Nada se sabe del desconocido que camina por la calle, excepto que ni él le gusta a al mundo ni el mundo le gusta a él; realidad que él mismo expresa desde su pensamiento, al igual que apunta la siguiente idea: “se puede hacer algo para estar completamente vivo antes de estar definitivamente muerto”; una frase que permite pensar que se trata de un individuo que hará algo especial, algo que le distinga de la indiferencia que se observa a su alrededor. Para un hombre que quiere sentirse vivo antes de no sentirse muerto, apuntarse con una pistola, mientras amenaza con matarse si no le entregan los 15.344 $ que la entidad le ha estafado, podría considerarse una contradicción; sin embargo, para el empleado que le atiende no existe contradicción alguna, la nota que le ha entregado el tipo de la pistola lo deja claro. Nervioso y asustado, abre los cajones de un escritorio que no es el suyo, en busca de ese dinero que le exigen y que encuentra multiplicado por cuarenta, un montón de billetes que no tendrían que estar allí, pero que no duda en introducir en una bolsa y entregársela al asaltante, quien insiste en que lo único que quiere es la cantidad que le han estafado. La situación se escapa de las manos de un hombre que no contaba con armar el alboroto que se produce durante la fuga, pues sólo quería aquello que por justicia consideraba suyo, un capital que piensa utilizar para algo que no se descubre hasta los últimos minutos de Caballos Salvajes. El film de Marcelo Piñeyro se desarrolla por un país en crisis, dominado por la corrupción a la que alude José (Héctor Alterio), el atracador, en la que Pablo (Leonardo Sbaraglia), el empleado, no ha pensado hasta que el suicida le ofrece la oportunidad de liberarse, gracias a la escapada que emprenden después de abandonar la entidad financiera. Pablo pertenece a la clase acomodada, acostumbrado a la buena vida y a no plantearse nada más que cuestiones superficiales, que le impedirían ver lo que realmente sucede a su alrededor y lo que su interior necesita; no obstante, la irrupción de José lo cambia todo; primero provoca que actúe, al no permitir que maten al anciano, convirtiéndose por voluntad propia en su rehén. A medida que avanzan por esa carretera que les lleva hacia el sur, comienza una aproximación entre la juventud e inexperiencia y la veteranía y el desencanto, una relación que se profundiza kilómetro a kilómetro desde Buenos Aires hasta la meta de José. El viaje de los dos fugitivos, conocidos por el sobrenombre de los indomables, muestra el desencanto, la corrupción o la manipulación de los medios de comunicación, capacitados para crear o de destruir un mito o una noticia. Los medios provocan que todo el país conozca a una pareja de Robin Hood que lanza al aire 480.000 $ en billetes, para que los damnificados de la empresa petrolífera puedan recibir la compensación que los propietarios no han asumido tras el cierre. De ese modo se convierten en héroes para el pueblo, recibiendo la ayuda necesaria para alcanzar el último sueño de José, ese que le permite sentirse vivo antes de no sentir nada, al tiempo que provoca el despertar definitivo de Pablo, quien descubre el camino que debe tomar, igual le ocurre a Ana (Cecilia Dopazo), la joven que se une a ellos y se convierte en el tercer vértice de un triángulo de desencantados con un presente marcado por la apatía de la que escapan gracias a la necesidad de José de sentirse vivo.
