A lo largo de los minutos desfilan por la pantalla personajes a cada cual más esperpéntico, individuos que hablan de su sadismo y de su participación en las torturas y matanzas sin mostrar el menor signo de arrepentimiento, más bien con orgullo, quizá conscientes de que nadie vaya a juzgarlos ni a condenarlos. Son hombres como Anwar Congo, el protagonista de The Act of Killing, cuya peculiar visión del pasado da pie a la perspectiva escogida por los cineastas para ofrecer, según sea la versión comercial estrenada en las salas o la íntegra, dos o tres horas de no ficción que sí lo parecen. Las recreaciones de los hechos y las entrevistas a paramilitares, a miembros de escuadrones de la muerte o gánsteres como Anwar hablan en el presente del film de aquel ayer de sangre que exponen en el hoy durante el cual realizan su propia película. A través de sus montajes, actuaciones y palabras se descubre la crueldad sufrida por sus víctimas y no se precisan imágenes de archivo, posiblemente ni siquiera existan, para acceder a la verdad que surge de la ficción recreada por Congo y otros aspirantes a estrellas cinematográficas. Este es el gran acierto de Oppenheimer, el permitir que sean sus sujetos de estudio quienes se interpreten a sí mismos, siendo ellos mismos, y revivan desde sus conversaciones aquel tiempo de terror pocas veces tratado en la gran pantalla, quizá el acercamiento más popular hasta la aparición de The Act of Killing lo encontramos en la ficción crítico-romántica expuesta por el australiano Peter Weir en El año que vivimos peligrosamente (The Year of Living Dangerously, 1982).
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