sábado, 31 de mayo de 2014

Bestias de la ciudad (1957)


El despido de directores que por uno u otro motivo chocaban con las posturas o intereses de los ejecutivos de los estudios no era una práctica asilada dentro de la industria cinematográfica; de tal manera, y a menos de una semana para la conclusión del rodaje de Bestias de la ciudad (The Garmet Jungle, 1957), Robert Aldrich fue sustituido por otro director de menor contundencia narrativa, de ahí que el retrato del hampa firmado por Vincent Sherman presente cierto desequilibrio entre las escenas filmadas por el primero y sus aportaciones, carentes de la fuerza crítica y fílmica del responsable de Attack!. Pese a sus irregularidades, Bestias de la ciudad resulta una interesante muestra de cine negro que se desarrolla en torno a una firma textil que, tras la atractiva imagen que proyecta, se esconde el enfrentamiento económico, ideológico y laboral que mantienen empleados, patrones y "hampones". Walter Mitchell (Lee J.Cobb), propietario de la prestigiosa casa de moda, rechaza sistemáticamente las peticiones de instaurar un sindicato que vele por los intereses de sus asalariados, negativa que conlleva que los trabajadores sufran una situación laboral precaria, en la que sueldos y horarios no se corresponden con aquellos exigidos por la asociación obrera a la que él se opone desde el primer momento, cuando se le descubre discutiendo con su socio al inicio del film, poco antes de que este último suba al montacargas y sufra el accidente en el que pierde la vida; aunque, en realidad, dicho percance no es fruto de un fallo en el engranaje de la máquina, sino del resultado de la manipulación de los hombres de Ravidge (Richard Boone), el delincuente que protege los intereses de Mitchell y, por encima de todo, los suyos. El uso de la intimidación se convierte en una constante dentro del lucrativo negocio de un empresario que opta por cerrar los ojos ante los métodos empleados por el gángster con quien se ha asociado, pues dicha postura le permite ignorar los hechos y que todo continúe como hasta el instante en el que su hijo regresa de Europa, e insiste en conocer y formar parte del negocio familiar. El contacto de Alan Mitchell (Kerwin Mathews) con la costura provoca entre otras cuestiones su encuentro con Tulio Renata (Robert Loggia), un sindicalista que lucha por los derechos de los trabajadores sin amedrentarse ante las continúas amenazas de muerte que recibe de matones que no dudan en presentarse en las reuniones sindicales donde demuestran la violencia de sus métodos de persuasión. Como consecuencia de su contacto con Renata, Alan accede a los aspectos más sórdidos del imperio de su progenitor, a quien intenta concienciar de la necesidad de llegar a un acuerdo con los empleados, pero, como habría sucedido en el pasado, su padre ignora sus palabras y, como consecuencia, la fuerza bruta deja viuda a Theresa Renata (Gia Scala) al tiempo que silencia al testigo presencial del asesinato, temeroso de un final similar al de su compañero y amigo. Con la presencia de la mujer de Tulio, el film cobra una perspectiva que posiblemente tendría menor importancia en la versión de Aldrich, de igual manera que tampoco se incidiría en la relación paterno-filial, que repite planteamientos ya vistos en otras producciones, ya que la propuesta de Aldrich buscaba un tono más agresivo, amargo y radical, que no fue del gusto de los responsables económicos del film, lo que provocó su despido y que Bestias de la ciudad se desarrolle entre dos líneas que nunca llegan a confluir.

miércoles, 28 de mayo de 2014

Batman (1989)


A finales de la década de 1970, el éxito de Superman (Richard Donner, 1978) significó un antes y un después en panorama cinematográfico relacionado con los superhéroes de tebeo. Desde aquel instante, se empezó a hablar de una adaptación cinematográfica de otro famoso héroe de cómic, pero Batman (1989) todavía habría de esperar diez años para ver la luz, ya que se trataba de un proyecto de enormes costes que pretendía un paso más en la evolución del héroe de viñeta al héroe de celuloide. Para llevar a cabo esta complicada misión se barajaron varios nombres, aunque finalmente se optó por un joven director que venía de cosechar dos grandes éxitos económicos con sus primeros largometrajes —La gran aventura de Pee-Wee (Pee-Wee’s Big Adventure, 1985) y Bitelchús (Beetlejuice, 1988)—, el mejor aval posible para convencer a los ejecutivos de la Warner Bros. de que él era el idóneo para adentrase en el universo del hombre murciélago. Desde el primer momento, Tim Burton se decantó por una perspectiva oscura, reflejada en la dualidad de los dos personajes principales y en la nocturnidad que domina en la ciudad de Gotham, que permitía recuperar parte de la esencia original del personaje, la cual se había perdido a raíz de la colorista y caricaturesca imagen ofrecida por la serie de televisión emitida por la ABC entre 1966 y 1968. Llevar a cabo una empresa como Batman no resultó una tarea sencilla, y antes de que se iniciase el rodaje en Inglaterra, surgieron las primeras complicaciones, sobre todo a la hora de elegir al actor que habría de encarnar a Bruce Wayne. Entre los muchos candidatos, Michael Keaton fue el elegido, sin embargo para un buen número de seguidores del personaje creado por Bob Kane se trataba de una elección inaceptable, lo que derivó en quejas y cartas de rechazo que provocaron una crisis en el seno de la Warner. No obstante, tras el estreno del film, Keaton demostró a sus detractores que sí podía ser Batman, algo que Burton —ya había dirigido al actor en Bitelchús— supo desde que se propuso su nombre, pues vio en él a un hombre normal que tendría que ocultarse detrás de una máscara para poder combatir las frustraciones que le obligan a convertirse en ese vengador nocturno condicionado por el trauma del pasado que no puede olvidar, como atestigua su visita anual a la esquina donde sus padres fueron asesinados. Aquel crimen del que fue testigo afectaría a Bruce Wayne hasta el punto de desdoblar su personalidad, creando dos imágenes que se anteponen, pero que se necesitan para poder llevar una vida que le permita soportar el dolor de la pérdida familiar a manos de un asesino que logró escapar. Como consecuencia de su tragedia, en su mente surgió el sentimiento de culpabilidad y la necesidad de enfrentarse a delincuentes, lo que derivó en el hombre de negro que deambula por la siniestra metrópolis haciendo frente a criminales como el Joker, personaje en el que recae mayor protagonismo, quizá por el gusto del realizador de Ed Wood (1994) por los seres complejos y por la presencia de Jack Nicholson, un actor que no planteó la menor duda en su elección y que se embolsó una sustanciosa cantidad fija por su participación, además del quince por ciento de los beneficios en taquilla, casi nada si se tiene en cuenta que Batman fue la película de mayor recaudación en la historia de la compañía fundada por los cuatro hermanos Warner hacia finales de la década de 1910 (aunque no tomaría su nombre actual hasta la siguiente).

martes, 27 de mayo de 2014

La jungla humana (1968)


