Muchas películas de John Ford ofrecen la doble oportunidad de disfrutar de su capacidad cinematográfica sin igual y de descubrir la historia que no aparece en los libros, aquella que fue escrita sin tinta por los prescindibles imprescindibles que la hicieron posible, y a quienes el cineasta siempre prestó su atención y, sin duda, también su admiración. En su recorrido fílmico por la historia de su país, Ford visitó la Guerra de la Independencia en Corazones indomables (Drums Along the Mohawk, 1939), su primera película en color, pero no lo hizo desde los despachos ni desde los Adams, Franklin, Jefferson, Washington u otros nombres propios de la emancipación de las trece colonias que dieron origen a los Estados Unidos. Esto no sería propio del realizador. Ford lo hizo desde las mujeres y los hombres que crean la Historia, pero que la memoria histórica olvida. A través de estos anónimos y de sus vivencias también anónimas, el cineasta se adentró en un tiempo y en un espacio concreto donde los constructores de la nación, aquellos que nunca aparecerán en los textos, asumen el protagonismo. Esto ya lo había hecho con los pioneros de El caballo de hierro (The Iron Horse, 1924) e incluso en El joven Lincoln (The Young Mr. Lincoln, 1939) se decantó por el anonimato de su protagonista, ya que lo expuso anterior al Lincoln que pasaría a la Historia. Son hombres y mujeres como Gil (Henry Fonda) y Lara (Claudette Colbert), individuos que construyen su hogar en una tierra regada por lágrimas, sangre y muerte. Pero este sufrimiento no implica que la mirada de Ford sea sensiblera, nunca lo fue, y sí contundente, humana, parcial y por momentos cómica. Los pioneros fordianos no luchan por una ideología de masas, ni por intereses político-económicos que escapan a su comprensión o que no tienen cabida en ella, los colonos de Corazones indomables desconocen las causas del conflicto que amenaza su cotidianidad, ellos luchan obligados por las circunstancias y por la determinación de defender la tierra que consideran suya. Inicialmente esta tierra es ajena a Lana, a quien descubrimos en el momento de su enlace con Gilbert Martin, minutos antes de que ambos abandonen las comodidades y la seguridad de Albany y se aventuren por el espacio natural que les conduce hasta la cabaña levantada por el segundo. Allí, en el valle del Mohawk, se produce el contacto de la joven con el medio que en un primer momento le asusta y decepciona, pero que no tarda en arraigar en ella. Es su hogar y, como tal, luchará y sufrirá por su construcción y por su supervivencia. Lana es la heroína de un film en el que Ford concedió suma importancia a la presencia femenina, pues dicha presencia resulta imprescindible en la creación del entorno que exige a todos sus habitantes esfuerzo y sacrificio. Pero el personaje de mayor esencia fordiana lo encontramos en la señora McKlennar (Edna May Oliver), cuya lucidez, humor y sinceridad la convierten en admirable para sus vecinos colonos y atrae las simpatías del público, que contempla el costumbrismo y la humanidad con los que asume su papel matriarcal, bajo el cual ampara al joven matrimonio, cuando la granja de la pareja es arrasada e incendiada por los indios al servicio del ejército británico. La guerra es así. No entiende de ilusiones ni de hogares, y avanza destructiva hacia el espacio ocupado por la comunidad ensalzada por Ford, una comunidad que protege su tierra a costa del alto precio que pagan sin quejas, porque no luchan por abstractos que escapan a la cotidianidad en la que han echado raíces, la misma por la que viven y mueren.
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