La noticia alcanzó el Gulag donde Evgenia Ginzburg padecía las largas vacaciones a las que, como tantos millones de creyentes más, había sido condenada por nada o, tal vez, por no tener cabida en la realidad pretendida por el padre de la nación, el cual, desde que subió al poder, engrandeció (en cantidad) la política que Lenin ya había empezado años antes, una política (la leninista) que, en presumida búsqueda de modernizar e industrializar, había alcanzado uno de sus máximos mortales en la gran hambruna de 1921 y 1922, de la que se calculan unos cinco millones de fallecidos. Más se llevaría la criminal fantasía de Stalin (a quien se le atribuyen veinte millones de muertes), la de Hitler la igualó y la de Mao, en China, la superó, pero esas son otras historias, aunque guarden cierta relación con la soviética. En aquella prisión siberiana, la escritora <<Estaba segura de que la muerte del tirano significaba el final de la esclavitud, no solo para nosotros, sino también para los que habían sido sus más fieles colaboradores.>> (1)
La muerte del gran líder aconteció en marzo de 1953, cuando nadie esperaba que un inmortal pudiese morir, pero así es la vida incluso la de los dioses y los dictadores; también la de los colaboradores de estos últimos. Respecto a estos, expresaba Alexsandr Solzhenitsyn en su famoso Archipiélago Gulag (2) una idea que se repite a lo largo de la historia, y que él concreta para su experiencia, la suya y la de su país en purga de Stalin y de sus fieles acólitos: <<Y ya que hablamos de comunistas ortodoxos, digamos que para una purga como aquella era preciso un Stalin, pero que también se necesitaba un partido como aquel: la mayoría de los que estaban en el poder encarcelaban de manera implacable a otros hasta que ellos mismos eran arrestados, liquidaban obedientemente a sus semejantes siguiendo esas mismas normativas y llevaban al patíbulo a cualquier amigo o camarada de ayer.>> La purga aludida por el escritor ruso es anterior a la Segunda Guerra Mundial, pero no fue la única. En 1953, se sospecha que vendrá otra, pero la muerte de Stalin la deja en suspenso y genera la lucha interna desarrollada en esta sátira sobre cómo sus “allegados” actúan en pos de llenar el vacío de poder que supone que se confirme la mortalidad del gran líder…
En Testimonio de dos guerras (3), Manuel Tagüeña recordaba que <<Nadie había en la URSS con categoría suficiente para recoger la herencia de Stalin: destino final de todas las dictaduras. Malenkov, en la cúspide, como presidente del Consejo de Ministros; Molotov, ministro de Relaciones Exteriores, y Beria, ministro del Interior, formaron la “dirección colectiva”. Malenkov era un obscuro burócrata que el dictador había escogido para sucederle, pero carecía de talla y tenía perdida la partida de ante mano. Beria y Molotov volvían a ocupar los cargos perdidos en los últimos tiempos. Bulganin también recuperó su puesto de ministro de Defensa. En último lugar, casi en las sombras, pero ya con el nuevo poder en la mano, aparecía Kruschev, nuevo secretario general del Partido Comunista soviético.>> Y esa carrera por el poder se convierte en el centro sobre el que gira la sátira propuesta por Armando Iannucci en su segundo largometraje: La muerte de Stalin (The Death of Stalin, 2017).
El condicionamiento y el miedo —terror retratado por Andrei Konchalovski en El círculo del poder (The Inner Circle, 1991)—, también el absurdo, se dan en la dacha de Stalin, a las afueras de Moscú, la noche y el día de 1953 en el que Iósif Stalin sufre el ataque que acabará con su vida. El zar soviético acostumbraba a levantarse no antes del mediodía, por lo que sus escoltas, que hacían guardia a las puertas del dormitorio de su señor, no osaban molestarle antes de esa hora. Pero como aquella noche se había acostado más tarde de lo usual, no quisieron ni se atrevieron a molestarle, a pesar de que no se levantaba. Dudarían, los nervios harían acto de presencia. Intentarían disimularlos tras la marcialidad y el silencio. No osarían entrar, por miedo a la reacción del jefe. Y así, dicen que las horas fueron pasando, sin que nadie irrumpiese en la estancia y despertase al señor de todas las Repúblicas Soviéticas… En su ensayo Koba el temible (4) así relata Martin Amis aquel momento: <<El 1 de marzo, Stalin se despertó a mediodía, como de costumbre. En la cocina se encendió una luz de PREPARAR TÉ. Los criados esperaron en vano la orden de LLEVAR TÉ. Hasta las once de la noche no se atrevieron los oficiales de guardia a hacer averiguaciones. Koba, con el pijama manchado, yacía en el suelo del comedor, junto a una botella de agua mineral y un ejemplar de Pravda. Había mucho terror en sus ojos implorantes. Cuando quiso hablar, solo le salió “un zumbido”: la pulga gigante, la chinche, reducida a un zumbido de insecto. Es indudable que había tenido tiempo para meditar una incómoda circunstancia: a todos los médicos del Kremlin los estaban torturando en la cárcel, además (por insistencia del mismo Stalin), “con grilletes”.>>
Suena a broma, pero, más o menos así fue, o así ha pasado a la historia y de esta a las bromas populares, a la literatura, al tebeo o al cine, medio este para el que Iannucci adaptaba el cómic de Fabien Nury y Thierry Robin a la gran pantalla. El resultado fue esta irregular sátira en la que la muerte del líder es el detonante para la lucha por ocupar la vacante en el trono soviético. Por lo que se observa, Beria y Kruschev se posicionan, buscan alianzas e intentan adelantarse el uno al otro, lo que depara situaciones grotescas y una intención de ruptura con el periodo anterior durante el cual el primero había sido mano ejecutora. La caricatura de Stalin y de su círculo de poder funciona a ratos. Siempre intenta reírse de la realidad para evidenciarla, pero solo apunta a la risa fácil. Queda claro que realizar una sátira es complicado, pues se corre el riesgo de caer la pretensión de hacer reír a costa de la parte crítica que conlleva toda intención satírica que se precie. Claro que Iannucci, por mucho que me gustase In the Loop (2009), pues logra mayor equilibrio que en esta —es decir, no se pierde en evidenciar todo el tiempo el ser chistoso—, no es Charles Chaplin, cuya lucidez crítica y caricaturesca se funden para dar pie a El gran dictador (The Great Dictator, 1940), en la que expuso la megalomanía de Hitler y Mussolini, ni Ernst Lubitsch cuya elegancia e ironía quedan brillantemente expresadas en Ser o no ser (To Be or Not to Be, 1942)…
(1) Evgenia Ginzburg: El vértigo (traducción de Fernando Gutiérrez y Enrique Sordo). Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2012.
(2) Alexsandr Solzhenitsyn: Archipiélago Gulag (traducción de Josep Mª Güel y Enrique Fernández Vernet). MDS BOOK/MEDIASAT, 2002.
(3) Manuel Tagüeña: Testimonio de dos guerras. Editorial Renacimiento, Sevilla, 2021.
(4) Martín Amis: Koba el temible (traducción de Antonio-Prometeo Moya). Anagrama, Barcelona, 2006.
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