viernes, 30 de marzo de 2012
El caballero oscuro (2009)
La maduración del personaje de Bruce Wayne se materializa de un modo soberbio en esta producción que confirma al personaje como el antihéroe atormentado que se dejó entrever en Batman Begins (2005), en la que ya se mostraba a un individuo incapaz de aceptarse, perdido y perseguido por sus fantasmas y sus miedos. En esta segunda entrega de la trilogía del caballero oscuro, el protagonista anhela encontrar a un verdadero héroe que lo sustituya, no uno como él, que aparece y desaparece entre las sombras nocturnas para lidiar con malhechores que han dejado de ser una caricatura, porque Joker en nada se parece a aquella caricatura bufonesca y ambiciosa que amenazaba en el Batman rodado por Tim Burton en 1989. En manos de Christopher Nolan, y con la recreación de Heath Ledger, el villano se erige en un agente de caos que solo desea sembrar el desorden que predica y así demostrar que todo puede ser destruido. Brutal, como su idea del mundo que habita, sin conciencia, pero concienciado de cuanto hace y por qué lo hace, el personaje interpretado por Ledger alcanza una complejidad pocas veces vista en un villano. Su pensamiento carece de ambiciones materiales, exento de planteamientos morales o sentimentales, tampoco persigue deseos más allá de la anarquía que lo define y lo convierte en un ser imprevisible en busca de materializar su filosofía destructiva. Opuesto a Joker se descubre Harvey Dent (Aaron Eckhart), en quien Batman encuentra a ese héroe sin tacha que no se amilana y crea su propia suerte, el mismo que una ciudad moribunda como Gotham necesita. Por este motivo el antihéroe de Nolan deja a un lado sus emociones personales, aquellas que giran en torno a la figura de Rachel (Maggie Gyllenhaal), fundamental para comprender los sentimientos y los actos tanto del caballero oscuro como del caballero blanco en su lucha por salvar un espacio urbano dominado por la violencia y la destrucción sembrada por el filósofo del caos mientras aguarda a que a Batman desvele su identidad.
jueves, 29 de marzo de 2012
Aquel maldito tren blindado (1978)
Una película irregular puede resultar entretenida cuando no se toma en serio a sí misma, reconociendo sus carencias, cuestión que le proporciona ese aire desenfadado y descarado que permite que se disfrute como lo que es: una broma. Aquel maldito tren blindado (Quel maledetto treno blindato) toma prestado características de algunos de los clásicos del cine bélico más rebelde (en cuanto a personajes y situaciones se refiere), cuestión que se puede descubrir (entre otras muchas) cuando Nick (Michael Pergolani) escapa en moto, emulando al personaje interpretado por Steve McQueen en La gran evasión (The Great Escape), o cuando se descubre que sus (anti)héroes son soldados convictos, que bien podrían considerarse miembros de un equipo B de Doce del patíbulo (The Dirty Dozen). También se aprecian influencias del spaguetti-western, cuestión que no sorprende, puesto que su director, Enzo G.Castellari, es un asiduo del subgénero italiano. Tras el desembarco de Normandia, las tropas americanas se encuentran en territorio francés; en los campamentos se reúnen a los desertores, asesinos o ladrones que serán sometidos a consejo de guerra. Este momento inicial, en el campamento militar, se emplea para presentar a los personajes centrales del film, caricaturas de los héroes de las películas anteriormente citadas (y otras); hombres como el teniente Robert Yeager (Bo Svenson), de quien no cabe la menor duda de que se convertirá en el líder del grupo; su cazadora de cuero, sus gafas de sol y su aire chulesco, lo aventuran. Este oficial ha sido arrestado por utilizar (por tercera vez) su avión para ausentarse sin permiso y visitar a su chica, un delito sin importancia en comparación con el cometido por Canfield (Fred Williamson), a quien se le acusa de asesinato, cuestión que no niega y que le sirve para decir que podría volver a matar (ya sea mascando chicle o sin encender el cigarro que, sin saber cómo, le consigue Nick). Es evidente que la película es una broma, cuestión que se observa en cada uno de los personajes principales; pero en mayor medida en Nick, quien, a parte de sus melenas antirreglamentarias, puede falsificar, robar o conseguir cualquier cosa que le pidan, incluso descubrir un río lleno de alemanas desnudas, con quienes se bañan y juegan hasta que Canfield se presenta deseoso de participar en la fiesta, delatando que no son totalmente arios. Otro de los soldados-fugitivos, Tony (Peter Hooten), se muestra como una exageración del matón criado en las calles de una gran ciudad, relacionado con el mundo del hampa y con evidentes problemas de comportamiento (raciales o de rechazo a la autoridad), sin embargo, sufre un cambio cuando se enamora de Nicole (Debra Berger), la enfermera de la resistencia francesa que les ayuda en la misión final. Para completar el quinteto, aparece la figura del soldado cobarde, Berle (Jackie Basehart), nervioso y miedoso, pero que responderá como cualquiera de sus compañeros. Estos perdedores, que no encajan dentro de la guerra ni del sistema (una especie de antepasados (menos expeditivos) de los Malditos Bastardos (Inglourious Basterds) de Quentin Tarantino), buscan el camino que les conduzca hasta Suiza, cargándose a cuantos les salen al encuentro, ya sean amigos (accidentalmente) o enemigos, no por una orden en concreto, sino por su afán de escapar de una contienda en la que, a su pesar, deben permanecer tras su encuentro con el coronel Buckner (Ian Bannen), quien (después de verles en acción) les recluta para realizar una misión que podría liberarlos de sus cargos, eso sí, si sobreviven.
