domingo, 4 de agosto de 2019

La calle sin nombre (1948)

El policíaco semidocumental producido por 20th Century Fox encuentra su título seminal en la exitosa La casa de la calle 92 (The House on the 92nd Street; Henry Hathaway, 1945). La película de Hathaway abre el cine policial de posguerra y sienta las bases de producciones que, al tiempo, son propaganda de los departamentos de seguridad estatales e intrigas de impecable factura que detallan en (supuesto) tono realista las pesquisas de los agentes protagonistas. En este primer film se precisa el desmantelamiento de la red de espías nazis que opera en suelo estadounidense en los momentos previos a la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, pero, tres años después, ya sin Hathaway en la dirección y sin Luis de Rochemont en la producción, la amenaza nazi ha desaparecido y el enemigo a combatir está en las calles de las ciudades: son las bandas criminales. Conscientes del panorama social de la inmediata posguerra (incremento de la delincuencia interna y la ausencia momentánea de un enemigo externo a quien señalar) y de las posibilidades comerciales, la Fox produjo La calle sin nombre (The Street with no Name, 1948), la secuela de la arriba nombrada, aunque considero oportuno referirme a ella como un paso más en la evolución del ciclo dedicado a los procedimientos policiales. En la película de William Keighley dicha evolución nace de la fusión de aspectos y personajes expuestos en La casa de la calle 92 y en El beso de la muerte (Kiss of the DeathHenry Hathaway, 1947). De la primera asume su planteamiento y de la segunda los bajos fondos y el protagonismo del criminal interpretado por Richard Widmark, cuyo sadismo emparenta su Alec Stiles con su recreación de Tommy Udo. El narrador, un habitual de la serie, introduce hechos y personajes, entre ellos al agente federal Briggs (Lloyd Nolan), el nexo con el origen del ciclo, pero que mira hacia el presente, consciente de que el enemigo ya no son los nazis, sino las bandas que proliferan en las áreas metropolitanas tras el descenso de la criminalidad experimentado durante la contienda bélica. Ese es el territorio de Stiles, el delincuente, frío, calculador, despiadado y violento, que emplea un "método científico" que considera infalible. Su método consiste en ir un paso por delante, gracias a la información que le llega de la mano del policía corrupto que le mantiene al tanto de los planes policiales y de los historiales delictivos de los jóvenes que considera interesantes para su organización. La irrupción en la pantalla del criminal, quizá menos neurótico que Udo, precipita la desaparición de la voz del narrador y resta protagonismo a los trabajos de archivo y de laboratorio del F.B.I., lo cual repercute a favor del ritmo de la acción que, siguiendo la tónica del ciclo, enfrenta a los chicos buenos de la agencia federal y a los malos liderados por el villano psicótico y carente de escrúpulos. A medida que avanza el metraje, la figura del gángster se afianza y la presencia de Briggs se antoja prescindible, podría sustituirse por dos agentes distintos que ocupasen su lugar; sin embargo, como se ha dicho con anterioridad, es el nexo que permite al público establecer la conexión entre el film de Hathaway y el de Keighley. Briggs funciona en ambos casos como el motor que pone en marcha las intrigas: responsable de infiltrar a un joven universitario de origen alemán que carece de entrenamiento en La casa de la calle 92 y de hacer lo propio en La calle sin nombre, después de acudir a la academia en busca de un cadete (Mark Stevens) cualificado, de alguien <<perfecto. Justo lo que necesitamos>>, la pieza clave para llevar a la práctica el plan que ponga fin a la banda de Stiles, a quien si no le funciona el "método científico", emplea alguno más tradicional y expeditivo.

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