Como consecuencia del despido del director previsto, el responsable de las espléndidas Motín en el pabellón 11La invasión de los ladrones de cuerpos o Código del hampa, Don Siegel, accedió a la dirección de La jungla humana (Coogan's Bluff, 1968), hecho que propició su encuentro con Clint Eastwood, a quien no conocía y con quien entabló una relación de amistad que se prolongó más allá de sus seis películas en común, una de las cuales fue el debut tras las cámaras de quien años después le dedicaría, a él y a Sergio LeoneSin perdón. Sin embargo, La jungla humana no se encuentra entre lo mejor de sus asociaciones, aunque sí deja entrever el estilo directo de Siegel y la buena química que existía entre ellos, y que daría como fruto títulos tan destacados como El seductorFuga de AlcatrazHarry el sucio, cuyo personaje principal ya se observa en Coogan (Eastwood), pues este presenta algunas de las características que definen la personalidad de Harry Callahan. Al contrario de otros policíacos urbanos de finales de la década de 1960, Bullit o A quemarropa, y otros de la siguiente, The French Connection, San Francisco, ciudad desnuda o la ya citada Harry el sucio, La jungla humana se presenta desde un ambiente rural donde se descubre a un policía pueblerino a quien se observa por por primera vez persiguiendo a un indio que se ha fugado de la reserva. Este momento sirve para acercar al espectador a la personalidad de Coogan y a un entorno que chocará con aquel que descubre a su llegada a Nueva York, ciudad a la que viaja para hacerse cargo de un convicto, pero donde inicialmente es estafado por un taxista o ninguneado por los agentes de la policía metropolitana a quienes visita para arreglar los trámites del caso que le ha llevado hasta ellos. La presencia del agente de Arizona en la gran manzana se debe a la misión de extraditar a Ringerman (Don Stroud), un prisionero que resulta estar indispuesto como consecuencia de la ingestión masiva de LSD, incidente que provoca que la estancia del vaquero en la jungla neoyorquina se prolongue más de la cuenta, algo que lo contraría porque no desea permanecer ni un minuto más de lo necesario en un lugar donde no encuentra nada que le haga sentirse cómodo, salvo la trabajadora social (Susan Clark) de quien se vale para descubrir el paradero de la novia del reo (Tisha Sterling) cuando aquel se fugue. Desde su peculiar interpretación de las normas, Coogan asume saltarse la ley para poder llegar hasta el preso y así trasladarlo hasta Arizona, sin embargo, en el momento de tomar el avión, Ringerman logra escapar y, como consecuencia, se inicia la persecución que obliga al ayudante del sheriff a un mayor contacto con los bajos fondos y la nocturnidad de una metrópolis en la que nunca llega a encontrarse a gusto, y en donde crea los problemas de los que se queja el teniente McElroy (Lee J. Cobb), cuyo punto de vista difiere del mostrado por el policía rural, duro, expeditivo y que se vale de cualquier método para lograr el fin que persigue en ese entorno al que se adapta a pesar de las pronunciadas diferencias que encuentra respecto a su pequeña localidad natal.

sábado, 24 de mayo de 2014

L'Atalante (1934)



La muerte prematura de Jean Vigo (contaba con 29 años de edad) provocó, entre otras cuestiones, que su obra fílmica apenas alcance las dos horas y media que suman las duraciones de A propos de NiceLa natation par Jean TarisCero en conducta (1933) y de L'Atalante (1934), su único largometraje. Pero su corta filmografía no resta para que Vigo sea uno de los intemporales del cine francés. Lo es gracias a su búsqueda de independencia creativa, a su paso adelante, respecto al cine de su época, y a su poética, repleta de simbolismos que nacen de su consciente búsqueda de un cine de emociones y sentimientos. En su primer montaje, L'Atalante, su obra más conocida entre el público, sufrió el rechazo de los distribuidores del film, lo que conllevó cortes, pérdidas y cambios que provocaron que las versiones exhibidas se alejasen de lo ideado por su autor. Por fortuna, en la década de 1990, la Gaumont adquirió los derechos de distribución y realizó un montaje que pretendía ser lo más fiel posible al original realizado por Vigo; lo que permitió un acercamiento más adecuado a la historia que se desarrolla en casi su práctica totalidad a bordo de la embarcación L'Atalante, en la que habitan cuatro personajes, dos de los cuales, Jean (Jean Desté) y Juliette (Dita Parlo), acaban de contraer matrimonio. La primera secuencia los muestra en tierra firme, enamorados, luciendo sus trajes de boda mientras caminan hacia el barco que será su hogar. En ese instante se descubre la promesa de felicidad que poco después se pierde entre las brumas que envuelven a la barcaza en la que ambos inician su vida en común, y que se convierte en la monotonía que merma el carácter de una mujer atrapada en la rutina que le niega la materialización de aquellos sueños de amor y libertad que aguardaba alcanzar al unirse al hombre que ama. El tío Jules (Michel Simon), el veterano marino que cuida de la nave, y su joven ayudante (Louis Lefebvre) se convierten en los testigos de un sentimiento que se marchita entre las discusiones y el alejamiento que se confirma tras la estancia de la pareja en París (el primer contacto con tierra firme desde la boda). Convencida de la imposibilidad que significa permanecer a bordo, Juliette abandona el barco sin despedirse de Jean, quien al descubrir su ausencia asume que no le afecta; pero la desesperación puede con ambos cuando comprenden la importancia de compartir sus existencias, cuestión que queda reflejada en un espléndido montaje paralelo con el que Vigo mostró la solitaria nocturnidad de los enamorados, separados por la distancia, sintiendo y anhelando la presencia del otro en los huecos vacíos de sus camas, en las que no pueden olvidar el sentimiento carnal y espiritual que los une. Las imágenes de L'Atalante, fotografiadas por Boris Kaufman (responsable de la fotografía en las cuatro producciones de Vigo), rebosan una hermosura poética pocas veces igualada, que parece fluir de las aguas del río o habitar en la avejentada embarcación que lo surca, y en la que sus tripulantes viven ajenos a las normas que rigen en tierra firme, algo que Juliette es incapaz de valorar hasta que experimenta la soledad de su separación, de igual modo que Jean comprende que su plenitud no es posible sin ella, pues el sueño de ambos solo es alcanzable si están juntos.

viernes, 23 de mayo de 2014

La salida de la luna (1957)