martes, 27 de marzo de 2012
Toro salvaje (1980)
La transformación física de Robert De Niro en Toro Salvaje (Raging Bull, 1980) fue brutal como también lo fue su impresionante actuación al dar vida a Jake La Motta, campeón de mundo de los pesos medios de boxeo. Martin Scorsese abrió su film de un modo soberbio, mostrando la soledad de La Motta en el ring, mientras suena el intermezzo de Cavalleria Rusticana, para dar paso a un Jake La Motta (Robert De Niro) obeso, que ensaya en el mismo espacio y tiempo donde se cierra el film; La Motta habla en voz alta antes de salir al escenario, donde (se sobreentiende) realizará un espectáculo que, tras haber pasado de la nada a la gloria y de nuevo a la nada, cierra su redención. El propio Jake La Motta asesoró a los responsables de un film que contó con un guión de Paul Schrader y Mardik Martin, basado en la biografía del boxeador. Tras breves minutos en 1964, la historia de el toro del Bronx retrocede veintitrés años para ubicarse en el barrio neoyorquino al que alude su apodo, poco antes de que Jake conozca a Vickie (Cathy Moriarty), la adolescente que le obsesiona. La vida personal de Jake La Motta resulta autodestructiva, violenta e incómoda, ya sea debido a su rudimentaria educación o a un temperamento que no sabe o no quiere controlar, el mismo que le ayuda a vencer a sus rivales. Su carrera profesional, a pesar de derrotar a todos sus oponentes, no marcha como desea, pues no le conceden la oportunidad de aspirar al título mundial. Jake prefiere alcanzar la gloria por méritos propios, sin contar con la ayuda de esos "buenos muchachos" que intentan convencerlo a través de su hermano Joey (Joe Pesci), quien también es su manager y su preparador. Los años transcurren mientras se muestran diferentes rótulos de sus combates, así como imágenes grabadas con cámaras caseras que desvelan aspectos de la vida familiar tanto de Jake como de Joey (matrimonio, hijos, etc.), hasta detenerse en 1947. Los celos dominan a Jake, provocando que se muestre posesivo y violento con Vickie, quien soporta como puede la inestabilidad de un hombre que ordena a su hermano que la vigile. El carácter de Joey es similar al de su hermano (quizá menos destructivo), ambos son machistas, posesivos y con arrebatos de violencia como el que se produce en el restaurante donde Joey rompe un vaso en la cabeza de Salvy (Frank Vincent), para finalizar golpeándola contra la puerta de un automóvil. Salvy recibe la paliza de su vida, pero no puede hacer nada para vengarse, ya que Tommy Como (Nicholas Colasanto) media entre ambos para que hagan las paces, pero no interviene por amor al prójimo, sino por interés, para que Jake La Motta acceda a sus pretensiones; que sólo sería una: ganar mucho dinero cuando consiga que el toro del Bronx luche por el título, en una pelea que éste debe perder. La derrota es lo más doloroso que le puede ocurrir, sobre todo consciente de que podría haber ganado con una sola mano, un hecho que le golpea más fuerte que ser inhabilitado por amañar el combate. La suspensión no significa el final de Jake La Motta como boxeador; dos años después, en 1949 se presenta su segunda y definitiva oportunidad para coronarse campeón del mundo, en un combate que vence al francés Marcel Cerdan. Parejos a los espacios físicos donde se desarrolla la trama, Toro Salvaje muestra el mundo del boxeo como telón de fondo, asoman