres y rostros más populares del cine gracias a los éxitos y el prestigio cosechados por Bailando con lobos (Dance with Wolves, Kevin Costner, 1990), Robin Hood, príncipe de los ladrones (Robin Hood. Prince of Thieves, Kevin Reynolds, 1991), El guardaespaldas (The Bodyguard, Andrew Davis, 1992) y Un mundo perfecto (A Perfect World, Clint Eastwood, 1993). La popularidad alcanzada por estos films le dieron el brillo de las grandes estrellas cinematográficas y su atractivo cara la taquilla lo situó en una posición de privilegio, dentro de la industria cinematográfica, desde la cual podía elegir las películas que desease realizar, producir o protagonizar. Esto le llevó a emprender proyectos tan costosos como Waterworld y Mensajero de futuro (The Postman, Kevin Costner, 1997), dos film de ciencia-ficción que protagonizó y produjo, aunque en el segundo también asumió labores de dirección. Pero ninguna de ellas fue un éxito, más bien lo contrario, tanto desde una perspectiva comercial como artística, lo que supuso el descenso de la cima que el actor, director y productor había alcanzado. Dejaré para otro momento The Postman y me centraré en Waterworld, cuya peculiaridad, aparte de la expectación mediática que despertó su accidental rodaje y su elevado coste económico —oficiosamente, se publicitó como la película más cara hasta entonces rodada en Hollywood—, sería que se desarrolla en un mundo acuático, sin tierra firme debido al deshielo polar que ha provocado la desaparición de la corteza continental de la tierra. En esa piscina planetaria los humanos se ven limitados a subsistir sin recursos y en pequeños clanes, incluso en la soledad en la que se descubre al héroe interpretado por Costner, a quien para disimular su heroicidad se intenta atribuir un carácter entre los hombres sin nombre de Clint Eastwood en la trilogía del dólar de Sergio Leone y el distanciamiento social asumido por Mad Max en la segunda entrega de la saga de George Miller, pero, a diferencia de aquellos, no apenas disimula que se trata de un héroe con disfraz de antihéroe, uno que establece una relación familiar —en apariencia, a regañadientes— con Helen (Jeanne Tripplehorn) y Elona (Tina Majorina), la niña perseguida por el Diácono (Dennis Hopper) y su banda porque lleva tatuadas las coordenadas de la mítica tierra seca.



jueves, 21 de julio de 2022

Nietzsche: el filósofo del millar de rostros


<<Si este escrito resulta incomprensible para alguien y llega mal a sus oídos, la culpa, según pienso, no reside necesariamente en mí. Este escrito es suficientemente claro, presuponiendo lo que yo presupongo, que se haya leído primero mis escritos anteriores y que no se haya escatimado algún esfuerzo al hacerlo: pues, desde luego, no son fácilmente accesibles. En lo que se refiere a mi Zaratustra, por ejemplo, yo no considero conocedor del mismo a nadie a quien cada una de sus palabras no le haya unas veces herido a fondo y, otras, encantado también a fondo: solo entonces le es lícito, en efecto, gozar del privilegio de participar con respeto en el elemento alciónico de que aquella obra nació, en su luminosidad, lejanía, amplitud y certezas solares…>>

Del prólogo de La genealogía de la moral.


Las obras de Nietzsche pasaron sin pena ni gloria mientras tuvo lucidez, aunque esto no implica que al final de su vida obtuviesen un éxito febril. Cierto que la curiosidad por Nietzsche llegó a partir de su enfermedad, supongo que por el morbo que generó entre colegas y público la posibilidad de leer a un “loco” que, con anterioridad, ya consideraban un incómodo estrafalario, y el éxito después de su muerte. Pero en vida, ni siquiera su mayor escándalo literario fue un superventas. Así habló Zaratustra no tuvo la acogida esperada por este artista trágico, más que pesimista, dionisíaco, que puso dinero de su bolsillo para publicarla —lo que de paso, confirma que la autopublicación no es un fenómeno de nuestros días, aunque en nuestros días se ha hecho de ella un negocio fenomenal y a gran escala.