Las raíces irlandesas de John Ford salen a relucir de manera más o menos explícita en algunas de sus películas, pero en ninguna de modo tan directo como en El hombre tranquilo (The Quiet Man) y La salida de la luna (The Rising of the Moon), ya que estas dos excelentes comedias le permitieron rodar en Irlanda y exponer, de manera pintoresca, tradiciones y costumbres de la nación que vio nacer a sus antepasados. Sin embargo, y al contrario que El hombre tranquilo, La salida de la luna pasó desapercibida para público y crítica al tratarse de una producción modesta que apenas tuvo distribución en salas comerciales; pero, gracias a posteriores pases televisivos, se pudo acceder a esta infravalorada producción que no desentona dentro de la fructífera relación profesional entre Ford y el guionista Frank S.Nugent (encargado de adaptar el relato y las dos piezas teatrales en las que se basan los tres episodios independientes que componen esta pequeña gran película). A pesar de que el humor se encuentra presente en los tres capítulos, A Minute's Wait es el que destila un mayor tono humorístico, pues presenta a los pasajeros de un tren dando rienda suelta a sus variopintas personalidades mientras aguardan, sin mostrar ni prisa ni desesperación, a que la máquina reinicie la marcha tras una parada de sesenta segundos, que se convierten en dos horas que aprovechan para contar anécdotas, acudir a la cantina a beber cerveza, discutir los términos de un posible matrimonio (mientras los interesados intiman a escondidas) o preguntar por el resultado del partido del equipo del pueblo, siempre bajo la atónita mirada de un matrimonio ajeno al comportamiento local. Con un tono menos ligero, aunque sin perder el aspecto de comedia costumbrista e intimista, se presenta el primer episodio, The Majesty of the Law, durante el cual el inspector Dillon (Cyril Cusack) se ve obligado a arrestar a Dan O'Flaherty (Noel Purcell), en quien se descubre un comportamiento digno y orgulloso que le obliga a rechazar las cinco libras que dos amigos le ofrecen para pagar la multa que evitaría su encarcelamiento por haber golpeado a uno de sus vecinos, incidente del que no se arrepiente, pues la víctima destila un whisky de pésima calidad que atenta contra la tradición que todo buen elaborador defiende. La tercera parte, 1921, se basa en una pieza teatral escrita por Lady Gregory en 1907, quien a su vez tomó el nombre de la canción popular The Rising of the Moon, la misma que Ford emplearía en varios momentos del episodio. En 1921 se descubre a una multitud en las inmediaciones de la prisión donde Sean Curran (Donald Donnelly), para unos un héroe y para otros un traidor, aguarda su ejecución. En ese espacio exterior, abarrotado por la muchedumbre, se contempla a un sargento de policía (Dennis O'Dea) que intenta mantener el orden al tiempo que debe arreglárselas con su esposa (Eileen Crowe), que acude a la manifestación para llevarle el almuerzo, pero también para regañarle y unirse a las protestas que manifiestan el malestar creado por el próximo ahorcamiento de Curran, condenado por los tribunales británicos por traición a la corona. Sin embargo, Ford empleó el conflicto anglo-irlandés como telón de fondo, decantándose por continuar su recorrido por las costumbres de los isleños, y para ello se centró en la relación matrimonial entre el agente y su mujer, que expuso desde su inigualable capacidad narrativa.

jueves, 22 de mayo de 2014

Jerry calamidad (1964)


A primera vista, 
Jerry Calamidad (The Patsy, 1964) podría pasar por una especie de revisión del mito de pigmalión filmado desde la perspectiva humorística de Jerry Lewis, aunque, en realidad, el film se decanta por la crítica de un entorno dominado por las apariencias; de ahí que al final del metraje Lewis asuma su propia identidad para decirle a Ina Balin, su compañera de reparto, que su caída por el balcón no es más que un engaño óptico, como también lo es el espacio irreal donde se ha desarrollado la mayor parte de la acción. En manos de Lewis la comedia cómica satiriza aspectos sociales poco afortunados que chocan con la personalidad de su personaje, tímido y torpe, aunque honesto y amable, ajeno al medio con el que no se identifica y, por lo tanto, en el que nunca llega a integrarse. Si se profundiza en el contenido de The Patsy, título más apropiado que el comercial Jerry Calamidad, se descubre que se trata de una de las películas más personales y pesimistas de un autor capaz de hacer reír desde la incoherencia coherente, y a menudo genial, que habita en sus gags y en la personalidad de su personaje, que, como aquel vagabundo inmortalizado por Chaplin, resulta un ser solitario y a contracorriente, que carece del supuesto glamour tras el que se esconden las imperfecciones representadas en los asesores artísticos que abordan al protagonista, que no por casualidad coincide en nombre y en oficio con el que Lewis interpretó en El botones, su primer largometraje como director. Aunque el nuevo botones hereda aspectos del anterior, se descubre en él una mayor complejidad dramática, desarrollada por el realizador para caricaturizar un ámbito en el que las apariencias juegan un papel decisivo a la hora de excluir o incluir a quien se acepta en su seno, algo que queda patente en el recuerdo del baile estudiantil que Stanley evoca antes de su actuación en playback para un programa televisivo en el que se contempla una nueva muestra del engaño que asume para no decepcionar a quienes le utilizan.


Este personaje, que fue evolucionando a lo largo de las películas del Lewis actor, director, guionista y productor, se presenta en una habitación donde se reúne el sexteto que observa su torpeza (tira los hielos y los vasos que lleva sobre la bandeja o se cae por primera vez al vacío) al tiempo que evalúa su inocencia, su timidez, su supuesta maleabilidad y su confianza en los presentes. En ese instante el botones se convierte en la marioneta (the patsy) de un grupo dispuesto a todo con tal de preservar el modo de vida que sus componentes han llevado hasta la inesperada muerte de su último cliente, una estrella del espectáculo a la que pretenden sustituir por ese don nadie a quien primero cambian la imagen física y posteriormente lo intentan con su personalidad, lo que permite una serie de gags creativos e ingeniosos como aquel que se desarrolla hacia el final del film, cuando Stanley Belt se enfrenta en directo a la audiencia de El show de Ed Sullivan e inesperadamente triunfa al improvisar un espléndido número mudo que nada tiene que ver con el "adiestramiento" que nunca llega a asimilar, porque, por mucho que se esfuerce, no puede hacer suyo algo que no ha fluido de su interioridad.

miércoles, 21 de mayo de 2014

District 9 (2009)


Cuatro años antes de su debut en la dirección de largometrajes, Neill Blomkamp realizó un cortometraje de poco más de seis minutos de duración en el que expuso parte de lo que se vería en su ópera prima. El carácter documental que impera en Alive in Joburg prevalece durante buena parte de District 9, que presenta una circunstancia similar a la mostrada en el corto; de ese modo, gracias a diversas tomas del falso informativo con el que arranca el film, se descubre una nave alienígena averiada sobre el cielo de Johannesburgo (y el año de su llegada: 1990). En su interior se encontró alrededor de un millón de criaturas desnutridas y desorientadas a las que poco después se ubicó en una zona que pasaría a denominarse Distrito 9. Transcurridos veinte años, el rechazo de la población y de las autoridades hacia el emigrante interplanetario se palpa en las calles de una ciudad donde las señales de prohibición son una constante que restringe la presencia de los nuevos ciudadanos, que malviven sin ser reconocidos como tales y sin acceso a los recursos que puedan saciar sus necesidades básicas. Salvo su imagen final, aquella que muestra a un alien en un basurero dando forma a una flor, District 9 transcurre en un tiempo pretérito que se presenta a través de un documento visual en el que se escuchan los comentarios de expertos que hablan de la aparición de la nave y de un tal Wikus van de Merwe (Sharlto Copley), el humano a quien se conoce mediante las grabaciones que él mismo realizó para la multinacional encargada del desalojo de la población extraterrestre.


