La maduración del personaje de Bruce Wayne se materializa de un modo soberbio en esta producción que confirma al personaje como el antihéroe atormentado que se dejó entrever en Batman Begins (2005), en la que ya se mostraba a un individuo incapaz de aceptarse, perdido y perseguido por sus fantasmas y sus miedos. En esta segunda entrega de la trilogía del caballero oscuro, el protagonista anhela encontrar a un verdadero héroe que lo sustituya, no uno como él, que aparece y desaparece entre las sombras nocturnas para lidiar con malhechores que han dejado de ser una caricatura, porque Joker en nada se parece a aquella caricatura bufonesca y ambiciosa que amenazaba en el Batman rodado por Tim Burton en 1989. En manos de Christopher Nolan, y con la recreación de Heath Ledger, el villano se erige en un agente de caos que solo desea sembrar el desorden que predica y así demostrar que todo puede ser destruido. Brutal, como su idea del mundo que habita, sin conciencia, pero concienciado de cuanto hace y por qué lo hace, el personaje interpretado por Ledger alcanza una complejidad pocas veces vista en un villano. Su pensamiento carece de ambiciones materiales, exento de planteamientos morales o sentimentales, tampoco persigue deseos más allá de la anarquía que lo define y lo convierte en un ser imprevisible en busca de materializar su filosofía destructiva. Opuesto a Joker se descubre Harvey Dent (Aaron Eckhart), en quien Batman encuentra a ese héroe sin tacha que no se amilana y crea su propia suerte, el mismo que una ciudad moribunda como Gotham necesita. Por este motivo el antihéroe de Nolan deja a un lado sus emociones personales, aquellas que giran en torno a la figura de Rachel (Maggie Gyllenhaal), fundamental para comprender los sentimientos y los actos tanto del caballero oscuro como del caballero blanco en su lucha por salvar un espacio urbano dominado por la violencia y la destrucción sembrada por el filósofo del caos mientras aguarda a que a Batman desvele su identidad.
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