Incluso hoy, ya mundialmente famoso, es un autor leído por una minoría, aunque la mayoría lo nombre Nisze o Nisce —oído, a ver quién escucha la diferencia— y diga algo sobre sus ideas, muchas de las cuales fueron ocultadas, interpoladas o alteradas después de su muerte, al gusto de quienes vieron en partes de su obra un medio para sus propios fines. Como cualquier pensamiento, el conjunto de ideas que forma el pensamiento evolutivo de Nietzsche da que pensar e invita a pensar, pero no resulta peligroso, a lo sumo complejo, exigente; por momentos radical y novedoso; ambiguo y contradictorio, quizá, porque no explica masticadas las razones que le llevan a sus afirmaciones, que exclama sincero. Las expresa sin miedo, con lucidez, golpeando con martillo germánico, sin necesidad de justificarse ni justificarlas ante moralistas que rechaza, como repudia la hipocresia de la moral que les aprisiona. En ese punto, es fácil pensar que asume ser una especie de mesías o un nuevo Prometeo que llega para liberar a la filosofía; aunque esto no sea así —él solo ha abierto los ojos, buscando, examinando e interpretando y evidenciando con conclusiones que pueden “herir a fondo o encantar también a fondo”. Pero de lo que se puede estar seguro es de que no fue responsable de la apropiación de su filosofía, si se le puede llamar así a la obra de alguien a quien se podría calificar de antifilósofo, una de las mil caras que se le ha querido dar a quien escribió que <<Todo lo que los filósofos han venido manejando desde hace milenios fueron momias conceptuales; de sus manos no salió vivo nada real. Matan, rellenan de paja, esos señores idólatras de los conceptos, cuando adoran —se vuelven mortalmente peligrosos para todo, cuando adoran.>> (Crepúsculo de los ídolos)


Como no me oye ni me lee, diré, además, que el autor de Ecce homo es el filósofo del millar de rostros, el Lon Chaney de la filosofía moderna, el pensante que te escupe verdades a la cara y aquel que igual sirve para un roto que para un descosido, el que emplearon para sus fines las diversas ideologías que manipularon o tergiversaron a su gusto las ideas expresadas por aquel que afirmó que “no existen fenómenos morales, sino solo una interpretación moral de fenómenos…” (Más allá del bien y del mal). Ya que, ¿quien iba a perder su ociosidad leyéndolo e intentado comprenderlo? Así, igual dicen de este pensador, uno de los más importantes de la historia de la filosofía, que era antirreligioso o que superreligioso, que si moralista o inmoralista, revolucionario o reaccionario, nazi o anarquista, librepensador, profeta, pesimista o loco. ¿Quién era en realidad? ¿Qué le llevó a su pensamiento y en qué consiste este, si es que puede ser detallado sin riesgo a minimizarlo o a llevarlo a terrenos que le serían ajenos? Y más importante aun, ¿por qué habló Nietzsche/Zaratustra, si nadie le escuchaba? ¿Quizá porque soñaba que había quien sí le oía, aunque fuese en la distancia?



miércoles, 20 de julio de 2022

Katharine Hepburn: Veneno para la taquilla, dame veneno que quiero morir


<<Durante este periodo mi carrera cayó en picado. Fue entonces cuando empezaron a ponerme la etiqueta de “veneno para la taquilla”. Los dueños de las salas independientes estaban tratando de librarse de mí, de Marlene Dietrich y de Joan Crawford. Pero al parecer, para conseguir las películas que realmente querían, estaban obligados a contratar las nuestras.

En realidad, yo les compadecía: había hecho una serie de películas muy aburridas:

Corazones rotos (Break of hearts)

La gran aventura de Silvia (Sylvia Scarlett)

Mujeres rebeldes (A Woman rebels)

Olivia (Quality Street)

Y otras buenas:

Sueños de juventud (Alice Adams), con Fred MacMurray

Damas del teatro (Stage door), con Ginger Rogers

La fiera de mi niña (Bringing up baby), con Cary Grant

Vivir para gozar (Holiday), con Cary Grant

Estas últimas eran buenas películas pero, al parecer, me había convertido en alguien a quien los empresarios evitaban a causa de las cuatro precedentes. Filmé Vivir para gozar gracias a que aceptó prestarme la RKO, que estaba ansiosa por librarse de mí y me había ofrecido hacer Mother carey’s chickens, que yo había rechazado. Hicimos un trato: yo les pagaría 75.000 dólares y ellos me dejarían hacer Vivir para gozar para Columbia. Harry Cohn, de la Columbia, me había ofrecido 150.000 dólares.

