Hay películas que exigen un final feliz, aunque el final sea el principio o la espera de un nuevo comienzo. Este es el caso de Te volveré a ver (I’ll Be Seeing You, 1944), al menos por dos motivos que le exigen abrirse a la esperanza. El primero es la propia Guerra, que todavía continuaba en Europa y en el Pacífico, y el segundo, William Dieterle, que era un romántico que creía que la soledad hiriente y las heridas psicológicas se curaban con amor, conocimiento, cercanía, confianza. El supo dotar de emotividad a ese final, pero también al resto de una película que, tras su apariencia de melodrama, plantea complejidades hasta entonces poco tratadas en la pantalla. Aparte de sus novedosas biografías para Warner Bros., en las que enfrenta a los personajes a su momento histórico, y le sirven para denunciar el presente de la segunda mitad de la década de 1930, el cine de Dieterle brilla en historias de amor que transcienden los tópicos y se sitúan en lugares poco comunes donde el amor libera a sus protagonistas del dolor y de los fantasmas que les asfixian. Ese amor, fuerza liberadora que desconoce límites temporales en Jennie (Portrait of Jennie, 1948) o que vence a los espectros de La senda de los elefantes (Elephant Walked, 1953), ya sublima esplendoroso y curativo en Te volveré a ver para liberar a una convicta, condenada a seis años por homicidio, y a un soldado, aquejado de neurosis de guerra. Mary (Ginger Rogers) y Zach (Joseph Cotten) tienen mucho en común, aunque lo ignoren cuando se conocen en el tren que les permite su primer encuentro, pues ambos sufren sombras psicológicas que oscurecen un presente en el que viven atrapados, más allá de las barreras físicas de una cárcel o de un hospital mental.
Rodada durante la Segunda Guerra Mundial, cuando la situación bélica, vista desde el hogar, pintaba mejor para los aliados —que avanzaban en los dos teatros de operaciones—, aunque en el frente las cosas se sentían de otro modo, Te volveré a ver es de las primeras producciones en abordar los traumas psicológicos posbélicos, adelantándose a la magistral Los mejores años de nuestra vida (The Best Years of Our Lifes, William Wyler, 1946) y a Hombres (Men, Fred Zinnemann, 1950). Contraria a la propaganda que ambos observan en la pantalla, durante su primera cita, la definición que Zachary ofrece a Mary de la guerra difiere de la magnificencia que observan en el cine. En ese instante de conversación, lo de menos podría ser la definición, pero ahí queda establecida la diferencia entre la imagen bélica creada para exhibirse al público y la impresión íntima de vivir en primera persona el momento bélico, que es lo que Zach conoce. Pero ese instante es importante porque es la primera vez que el sargento se abre a alguien, es la primera vez que se siente a gusto para hablar. Al principio, es un hombre roto, Mary así lo comprende y le ayuda a recomponerse, aunque para ello deba ocultarle que también ella es prisionera de sí misma, del pasado que no puede olvidar y del presente que le ha concedido una pausa en su condena. Mary ya ha cumplido tres años de encierro y, por buen comportamiento, le han concedido un permiso navideño de diez días, que pasará en compañía de sus tíos y de Barbara (Shirley Temple), su prima adolescente. Se trata de un hogar de clase media estadounidense, con su radio y su celebración navideña, pero Dieterle no es empalagoso —ni artificioso, como podría haberlo sido George Cukor, el director inicialmente previsto— y emplea la felicidad hogareña para explicar la situación de la protagonista y su imposible, puesto que ella desea una vida así, pero comprende que, debido a su pasado, nunca podrá ver cumplido su sueño; al menos eso cree, porque, aunque difiere del trauma bélico de Zach, también sufre y ha de superar las secuelas psicológicas de una experiencia traumática en la que incluso asume una culpabilidad que no le corresponde, como aclara la breve analepsis que Dieterle introduce cuando Mary cuenta a su prima —quien inicialmente se comporta como si ser convicta fuese algo contagioso— su historia.
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