En un primer momento se observa a van de Merwe satisfecho consigo mismo, con su vida, con su matrimonio y con la misión que le ha sido encomendada por Piet Smit (Louis Minnaar), su suegro y uno de los jefes de la empresa MNU, y que consiste en el desahucio de los inmigrantes galácticos. Las imágenes de los medios de comunicación, que siguen el proceso de desalojo, combinadas con las filmadas por el cámara que acompaña al equipo, permiten el seguimiento de Wikus y los suyos en el gueto alienígena, donde se observan unas condiciones de vida marcadas por la miseria y el mercado negro que se aprovecha de la situación de seres marginados por su condición de inmigrantes. Las protestas xenófobas por parte de un amplio sector de la población y la actitud impasible de los organismos oficiales reflejan el rechazo dominante, aceptado como lícito por aquellos que aparecen entrevistados en el informativo; alguien llega a afirmar que <<los aceptaría si fuesen de otro país, pero ni siquiera son de este planeta>>. Esta actitud racista confirma la repulsión que los terrestres sienten hacia casi dos millones de "bichos" (la palabra despectiva empleada para referirse a ellos) que las autoridades gubernamentales, delegando en la MNU, pretenden trasladar a un campo de concentración donde se les mantendrá apartados de la población autóctona. Sin embargo, más allá de la segregación racial, se descubren los intereses económicos de la multinacional encargada de la operación, deseosa por controlar la biotecnología armamentística del alien, muy superior a la desarrollada por los humanos, lo que vendría a contradecir la falsa creencia de que se trata de seres desprovistos de inteligencia, como también lo confirma la presencia en los cielos de una nave de tecnología superior a la desarrollada en el planeta que la acoge. La sombra del apartheid y de la inmigración ilegal planea sobre el Distrito 9, símbolo del rechazo de los ciudadanos aceptados como tales hacia aquellos a quienes se les niega una vida digna y un trato igualitario, cuestión que queda patente en la actitud de Wikus cuando asume una misión que lo enorgullece y que no le plantea el menor dilema moral a la hora de actuar o comentar despectivamente las características del refugiado. Sin embargo, cuando sufre la exposición al líquido que le salpica desde el interior de un cilindro extraterrestre, su agradable existencia se transforma en la pesadilla que significa descubrirse marginado por los suyos y codiciado por la empresa para la que ha trabajado hasta entonces, ya que su ADN se combina con el alienígena para producir una metamorfosis que le capacita para el empleo de las armas de aquellos a quienes se desprecia. La película de Neill Blomkamp cambia de manera radical a partir de la huida de Wiikus y su contacto con Christopher Johnson (Jason Cope), el alien a quien exige ayuda, el mismo que elaboró el producto que propició su mutación. Abandonando el tono documental, la acción se vuelve más expeditiva y pirotécnica para descubrir a Wikus y a Christopher uniendo fuerzas con el fin de recuperar el cilindro, aunque sus motivos son distintos, ya que el segundo lo hace para ofrecer una vida mejor a su hijo mientras que el primero lo hace exclusivamente por egoísmo (recuperar la vida que ha llevado hasta el accidente). District 9, como buena muestra de ciencia-ficción, resulta una metáfora de su tiempo, que plantea cuestiones como los intereses económicos que priman en las grandes corporaciones empresariales, la omnipresencia de los medios de comunicación (y su posible tergiversación de hechos y realidades) o la inmigración y el rechazo que los emigrantes sufren por parte de la población autóctona, que en este caso se niega a reconocer que las diferencias entre sus miembros y los habitantes del Distrito 9 no existen más que en el aspecto físico, algo que Wikus va asimilando a medida que la combinación de su ADN con el alienígena le obliga a aceptar verdades que hasta entonces se había negado.

domingo, 18 de mayo de 2014

Laurel y Hardy en el oeste (1937)


Hubo, hay y supongo que habrá espléndidas uniones cómicas. Algunas más forzadas que otras; y no todas igual de grandes. Abbott y CostelloBing Crosby y Bob Hope o Dean Martin y Jerry Lewis, formaron durante años parejas cómicas de gran éxito, pero ninguna de ellas logró igualar la química desprendida por el dúo cómico más sobresaliente de la historia del cine. Stan Laurel y Oliver Hardy, también conocidos por Laurel y Hardy, Stanley y Ollie o, en países de habla hispana, por "el Gordo y el Flaco", iniciaron sus carreras cinematográficas años antes de que Hal Roach o alguien de su estudio tuviese la afortunada idea de unirlos en 45 Minutes from Hollywood (Fred Guiol, 1926) (aunque ya habían coincidido en pantalla en dos ocasiones anteriores), a la que siguieron producciones en las que todavía no se habían sentado las bases del estilo que les convirtió en iconos de la comedia, y que desarrollarían sin interrupción hasta Stan y Oliver, toreros (Malcolm St. Clair, 1945); posteriormente volverían a reunirse una última vez en Robinsones Atómicos (Leo Joannon y John Berry, 1951). Durante las más de dos décadas que duró su relación artística participaron en decenas de cortometrajes y largometrajes (de apenas una hora de duración) repletos de humor imaginativo e ingenioso, ya fuese durante el periodo mudo o en el sonoro, en el que inicialmente se encargaron del doblaje de las versiones en castellano que solían hacerse de algunas producciones rodadas en Hollywood, de ahí que su peculiar acento fuese imitado por sus dobladores cuando la realización de dos versiones cayó en desuso. Bajo el sello de la productora de Hal Roach realizaron decenas de comedias entre las que destacan Laurel y Hardy en el oeste (James W. Horne, 1937), Cabezas de chorlito (John G. Blystone, 1939), Estudiantes en Oxford (Alfred Goulding, 1940) o Marineros a la fuerza (Gordon Douglas, 1940), en las que los gags y las personalidades de sus personajes marcan el ritmo de tramas supeditadas a las acciones realizadas por ellos. En Laurel y Hardy en el oeste (Way out West, 1937) los compañeros se trasladan al oeste para entregar a Mary Robert (Rosina Lawrence) los papeles de la mina de oro que su padre le ha dejado en herencia. Pero, como cabría esperar de estos dos singulares cómicos, cometen la torpeza de fiarse de Mickey Finn (James Finlayson), el dueño del salón en el que trabaja la joven en cuestión, y de la cantante Lola Marcel (Sharon Lynne), quien se hace pasar por la heredera para conseguir el valioso título de propiedad. Cuando Ollie y Stanley se percatan de que han sido engañados, tratan de enmendar su error, y para ello se ven envueltos en una disparatada sucesión de situaciones en las que se les puede observar realizando todo tipo de tretas para recuperar el documento y entregárselo a su legítima dueña. Como el resto de parejas cómicas, Laurel y Hardy seguían un patrón, pero funcionaba de tal manera que cada película suya ofrecía gags originales, ingeniosos y, en muchas ocasiones, surrealistas, que a menudo salían de la mente de Stan Laurel y contaban forma en el cuerpo de dúo  cómico y anárquico, un dos en uno capaz de crear el caos allí donde hasta su irrupción ha reinado la armonía no pocas veces hipócrita.