los íntimos, pues Scorsese se centra en la interioridad destructiva y las relaciones personales de ese hombre que sale al principio del film, ensayando para una actuación que nunca llega a verse, de la cual podría hacerse una idea gracias a las escenas en el local en el que invierte su dinero, después de abandonar el boxeo tras perder el título contra Sugar Ray Robinson. Desde su llegada a Florida, Jake se muestra como un tipo importante, gracioso y despreocupado, sin embargo, demuestra que su pensamiento no ha evolucionado, continúa siendo ese grotesco personaje que se descubría entre pelea y pelea; un hombre que no piensa en los errores que comete, como permitir que una menor beba en su local, circunstancia que marca el punto más bajo de su vida, porque su encarcelamiento se produce poco después de que Vickie, harta de sus excesos, le abandone. Así toca fondo un ex-campeón que lo pierde todo: familia, reputación o amor propio, y que deambula hasta alcanzar esa redención que se observa en el vestuario que cierra Toro Salvaje, una lección de cine cimentada sobre la actuación de sus tres principales protagonistas (destacando Robert De Niro por encima del resto), sobre un excelente guión y la excepcional concepción de la narrativa cinematográfica de Martin Scorsese.
Candilejas (1952)
El desencanto que sentía Charles Chaplin, como consecuencia de sus problemas personales y del mal recibimiento de sus últimas producciones, se deja notar en la que podría considerarse la película más autobiográfica y melodramática de su genial carrera artística. Candilejas (Limelight, 1952), su última película en Estados Unidos y su último éxito, es un hermoso film que une y separa a dos almas marcadas por la sensación de errar perdidas entre el rechazo que ambos sienten. Calvero (Charles Chaplin) refugia sus penas en el alcohol, mientras, Thereza (Claire Bloom) se decanta por una decisión más drástica: el suicidio. Sin embargo, la irrupción del viejo payaso en el cuarto donde agoniza la bailarina les cambia la vida. Desde ese instante, Calvero se hace cargo de Thereza. La traslada a su habitación, donde, mediante los carteles que adornan las paredes, se descubre la grandeza pasada del clown, relegado al olvido del cual ya forma parte. Tras acomodar a la joven bailarina, Calvero duerme y sueña con los números que le convirtieron en el favorito de un público que le aclama y que desaparece de la platea antes del despertar; triste evocación de un pasado glorioso y de un presente vacío. Pero la presencia de la joven le proporciona la oportunidad para sentir de nuevo, ya que en Thereza encuentra a alguien a quien ayudar, alguien en quien volcar su sensibilidad y a quien convencer de la maravilla que significa sentirse vivo; sobre todo para una persona joven como ella. No obstante, ella no quiere creer, teme a la vida. Su mente se bloquea por la negatividad que le genera el estado que la inmoviliza en la cama donde yace sin apenas ganas de vivir. Pero Calvero no se rinde ante ese rechazo, pues su máxima en la vida (la del payaso) es llenar de alegría la tristeza y, para mantener las apariencias durante la convalecencia de la joven, opta por decir que son marido y mujer, lo cual resulta chocante debido a la diferencia de edad, la misma que imposibilita que el clown pueda asumir que el amor que nace en su interior triunfe más allá de su idealización.