En aquel momento me convertí en líder del “veneno para la taquilla”. Los dueños de cines independientes me pusieron en la cabeza de las listas. Realmente había ido cayendo y cayendo. Terminé Vivir para gozar.

Así que Harry Cohn quedó clavado con Vivir para gozar mientras se producía toda aquella publicidad negativa. Pobre Harry. Pensó replicar con un anuncio que preguntaba: ¿Qué malo tiene Katherine Hepburn?, pero le aconsejé no hacerlo.

—¡Cuidado! Podrían decírtelo.

Entonces resolví que lo mejor que podía hacer era volver al Este y representar una comedia o cualquier otra cosa.>>*

Así cuenta Katherine Hepburn su época venenosa, en la que estaba considerada más letal para las taquillas cinematográficas que Mel Gibson y Danny Glover para los cacos que les salían al paso en los estruendosos ochenta. Pero, aparte de su letalidad comercial, la actriz también deja claro un punto importante que puede explicar, al menos en parte, la raíz del fracaso de las espléndidas La fiera de mi niña o Vivir para gozar. En Hollywood, la publicidad es parte vital del negocio y los estudios se gastan un dineral en ella; tanto que pueden lograr que un film pésimo reviente la taquilla y se considere una obra maestra, exclusivamente por su recaudación, ya que en la industria hollywoodiense hacer pasar cantidad por calidad forma parte de la fantasía del cine. No obstante, existe otra publicidad, la mala, que puede resultar ruinosa aunque sea gratis. Una de este tipo, era la que arrastraba la futura protagonista de La reina de África (The Africa Queen, John Huston, 1951) tras un par de reveses taquilleros. Como comenta Jose Luis Sáenz de Heredia al inicio de la hilarante El grano de mostaza (1962), de algo apenas visible se puede llegar a hacer una montaña y eso es lo que sucedió en torno a esta grandísima actriz que volvió al este y representó una comedia cuyo éxito resultó un antídoto de por vida, uno que la devolvió por la puerta grande al cine e hizo que los productores quisieran tener “veneno Hepburn” en sus películas.

*Hepburn, Katharine: Yo misma (traducción Susana Constante). Salvat Editores, Barcelona, 1995.

martes, 19 de julio de 2022

Pánico en el transiberiano (1972)


Más que terrorífico, el fantaterror es un género de lo más optimista, que exige predisposición a creerlo posible. Sus historias  se desarrollan en la ilusión y en imposibilidad de la realidad mundana, y exigen dejarse llevar fuera de dicha realidad. Con actores de la talla de Peter Cushing y Christopher Lee, el viaje resulta más sencillo; también lo resulta el aceptar ser cómplices y víctimas del misterio y de la fantasía que nos proponen, aunque sepamos que todo cuanto sucede en la pantalla es mentira, fruto de un guion y de una intención preparada y detallada para condicionarnos y llevarnos allí donde la realidad física no nos permite ir. Pero ese engaño o fantasía gana las simpatías de quien se deja embaucar y se embarca en un recorrido durante el cual la presencia de ambos británicos invita a que aceptemos y compartamos las distintas situaciones que viven. Con ellos, todo parece más sencillo. Son elegantes y ambiguos. Despiertan nuestra inquietud y avivan inseguridades; y con ellos se engrandece el conjunto del que forman parte. Ambos actores alcanzaron su plenitud artística en las producciones Hammer, en las que dieron rienda suelta a su talento y lo pusieron al servicio de la fantasía y del terror. Inolvidables son sus interpretaciones para Terence Fisher y otros realizadores. Dráculas, Van Helsing, momias, Frankenstein o su criatura forman parte de la galería de ilustres e iconos más representativos del cine de terror. Pero también se dejaron ver lejos de la productora londinense, por ejemplo en esta coproducción hispano-británica que nos traslada a la lejana Siberia, a un tren donde el miedo y el suspense se desatan de la mano de Eugenio Martín, junto Jesús Franco y Jacinto Molina, uno de los máximos representantes del fantaterror español, aunque menos reconocido que los dos protagonistas de Pánico en el Transiberiano (1972). Con esto ya poco me queda por escribir, salvo que habrá quien disfrute o se asuste, quien sienta horror o rechazo hacia la película, pero lo cierto es que el fantaterror de antes resultaba más simpático y honesto que el de hoy, aunque quizá esto apenas importe en una época en la que al género del terror se le exige otro tipo de fantástico, quizá uno que carezca de la fantasía y la desvergüenza de este film que Martín desarrolla, en su práctica totalidad, en el interior de un tren en el que viaja una criatura de otro planeta.