jueves, 15 de mayo de 2014

El nacimiento de una nación (1914)



Uno de los primeros rótulos de El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1914) expresa la intención de su autor de <<...exigir el derecho a la libertad de mostrar el lado oscuro del mal para poder iluminar el lado luminoso del bien,...>>, a todas luces una simpleza que no pretendía profundizar en cuestiones más allá de ¿quién querría iluminar algo que ya se ilumina por sí solo? Otro intertítulo que llama la atención no tarda en asomar en la pantalla, en él se puede leer  <<Cuando el africano fue llevado a América, se sembró la primera semilla de discordia>>. Esta afirmación plantea la duda de si los hombres y mujeres originarios de las costas africanas que fueron trasladados, en contra de su voluntad, al nuevo mundo, pidieron ser hacinados en condiciones inhumanas, en el interior de las bodegas de los barcos en los que muchos de ellos perecieron antes de alcanzar el continente americano, donde a los supervivientes les aguardaba la esclavitud y donde la semilla a la que se refiere el rótulo explicativo ya habría sido regada unas cuantas veces antes de su llegada. Poco después, se muestra (en un momento previo al estallido de la guerra civil) a varios Cameron (familia sureña) y Stoneman (familia norteña) visitando a un grupo de esclavos que disfrutan de sus <<dos horas para comer en medio de la jornada laboral, de seis de la mañana a seis de la tarde>> (por lo visto hubo quien no supo distinguir entre jornada laboral y esclavitud), lo que me lleva a preguntar cómo olvidaron comentar detalles de la paga, del derecho a vacaciones o de la seguridad social de los trabajadores. Estos dos momentos anuncian la absurda visión de la realidad histórica expuesta por David Wark Griffith durante el resto del metraje de un film cuyo posicionamiento ideológico, además de censurable, resulta ridículo. Sin embargo, y a pesar de su racismo, El nacimiento de una nación es una obra clave dentro de la Historia del Cine, <<Trece años después, el sonido cambiaría por completo el cine, pero fue El nacimiento de una nación lo que ganó la conciencia de América, lo que convenció al mundo de que las películas eran una forma de arte por derecho propio, y no solo una desviación del teatro>>. Las palabras de 
Raoul Walsh no exageran a la hora de valorar la importancia histórica de esta película, que adquirió una dimensión técnica y narrativa hasta entonces impensable, y que supuso una ruptura con el espectáculo que se venía ofreciendo en producciones que se aferraban a un estilo teatral y a la falsa creencia de que la larga duración no se adecuaba al medio cinematográfico. Pero Griffith contrarió dicho supuesto al ofrecer esta épica, de ideología cuestionable y carácter tergiversador, de tres horas de duración, que se divide en dos partes separadas por la escena del asesinato de Lincoln. La primera de ellas se centra en el desarrollo de la Guerra de la Secesión, y descubre planos de batallas hasta entonces nunca vistos, en los que cientos de extras hicieron las veces de unionistas y confederados.


En la segunda parte, la apología del racismo se manifiesta en mayor medida al enfocar, desde la manipulación y la falsedad de hechos, el nacimiento del Ku-Klux-Klan, como si se tratase de un grupo de libertadores formado para salvar al Sur de los abusos de los antiguos esclavos. Esta circunstancia, la de ser un film racista, provocó las airadas protestas de un amplio sector del público, así como su prohibición en algunos países europeos como Francia, en la que no sería estrenada hasta seis años después, aunque nada de esto evitó que se convirtiese en un enorme éxito que confirmó a 
Griffith como el más grande de los realizadores del momento, algo que quiso reafirmar un año después con Intolerancia (Intolerance, 1916), otra superproducción de larga duración en la que su desmesura y sus novedades técnicas se saldaron con el fracaso comercial, que no artístico. Pero, dejando a un lado los aspectos ideológicos expuestos por un hombre educado en los valores y tradiciones sureñas del siglo XIX, habría que decir en favor de Griffith que fue un excelente técnico que aportó y desarrolló viejas y nuevas técnicas (travellings laterales y motorizados, segmentación de escenas o el montaje paralelo de diversas acciones) que sirvieron para sentar las bases del cine moderno y la evolución del medio que, con el paso de los años, se convertiría en un arte. Pero, desde un punto de vista narrativo-creativo, en su manera de profundizar en las historias no se aprecia ni la creatividad ni la poética de autores como Chaplin o Murnau, capaces de transmitir con sus películas emociones y sensaciones negadas a las capacidades de Griffith, lo que provoca que exista en El nacimiento de una nación un pronunciado desequilibrio entre el acertado uso de la técnica y el simplista contenido de su historia, ya no por su postura, sino por su manera de narrar, quizá porque Griffith careciese del talento de los grandes narradores cinematográficos que le siguieron (y que emplearon sus aportaciones al medio), algunos de los cuales participaron en esta producción: Raoul Walsh, que asumió labores de ayudante de dirección en las escenas de las batallas así como actorales al encarnar al asesino de Lincoln, Erich von Stroheim, también ayudante y extra, o, por lo visto, un primerizo John Ford que figuraba entre los muchos extras con los que contó esta película que cambió para siempre el concepto cinematográfico.

miércoles, 14 de mayo de 2014

Vorágine (1949)


A pesar de que no suele citarse entre las mejores películas de Otto Preminger, ni se encontraba entre sus preferidas, no se puede negar el atractivo de este drama psicológico que profundiza en los miedos de una mujer cuya relación marital provoca el resurgir de un desequilibrio enterrado, aunque nunca superado. Pero, sobre todo, Vorágine (Whirlpool, 1949) resulta un film en el que la verdad y la mentira cobran parte del protagonismo de la acción, al poner en entredicho la supuesta confianza que domina la relación de pareja, ya que ella silencia sus decepciones u oculta el trauma generado años atrás y que se exterioriza al inicio de la película. Al igual que en La huella de un recuerdo o Marnie, la ladrona, en Vorágine se descubre a la protagonista femenina como la víctima de un trauma infantil que en el presente la obliga a robar, pero a diferencia de aquellas otras cleptómanas que habitan en los films de John BrahmAlfred Hitchcock, el desequilibrio que padece Ann Sutton (Gene Tierney) es empleado por un embaucador que vive del engaño y de la manipulación para satisfacer sus gustos, aficiones o sus intenciones delictivas, como la que idea en el instante en el que observa la cleptomanía que padece Ann, a quien primero asusta y luego ofrece su ayuda. David Korvo (José Ferrer) asegura poder ayudarla gracias a sus técnicas de hipnotismo en sesiones que ella acaba aceptando, porque no encuentra otra solución para recuperar su equilibrio emocional sin que se entere su marido, a quien teme confesar el mal que la aqueja a pesar de que él es un prestigioso psiquiatra. El miedo de Ann a compartir su tortuosa realidad provoca que William Sutton (Richard Conte) desconozca parte de la personalidad de la mujer con quien cree mantener una relación matrimonial satisfactoria, pero entre ellos existe un distanciamiento no deseado, aunque sí real, que nace de la inconsciente falta de comunicación entre ambos. De ese modo, la joven asume que debe curarse para que sus problemas no salpiquen a su marido, ni enturbien su matrimonio, por lo que cae en la trampa de Korvo, que la utiliza para apoderarse de las grabaciones de las sesiones que Theresa Randolph (Barbara O'Neill) mantuvo con el doctor Sutton, porque en ellas se escucha la amenaza de muerte de la que la paciente fue víctima. Con los vinilos en su poder y bajo los efectos de la hipnosis practicada por Korvo, Ann accede a la casa de Theresa Randolph, que yace muerta en su sofá, para ser sorprendida de tal manera que todas las pruebas la incriminen, más aún cuando se descubre que su pañuelo fue el arma empleada en el estrangulamiento del que es la única sospechosa, ya que la policía se aferra a los celos como móvil del homicidio, lo que provoca que Sutton inicialmente crea que Ann lo ha estado engañado con ese hombre a quien parece proteger. Sin embargo, la falsa culpable no puede recordar los hechos, sometida al hipnotismo y a su imperante necesidad de ocultar frustraciones y necesidades, circunstancia de la que se aprovecha un amoral que construye la coartada perfecta al descubrirse en un hospital donde ha sido sometido a una intervención quirúrgica, y de donde el teniente McElroy (Charles Bickford) asume que no pudo salir, desechando la descabellada hipótesis expuesta por Sutton una vez convencido de que en su mujer no existe más culpabilidad que la de no enfrentarse a cuestiones de las que él también es culpable.