Podría haber sido un marco espacial cinematográfico, pero Candilejas deambula por un entorno teatral en el que Calvero sería el más grande en el pasado; pero su presente se encuentra marcado por la falta de trabajo y por su adicción al alcohol, empujado a vivir una vida solitaria que le consume hasta que la luz se hace de nuevo, gracias a la aparición de la joven a quien trata de convencer para que ame la vida y termina amándole a él. Thereza, bien sea por gratitud o bien por un sentimiento más emocional, se enamora de su protector, aunque se trata de un amor imposibilitado por un principio (el suyo) y por un final (el del clown). Después de su recuperación, Thereza se convierte en la primera bailarina de una importante compañía de ballet, pero el éxito no le aleja de su salvador, porque él es la fuerza que le impulsa a continuar, esa realidad la domina, deseando un matrimonio real que Calvero no puede asumir, a pesar de que lo desea. La tristeza y la esperanza, la juventud y la vejez se dan la mano en un film sencillamente magnífico, en el que la música aumenta la sensación de romanticismo nostálgico que domina en su metraje, un romanticismo quizá trágico, quizá esperanzador, que Charles Chaplin utilizaría para cerrar viejas heridas y reflexionar sobre la vejez y la vida, así como el pequeño paso que conduce de la gloria al olvido, cuestión esta que él experimentó al igual que Buster Keaton, a quien ofreció el papel de su compañero en la exitosa actuación final, que le permitió demostrar la grandeza de un cómico que hasta el fin de sus días sentiría la necesidad y el deseo de hacer disfrutar a un público que todavía aplaude, llora y ríe con sus películas —la máxima recompensa para un clown como Calvero, Chaplin o Keaton.
lunes, 26 de marzo de 2012
La infancia de Iván (1962)
Prisionero del odio (1936)
El 9 abril de 1865 el general Lee rinde sus tropas, la Guerra Civil está a punto de llegar a su fin; por las calles de Washington se vive un ambiente festivo y sus habitantes se dirigen a celebrarlo con el presidente del país. Abraham Lincoln (Frank McGlynn) se muestra satisfecho, pero también sabe que empieza un periodo de reconstrucción y reconciliación para una nación hasta la fecha dividida; por ese motivo muestra su sensatez y realiza un gesto simbólico. El hecho de que pida que se entone Dixie, la canción más representativa de los estados confederados, expone las intenciones de un hombre justo y honesto, que únicamente busca la paz y la prosperidad para la nación, sin embargo, no tendrá tiempo para ver cumplido su sueño, puesto que John Wilkes Both (Francis McDonald) acaba con su vida durante una representación teatral. El asesinato del presidente Lincoln clama venganza, el pueblo se echa de nuevo a las calles, pero en esta ocasión sediento de la sangre que aplaque su necesidad de que alguien pague por tan terrible crimen, pero sin detenerse a pensar que la violencia que les domina pueda derivar en una injusticia. John Ford inició la acción mostrando ese trágico suceso para introducir la historia de Samuel Alexander Mudd (Warner Baxter), un médico rural que no tarda en comprobar como su apacible existencia sufre un cambio tan radical como inesperado. El hecho de que un médico atienda a un paciente no suele ser considerado delito, pero el hecho de que ese paciente sea John Wilkes Both basta para arrestarlo, alejarle de su familia y llevarle ante la corte marcial que le declara culpable de complicidad en el asesinato de Abraham Lincoln. ¿Qué clama el pueblo? ¿Qué busca el tribunal? ¿Venganza? ¿Justicia? El crimen que se juzga ha tambaleado los cimientos del país, así pues, no importan las palabras de un acusado que asegura desconocer la identidad y el crimen cometido por el hombre a quien ofreció sus servicios. La condena de Samuel A.Mudd podría haber sido otra, la misma que se ejecuta en el patio donde Peggy (Gloria Stuart), su esposa, observa temerosa de que su marido se encuentre entre los condenados a morir en el patíbulo. Por suerte, Mudd sólo es sentenciado a cadena perpetua en la prisión de Dry Tortugas (Florida), una especie de Isla del Diablo en la que la muerte llega lentamente. Desde que Samuel Mudd pone los pies en el presidio siente el rechazo y los malos tratos a los que le somete el sargento Rankin (John Carradine), quien no puede soportar la idea de tener delante a uno de los responsables del asesinato de Lincoln. Mudd