lunes, 18 de julio de 2022

Entre la siesta y el café


Estaba echando una siesta, transitando entre la consciencia e inconsciencia, cuando me vino a la mente la sencilla complejidad con la que creamos pensamientos e imágenes mentales. Pensé una palabra suelta, el sustantivo “mesa”, a la que se unió el adjetivo “roja”, y luego vino a añadirse el pronombre personal “ella”. Así obtuve “mesa roja ella”; tres palabras que ignoro si escogí aleatorias o fue el subconsciente el que escogió por mí, ese “mí” que se las da de “enterao” y apenas se entera de algo. Pero más allá de la autoría de semejante trinidad, el trío lingüístico esbozaba un pensamiento al ritmo del primer ronquido, que invitaba a un segundo. Fue durante este, cuando se añadió el pronombre personal átono “me”, más el verbo “ayudar”, conjugado “ayudó”, y la preposición “con”. Haciendo trampa, que para eso es mi mente y mi mente es más tramposa durmiente que despierta, abrí durante un segundo los ojos y trasladé “ella” al inicio y ya no sé cómo obtuve “ella me ayudó con la mesa roja”, después de sumarle el artículo “la”. Y así, de algo sin aparente sentido, obtuve algo que sentía. Pues ya no eran solo palabras, ni siquiera se trataba ya de una frase simple ni nada relacionado con la clase de lengua en la que posaba mi cabeza sobre un pupitre incoloro. Era un recuerdo complejo en mi memoria, la imagen de una persona concreta y de un momento puntual que guardo y que refieren sensaciones, sentimientos, emociones, ilusiones.


Dejo ese momento donde debe estar, en la privacidad de mi memoria subjetiva y personal, un espacio que solo a mí me concierne e interesa, y donde nacen pensamientos como este que empleo de ejemplo para señalar lo obvio: la importancia de las palabras para representar nuestro pensamiento, nuestros recuerdos y la identidad que, en nuestra percepción, conferimos a las personas que conocemos, a los instantes que vivimos e incluso a nosotros mismos cuando, en silencio, entablamos nuestras conversaciones íntimas e intentamos preguntarnos, conocernos, engañarnos. Sin palabras y sin otros signos lingüísticos desaparecería la posibilidad comunicativa, pues, aunque hablemos, no siempre se produce o se entabla comunicación. Sin palabras (imagen de conceptos concretos y abstractos) careceríamos de referencias o de las herramientas básicas para crear un espacio comunicativo interno y externo. En definitiva, las palabras y los signos son herramientas simples, pero necesarias para que cada pensamiento adquiera complejidad, objetividad y subjetividad, reduciendo o ampliando ideas abstractas y concretas, dando pie a fantasías y absurdos, idas de olla que de vez en cuando liberan. El lenguaje es neutro, no así quien lo emplea y quien le concede atributos, e incluso sexo y peligrosidad, aunque esto ya sería mucho conceder a las palabras, aunque algunas, salvo adverbios, conjunciones y preposiciones, tengan género y número o puedan pronunciarse para descalificar y herir. Pero lo que me interesa señalar es que, entre la siesta y el café, me pregunté por el significado de aquel sueño de palabras y mesas rojas, y me dije a mí mismo: simplifiquemos el lenguaje al máximo, y desaparecí…