martes, 13 de mayo de 2014

El hombre atrapado (1941)


La primera de las tres producciones antinazi realizadas de forma consecutiva por Fritz Lang en los primeros años de la década de 1940, pudo no haberlo sido. Su guion, basado en un serial literario de Geoffrey Household (publicado en forma de novela en 1939) y que Dudley Nichols —responsable de los guiones de La fiera de mi niña, La diligencia, Esta tierra es mía o Perversidad— adaptó por encargo de Darryl F. Zanuck, fue ofrecido por este último a John Ford, pero, ante la negativa del director de Las uvas de la ira, el proyecto fue a parar a las manos de Lang, que no tuvo el menor problema para llevarlo a su terreno y crear una de sus mejores películas americanas. El hombre atrapado (Man Hunt, 1941) conforma junto a Los verdugos también mueren y El ministerio del miedo un excelente conjunto de thrillers dominados por espacios claustrofóbicos y sombríos, como el apartamento de Jerry (Joan Bennett) donde se oculta el protagonista, el túnel del metro donde Alan Thorndike (Walter Pidgeon) es acosado por el inquietante Mr.Jones (John Carradine) o la cueva natural donde se desarrolla la parte final de un film trepidante y sin desperdicio. Ya desde su inicio, El hombre atrapado se muestra opresivo a pesar de ubicarse en un espacio abierto donde se descubre a Alan Thorndike, que camina lentamente a través de un bosque frondoso y oscuro situado en las inmediaciones de la residencia de Hitler, a quien no tarda en apuntar con su rifle de precisión por el mero placer de demostrarse que es capaz de cazar a quien rige el destino de Alemania en un momento previo a la guerra. Sin embargo, segundos después de apretar el gatillo de un arma descargada, Alan reflexiona e introduce una bala en la recámara, dejando claro cuál es su nuevo propósito, el mismo que no puede llevar a cabo porque en el último instante se ve sorprendido por el soldado que vigila el perímetro. Como consecuencia, el refinado y famoso cazador inglés se convierte en el prisionero del mayor Quive-Smith (George Sanders), con quien comparte afición, y quien intenta obligarlo a firmar la confesión del intento de asesinato del líder nacionalsocialista por orden del gobierno británico. Esta mentira proporcionaría a los nazis la excusa para legitimar sus intenciones bélicas, pero Alan se niega, alegando que esa no era su intención, aunque sus explicaciones no convencen a su captor y por ello sufre las torturas que Lang omitió dejando que fuese la sombra proyectada por el prisionero la que desvelase los abusos sufridos a manos de sus captores, quienes, conscientes de que no hablará, deciden eliminarlo simulando un accidente. Sin embargo, Thorndike sobrevive y logra subir al barco inglés donde recibe la inestimable colaboración del pequeño grumete (Roddy McDowall), que lo oculta en el camarote del capitán poco antes de la amenazante y espectral aparición de Mr.Jones, el perro de presa más peligroso de Quive-Smith. A partir de este instante la caza del hombre se convierte en la realidad del fugitivo; no obstante, oculto en el barco, se muestra convencido de que una vez en suelo británico la pesadilla vivida durante los últimos días habrá concluido; pero los hechos que se van desarrollando de modo imparable descubren su equivocación, ya que en Inglaterra se ve acosado tanto por sus perseguidores alemanes como por la policía inglesa (convertido en falso culpable tras su encuentro subterráneo con Jones). A parte del suspense y de la denuncia del totalitarismo que se representa en Quive-Smith, El hombre atrapado muestra la evolución de un individuo inmerso en una situación límite que le conciencia de cuestiones que hasta entonces le habrían pasado por alto, y en esa maduración personal resulta vital su encuentro con Jerry, la joven que se enamora de él y que le ayuda a ocultarse en suelo londinense, a pesar de que con ello se convierta en una nueva víctima del régimen de aquel a quien Thorndike tuvo a tiro y no llegó a disparar.

lunes, 12 de mayo de 2014

La caída de los dioses (1969)