no tarda en comprender que nadie le ayudará, salvo él mismo o su esposa, quien intenta todo cuanto está en sus manos, llegando al extremo de planificar una fuga que fracasa. Samuel A. Mudd es ante todo un médico, lo era antes de ser condenado y lo es en el presidio, donde no tarda en brotar una epidemia de fiebre amarilla que diezma tanto a presos como a soldados. Aceptar la petición del comandante (Harry Carey), de asumir las labores médicas, sin medios, sin ayuda y sin pedir nada a cambio, permite descubrir, a quienes le observan, la verdadera naturaleza de un hombre que lucha sin perder la fe en lo que hace, que en su caso sería atender a esos enfermos que le necesitan y por los que está dispuesto a perder su vida. Con todo, es evidente que Prisionero del odio (The prisioner of Shark Island, 1936) no se encuentra entre las mejores películas de John Ford, aun así resulta ejemplar, bien desarrollada y con sobrados momentos que demuestran la capacidad narrativa de un director que, aunque le atribuyesen la especialidad de hacer western, era capa de realizar cualquier tipo de film, ya fuese una del oeste, una comedia, un film bélico o un drama contundente como este donde expuso la injusticia sufrida por un hombre condenado por atender a un paciente de quien nada sabía. Ese fue su crimen, y su castigo el odio de sus jueces y de sus verdugos.
domingo, 25 de marzo de 2012
Viaje a la Luna (1902)
sábado, 24 de marzo de 2012
Indiana Jones y el templo maldito (1984)
viernes, 23 de marzo de 2012
Malditos bastardos (2009)
Dudo que alguien vaya al cine a aprender Historia; pues cualquiera sabe de antemano que una película no es la realidad ni las biografías o sus films “basados en hechos reales” son acontecimientos tal como sucedieron. De hecho, el cine no puede ser fiel a la Historia, porque ni ella es fiel a sí misma; ¿cuántas verdades oculta y cuantas mentiras como verdades han pasado a la Historia? Es labor de los historiadores esclarecerlo, no de los cineastas ni del cine. La del público es ser críticos y autocríticos; labor que se incumple a diario. Salvo excepciones, lo de menos para el cine, más si cabe para uno como el de Quentin Tarantino, es ceñirse a los hechos reales. ¿Para qué, si lo que quiere es humor, verborrea, violencia y espectáculo? Guste o disguste, en hacerlo a su gusto resulta infalible. Una prueba de ello la encontramos en Malditos bastardos (Inglourious Basterds, 2009), que comienza como los cuentos, pues eso es lo que es, uno en cinco actos. <<Érase una a vez… en la Francia ocupada por los nazis>> nos ubica en un momento histórico concreto, pero, a pesar de que la acción transcurre enteramente durante la Segunda Guerra Mundial y de que la mayoría de sus personajes son soldados, no se puede considerar fiel a nada que no sea el propio Tarantino. De tal manera, Malditos bastardos no es un film bélico propiamente dicho; más bien sería la reunión de gustos cinéfilos del cineasta que realiza una fabulación y una comedia repleta de violencia, y de guiños cinéfilos a Clouzot, Pabst o al spaguetti-western, en la que sigue las andanzas de individuos que no pueden negar su origen. Han sido ideados por el director que inicia Malditos bastardos en 1941, en una pequeña granja de la Francia ocupada, donde irrumpe el coronel Hans Landa (Christoph Waltz), un villano cínico, refinado, frío, letal. Conocido como “caza judíos”, apodo que inicialmente le enorgullece, Landa es despiadado, inteligente, capaz de conseguir cuanto se propone utilizando su palabrería y su falsa cortesía, la cual siempre implica una amenaza real. La entrevista alrededor de esa mesa, donde saborea un vaso de leche, sirve para exponer las características de este hombre sin escrúpulos ni moral, consciente de su poder y del miedo que provoca en sus oyentes: solo con sus palabras logra su propósito, que no es otro que descubrir el paradero de la familia judía que LaPadite (Denis Monechet) ha escondido bajo el suelo de su hogar. Instantes después, el rostro de Landa se destapa. No duda en dar la orden de ejecutar; aparte de lo dicho, parece gozar con su cometido. En este aspecto, podría decirse que es sádico y cruel. Sus hombres acaban con la familia escondida, excepto con Shosanna Dreyfus (Mélanie Laurent), que logra escapar mientras Landa, consciente de que se encontrarán de nuevo, se despide de ella con un <<Au revoir, Shosanna>> que tendrá su respuesta en 1944...
El hombre elefante (1980)
Lograr financiación no era (ni es) algo sencillo para alguien creativo, arriesgado, con algo que expresar y con las ideas claras para hacerlo en un negocio en el que, como el cinematográfico (el editorial o el musical), la creatividad y la calidad artística quedan relegadas a un plano secundario, incluso a uno sin importancia cuando se trata de argumentos de venta. Pero finalmente, tras cinco años peleando para sacar adelante su primer largometraje, David Lynch pudo concluir y estrenar Cabeza borradora (Eraserhead, 1976), lo que supuso un segundo paso en la obra fílmica de un cineasta cuyo universo creativo resulta tan personal, fascinante, humano y perturbador, que se reconoce a leguas, incluso en un film a priori ajeno a dicho espacio como puede parecer Una historia verdadera (The Straight Story, 1999). El primer paso cinematográfico de Lynch había sido su incursión en los cortometrajes. Y ya desde entonces se descubre arriesgado, experimental, lúcido, oscuro, muy suyo. Solo hay que ver cualquiera de sus películas para reconocer sus temas y su estilo, su mirada, sus mundos extraños y no tanto, porque a veces lo raro e incluso lo sórdido se esconden tras fachadas idílicas, incluso tras la de uno mismo. Cabeza borradora llamó la atención de muchos, entre ellos el director y productor Mel Brooks, quien, a través de su productora Brooksfilms, produjo El hombre elefante (The Elephant Man, 1980), una magnifica historia de monstruos que ignoran serlo y un sensible y contundente alegato a favor de la dignidad humana, la cual brilla esplendorosa en John Merrick (John Hurt). Su sensibilidad conquista los corazones de sus amigos —entre quienes se cuenta la enfermera jefa, humanizada de modo excepcional por Wendy Hiller— y choca de lleno con la abominable interioridad de Bytes (Freddie Jones), que le martiriza, apalea y exhibe para su sustento, o la no menos aberrante del portero de noche del hospital (Michael Elphick), quien también se gana unas monedas a costa de John al tiempo que disfruta junto a aquellos que ven en el joven a un fenómeno al que humillar y de quien mofarse. Son hombres y mujeres que cierran los ojos a sus propias imperfecciones, incapaces de comprender que son sus mentes las que están deformadas y formadas por prejuicios, intolerancia, mezquindad, ignorancia.
Vivir con miedo, incomprendido, obligado a esconderse, sufriendo los gritos de espanto o las risas burlonas de los individuos que presumen su normalidad enferma de ignorancia e incomprensión, quizá también infectada de odio a su propia normalidad; sino, ¿a qué responde su animadversión y, al tiempo, su curiosidad malsana y su acoso a lo diferente? ¿Les hace sentirse mejores? ¿Señalar, mofarse o aprovecharse de la “deformidad” externa que encuentran en John Merrick o en la criatura de Frankenstein en Doctor Frankenstein (James Whale, 1931), les ayuda a ocultar su fealdad interior? Tanto la criatura como Merrick (entre otros personajes de ficción y tantas personas en la realidad) sufren la mirada de esa normalidad hiriente y más deformadora que cualquier rasgo físico que escape a la comprensión general, primero en las ferias, después en la facultad de Medicina donde el doctor Frederick Treves (Anthony Hopkins) lo expone a sus colegas, y más adelante, en lo que parecía ser su remanso de paz. Esa paz que se le niega desde el inicio que Lynch muestra onírico, entre la pesadilla y el sueño, para abrir su film a un espacio ferial similar a La parada de los monstruos (Freaks, Tod Browning, 1932) y donde John Merrick sufre rechazado, malos tratos y humillaciones constantes porque su imagen resulta grotesca a los ojos que lo miran y que únicamente ven en él, el monstruo que no es.