Si en Rocco y sus hermanos 
el nexo familiar se encuentra en la madre, que ve como a su llegada a Milán la unidad se ve afectada por el nuevo entorno, y en El Gatopardo es el príncipe Salina quien observa como su estirpe y su posición peligra con la unificación de Italia, en La caída de los dioses (La caduta degli dei, 1969) ese pilar se descubre en Joachim Essenbeck (Albrecht Schönheln), quien, durante la celebración que los reúne, informa a los suyos de su intención de mantener buenas relaciones con un gobierno que no le agrada, pero al que se ve obligado a aceptar para que su empresa y su familia sobrevivan a los nuevos tiempos que se imponen. Con la muerte de este soporte familiar, la fundición cae manos de Friedric (Dirk Bogarde), su asesino, que la convierte en una fábrica armamentística al tiempo que intenta asumir el mando de un núcleo al que pretende acceder por vía matrimonial, y en el que, sin el referente que lo había mantenido unido, se desata la lucha por el poder. A partir de ese momento las hostilidades con las que se busca el control cobran protagonismo, así como el consentimiento y la aceptación de una ideología que solo Herbert (Umberto Orsini) rechaza, y lo hace abiertamente, lo que provoca que deba huir de un país donde se recompensa a quienes toleran y fomentan la depravación moral de un ideario que se sostiene sobre aspectos que caracterizan las personalidades de diversos miembros de la familia: violencia, perversión, ambición desmedida, crueldad o inclinación por la tergiversación de hechos y manipulación de individuos. En La caída de los dioses (La caduta degli dei) la decadencia familiar simboliza el final de una época y la implantación de otra que no solo afecta a los miembros de la familia, sino a quienes se encuentran dentro del radio de acción del régimen que, entre febrero de 1933 (la noche en la que se provoca el incendio del Reischtag) y agosto de 1934, busca consolidar definitivamente su poder. Durante este periodo se observa que la lucha que se desata entre los Essenbeck representa los conflictos por los que atraviesa un país dominado por la inestabilidad y por los enfrentamientos que se individualizan en ellos. A este respecto, podría decirse que Visconti representó los pilares del nacionalsocialismo en los Essenbeck, de tal manera que en Konstantin (René Koldehoff), miembro destacado de las fuerzas radicales SA, se descubre la brutalidad, en Friedrich y Sophia (Ingrid Thulin) la ambición extrema, en Martin (Helmut Berger) la crueldad, el narcisismo y la locura, mientras que en Gunther (Renaud Verley), inicialmente de carácter afable y afín a su tío Herbert, el odio que surge tras el asesinato de su padre (Konstantin) durante la "Noche de los cuchillos largos" (cuando las fuerzas de la SS eliminan a los dirigentes de las SA). Para alcanzar sus objetivos estos personajes sirven a los intereses de la ideología que se personaliza en Aschenbach (Helmut Griem), capaz de manipular a sus familiares a su antojo, jugando con sus debilidades, diferencias y ambiciones; así lo hace con Friedric, de quien se vale para deshacerse de Joachim, o con Martin (obsesionado con Sophia, su madre, y respaldado por el sistema a pesar de haber asesinado a una niña), cuando necesita que asuma las riendas de la familia porque el primero ya le resulta innecesario para los fines que persigue y alcanza al cierre del film.

jueves, 8 de mayo de 2014

Quatermass 2 (1957)

El dicho "segundas partes nunca fueron buenas" no pasa de ser un tópico que no se confirma en secuelas que se desarrollan desde una perspectiva que adquiere personalidad propia o una autonomía que las diferencia de sus antecesoras. Para corroborar estas palabras baste citar El testamento del doctor Mabuse, segundo acercamiento de Fritz Lang a su famoso mad doctor, Aparajito (El invencible) (Satyajit Ray, 1957), en la que se narra la evolución de Apu, Sanjuro, la segunda aventura de El mercenario de Akira Kurosawa, o El padrino parte II (Francis Ford Coppola, 1974); aunque la lista podría prolongarse hasta Dos semanas en otra ciudad (Vincente Minnelli, 1962), El imperio contraataca (Irwin Kershner, 1980), superior a la primera entrega de la saga galáctica más rentable de la gran pantalla, o El caballero oscuro, llevada a cabo por Christopher Nolan después de su acertada irrupción en el universo del hombre murciélago con Batman Begins. En un caso similar a estas y otras muchas producciones se encuentra Quatermass 2, secuela de El experimento del doctor Quatermass, que también fue dirigida por Val Guest, un realizador todoterreno que nunca llegó a estar en nómina de la Hammer, pero que rodó para la productora británica catorce películas entre las que se cuentan El abominable hombre de las nievesThe Camp on Blood Island, Ayer enemigos, La muerte llega de noche o sus dos aportaciones a la serie Quatermass. Para dar vida al irascible y eficiente profesor, Guest contó de nuevo con la participación de Brian Donlevy, quien por lo visto no era el actor que hubiese elegido Nigel Kneale, creador del personaje televisivo que dio origen al film y guionista del mismo, y de ¿Qué sucedió entonces? (Roy Ward Baker, 1967), la tercera entrega de la saga, en la que Donlevy fue relevado por Andrew KeirQuatermass II varia con respecto al estilo narrativo mostrado por su predecesora, así como en los intereses de una trama que vuelve a enfrentar al científico con la amenaza alienígena, aunque, en esta ocasión, esta no se esconde en el interior de una nave espacial ni en el cuerpo del único superviviente de los tres astronautas que en ella viajaban, sino en la misteriosa fábrica de alimentos sintéticos que el científico descubre en compañía de su ayudante (Bryan Forbes), y que resulta ser una réplica exacta del proyecto lunar que habían estado desarrollando para el gobierno antes de que se cancelase la subvención. Si en El experimento del doctor Quatermass se descubren ciertas influencias de El doctor Frankenstein (James Whale, 1931) y La mujer pantera (Jacques Tourneur, 1942), Quatermass 2 se muestra cercana a La invasión de los ladrones de cuerpos (Donald Siegel, 1955) al descubrir a humanos sin emociones, poseídos por alienígenas que se infiltran en instituciones gubernamentales, en la policía, donde el inspector Lomax (John Longden) descubre que su superior es uno de ellos, o dentro de las instalaciones de la factoría que resulta ser una especie de laboratorio, donde hombres y mujeres pierden su condición humana al ser incubados por los organismos extraterrestres que se valen de ellos para sobrevivir en una atmósfera adversa que intentan adaptar a sus necesidades y a sus fines conquistadores.

martes, 6 de mayo de 2014

Preminger, control e independencia


Muchos de quienes trabajaron para Otto Preminger no guardaron un buen recuerdo de su experiencia profesional con el director de El rapto de Bunny Lake (Bunny Lake Is Missing, 1965) debido al genio incontrolable y al férreo control que este mostraba durante los rodajes de sus films. Sin embargo su fuerte carácter, también de talante progresista y liberal, resulta clave en su obra fílmica, ya que, si bien se inició dentro del sistema de estudios, su interés por controlar su trabajo lo llevó a una segunda etapa en la que se convirtió en productor independiente de las películas que dirigía. Pero mucho antes de que esto fuese posible, allá por 1924, se descubre a un joven estudiante de Derecho debutando en el teatro vienés a las órdenes de Max Reinhardt. Durante los años que siguieron Preminger iría adquiriendo experiencia y una reputación que le aupó dentro del ámbito de las artes escénicas en el que centró sus intenciones profesionales, quedando en el olvido su doctorado en leyes y su única película austriaca, Die Grosse Liebe, realizada en 1931. Cuatro años después, contratado por Joseph M.Schenk, emigraría a Estados Unidos donde en 1936 dirigió su primera película americana, Under your Spell, producida en la recién creada 20th Century Fox, a la que siguió Danger Love at Work (1937). Pero, durante el rodaje de Kidnapped (Alfred L.Walker, 1938), sus diferencias con Darryl F.Zanuck, socio de Schenk en la Fox, provocaron que fuese apeado del proyecto y viese como momentáneamente las puertas de Hollywood se cerraban para él. No obstante, este revés sirvió para que se trasladase a Broadway y retomase su carrera teatral, obteniendo un enorme éxito con su papel en la obra Margen de error, lo que propiciaría su vuelta a California para aparecer primero en The Pied Pider (Irving Pichel, 1942) y posteriormente en la adaptación cinematográfica de Margen de error (Margin for Error), película en la que aceptó participar con la condición de que él mismo fuese el encargado de dirigirla. Aunque este film fue bien recibido por la crítica, no presagiaba la obra maestra que realizaría a continuación y que lo encumbraría como realizador. Laura (1944), considerada como su obra cumbre, inicialmente solo iba a ser producida por el cineasta austriaco, pero Rouben Mamoulian, el encargado del proyecto, renunció a dirigirla, y de ese modo Preminger pudo materializar uno de los grandes clásicos del cine negro americano. Durante los años que siguieron rodó, entre otras producciones, dos comedias que tendrían que haber sido dirigidas por Ernst Lubitsch, pero los problemas de salud del director de Ninotchka (1939), y su posterior fallecimiento, provocaron que La zarina (A Royal Scandal, 1945) y La dama de armiño (That Lady in Ermine, 1948) fuesen filmadas por Preminger, y quizá por ello resulten films carentes del famoso toque del cómico berlinés. Mucho mejores fueron sus siguientes aportaciones al género negro en ¿Ángel o diablo? (Fallen Angel, 1945), Daisy Kenyon (1947), Vorágine (Whirlpool, 1949), Al borde del peligro (Where the Sidewalk Ends,1950), Cartas envenenadas (The Thirteenth Letter,1950), un remake de El cuervo (Henri-Georges Cluzot,1943), o Cara de Ángel (Angel Face, 1952), realizadas antes de concluir su contrato con la Fox y de participar como actor en Traidor en el infierno (Billy Wilder, 1953). En 1954 asumió un encargo de Darryl F.Zanuck para mayor gloria de Robert Mitchum y Marilyn Monroe, los protagonistas principales de Río sin retorno (River of No Return, 1954), el único western de su filmografía y el punto de inflexión en su carrera artística. A partir de entonces inició un periplo más personal e independiente en el que abordó aspectos raciales en el musical Carmen Jones (1954), la problemática de la drogodependencia en el intenso drama urbano El hombre del brazo de oro (The Man with the Golden Arm, 1955), protagonizado por Frank Sinatra y Kim Novak, o su perspectiva del entorno marcial en El proceso de Billy Michell (The Court Martial of Billy Mitchell, 1955). A medida que se afianzaba en su faceta de director-productor sus películas se fueron transformando en producciones de elevado presupuesto con repartos estelares, aunque no por ello carecen de la crítica que caracteriza a este periodo en el que también se acercó al sistema judicial en Anatomía de un asesinato (Anatomy of a Murder, 1959), otra de sus grandes películas, a la creación del estado de Israel en Éxodo (Exodus, 1960), cuyo guión fue firmado por el hasta entonces perseguido Dalton Trumbo, al ámbito político en Tempestad sobre Washington (Advise and Consent, 1962), al seno de la Iglesia Católica en El cardenal (The Cardinal, 1963) o al género bélico en Primera Victoria (In Harm's Way, 1965). Sin embargo, a partir de la segunda mitad de la década de 1960 su cine pierde fuerza y atractivo al padecer una acentuada irregularidad que resta interés a películas como la fallida Skiddo (1968), la insulsa Dime que me amas, Junie Moon (Tell Me that You Love Me Junie Moon, 1970) o la adaptación del escritor Graham Greene en El factor humano (The Human Factor, 1980), su último largometraje; pero ninguno de estos y otros desaciertos enturbian sus muchas y excelentes aportaciones al séptimo arte.

domingo, 4 de mayo de 2014

El tigre y la nieve (2005)


Los inicios cinematográficos de Roberto Benigni datan de los primeros años de la década de 1970, durante la cual también se produjo su debut como guionista en Berlinguer ti voglio bene (Giuseppe Bertolucci, 1977) o su protagonismo en Un profesor singular (Chiedo asiloMarco Ferreri, 1979), pero fue gracias a comedias coescritas y dirigidas por él mismo, Soy el pequeño diablo, Johnny Palillo o El monstruo, cuando se convirtió en el cómico más popular de la pantalla Italiana, frontera que traspasó con sus interpretaciones para Jim Jarmusch en Bajo el peso de la ley y Noche en la tierra o para Blake Edwards en El hijo de la pantera rosa, y posteriormente como director, actor y guionista de La vida es bella, una película que significó el reconocimiento unánime de crítica y público y su evolución de autor cómico a fabulador. De ese modo, en su faceta de cuentacuentos, no sorprendió que su siguiente trabajo como realizador fuese Pinocchio, aunque este fue un fracaso total que probablemente lo convencería para retomar un personaje similar al expuesto en su film sobre el holocausto. Así pues, Attilio (Roberto Benigni), el protagonista de El tigre y la nieve (La tigre e la neve), se descubre como un ilusionista romántico que cada noche sueña con la misma mujer, en un sueño que se repite amenizado por la melodía que entona Tom Waits. Y, al igual que ocurre en su mayor éxito cinematográfico hasta la fecha, en El tigre y la nieve el personaje interpretado por Benigni se decanta por trasformar la realidad que le rodea, y lo hace porque asume que la tergiversación positiva de cuanto observa es el único medio para preservar la esperanza ante situaciones que no dan pie a su existencia. Consciente de ello se aferra a lo imposible mientras intenta mantener vivo el lazo emocional que le une a Vittoria (Nicoletta Braschi), a quien persigue constantemente y con quien mantiene una relación de la que solo se sabe que proviene del pasado y que podría prolongarse en el futuro, siempre y cuando nieve sobre los tigres, algo impensable en Roma, aunque no para él, como demuestra su actitud optimista y vital. El tigre y la nieve, de nuevo emulando a La vida es bella, se divide en dos partes que presentan aspectos opuestos; la primera se desarrolla en la ciudad eterna y expone las personalidades de los personajes y las relaciones que existen entre ellos, así como situaciones que servirán para la estancia de Attilio en suelo iraquí, cuando, superados los escollos de viajar a un país en guerra, descubra una segunda realidad, muy distinta a la que deja en la segura capital transalpina, pues observa y padece el
 conflicto bélico que ha provocado el caos, la carestía o el accidente de Vittoria (detonante de su inesperada odisea). Gracias a su manera de sentir e interpretar cuanto le rodea, el poeta logra su objetivo de presentarse ante su amigo Fuad (Jean Renó) (derrotado por un presente incierto que interpretada desde un pensamiento contrario al de su colega italiano) para que le conduzca hasta el hospital donde malamente se atiende a Vittoria y donde se encuentra con una situación tan precaria como el estado de salud de la persona amada. Pero, ante el pesimismo dominante, Attilio despliega su gran variedad de recursos para lograr que la convalecencia de la malherida sea lo más cómoda posible, al tiempo que se embarca en la desesperada búsqueda de los medicamentos que puedan salvarla, pero, en un país destrozado por la guerra, apenas existen opciones. Aún así, no se rinde, negándose a aceptar que lo mejor de su vida pueda tener un final que en su manera de sentir y pensar no tiene cabida, pues en su visión existencial cabe la posibilidad de que los sueños no acaben convertidos en pesadillas, sino en ilusiones que pueden y deben materializarse.