Los aceptados del orden, que comúnmente se dice “normales”, no comprenden el dolor, el miedo, la necesidad de amor y amar, le niegan el ser humano que sí es. <<¡No soy un monstruo! ¡No soy un animal! ¡Soy un ser humano! ¡Soy un hombre!>> exclama y solloza desesperado, cuando se ve acorralado en el aseo de la estación londinense, rodeado de perseguidores tan agresivos que parecen querer lincharlo por su apariencia externa. La monstruosidad que habita en el ser humano no se encuentra en una malformación física, sino en el rechazo, en el comportamiento, en las burlas o en la repulsión que sienten quienes se ven perfectos. En este aspecto, El hombre elefante se hermana con lo expuesto por Browning en La parada de los monstruos, pero Lynch encuentra su referente en la realidad, en el caso del Merrick real descrito por el verdadero Frederick Través en su libro —el guion, escrito por Christopher De Vore, Eric Bergren y David Lynch, también encuentra inspiración en el libro de Ashley Montagu The Elephant Man: A study in Human Dignity—. Aunque tarda en mostrarse tal cual es, primero porque Lynch lo mantiene oculto para generar la atmósfera perseguida y después porque el propio John Merrick oculta su rostro y guarda silencio por temor, teme que lo dañen más, acaba por desvelar su sensibilidad y su creatividad. Sus palabras y su comportamiento resultan generosos, y su mirada más sana que la de la mayoría, quizá más que la de cualquiera.
Este joven de veintiún años sufre deformaciones en todo su cuerpo, su aspecto resulta extraordinario, nunca visto con anterioridad, por eso cuando el doctor Frederick Treves le descubre siente la necesidad de estudiarlo, de mostrarle ante sus colegas científicos, sin apenas darle importancia a su interioridad; para Treves su objeto de estudio no sería más que ese conjunto de accidentes de la naturaleza que dominan la práctica totalidad de la anatomía de John Merrick. Tras llevarle de nuevo con Bytes, Treves tiene la oportunidad de retomar el contacto, más allá del simple análisis externo que había realizado con anterioridad, pues la brutal paliza que Merrick recibe de Bytes (le deja en un estado lamentable), convence a su torturador para llamar al doctor. El hecho conlleva el ingreso de Merrick en el hospital donde, paulatinamente, el doctor descubre que su paciente es un hombre inteligente, bondadoso, digno de su amistad y cariño. La evolución interna experimentada por Treves se hace visible y audible en la pantalla cuando llora y pregunta a su mujer (Hannah Gordon) si es un buen o un mal hombre, ya que siente que no es mejor que individuos como Bytes. Su duda la genera el comprender que ha caído en el error de permitir que personas respetables acudan al centro para observar a su amigo, un hecho que inicialmente consideraba positivo para el desarrollo personal de muchacho, pero que no deja de ser similar a la exhibición ferial, donde los espectadores acuden a contemplar a personas cuyos rasgos físicos les proporcionan placer y rechazo. No obstante, hay diferencia clave: en su hogar, el hospital, Merrick es feliz, gana confianza, se siente querido, lo que le permite abrirse y mostrar su rostro interior, más bello, amable y generoso que el de los monstruos que amenazan transformar el sueño que vive en su retorno a la pesadilla de la que Treves lo rescata. Durante ese instante, para él de pura felicidad, John vive un paréntesis de aceptación y de paz, disfruta un hogar y de la amistad que le brinda algunos de los empleados del hospital o la famosa actriz interpretada por Anne Bancroft. Allí pasa los mejores instantes de su vida, pero la sombra se extiende en la amenazante ausencia de Bytes, pues sabemos que regresará, y en la ambición del portero, que no piensa en Merrick como persona, sino como el hombre elefante que le proporciona risas e ingresos extra.