La noche neoyorquina es un medio que Martin Scorsese ha mostrado en su cine en distintas ocasiones. Lo ha hecho con gran fortuna, por ejemplo, en Taxi Driver (1976) y ¡Jo, que noche! (After Hours, 1984) y tal vez de modo menos conseguido, o malentendido, en Al límite (Bringing Out the Dead, 1999), una de sus películas más alucinadas. En estas tres Scorsese riza el rizo a la hora de mostrar una sociedad desquiciada dentro de la cual los personajes interpretados por Robert DeNiro, Griffin Dunne y Nicolas Cage luchan por mantener la cordura. La jungla urbana se representa en la pantalla para insistir en varios de los temas recurrentes de su cine: la noche y la ciudad, la sensación de soledad, desamparo y deshumanización, el querer escapar de ese vacío que amenaza con imponerse, el devenir de sus habitantes, su desorientación y desesperación, su descenso a los infiernos en un mundo que se les cae encima,… temas que no son ajenos a Paul Schrader, el guionista de Taxi Driver y de Al límite, en la que adapta la novela de Joe Connolly, entre otras películas en las que ha colaborado con Scorsese. Al contrario, como demuestran sus propias películas, sus guiones para el director neoyorquino o incluso Yakuza (The Yakuza, Sydney Pollack, 1974). El de Queens y el de Michigan poseen “sabiduría” cinematográfica suficiente y la sobrada capacidad para aprovecharla cuando dan forma a sus historias, para que estas no se les vayan de las manos, aunque alguna excepción haya naufragado o no haya sido del gusto del público. En todo caso, en conjunto y por separado, fracasos y éxitos, suman el total de sus filmografías y este es espléndido. El de Schrader es un cine de aflicción y culpa, de la necesidad de redención en un mundo que se va deshumanizando, pero en el que sus antihéroes se resisten al destino, no se rinden aunque desesperen condicionados por su educación represiva (tal vez de origen calvinista como la del propio realizador), el pasado, las relaciones afectivas y la culpabilidad. El de Scorsese, igual de existencial y más irónico, es de identidad, de la necesidad de sus personajes de saber quienes son, de reconocerse, encontrarse y vivir esa ciudad (o en otros espacios) con la que el director de Uno de los nuestros (Godfellas, 1990) se identifica y retrata en constante conflicto, visceral, violenta, humana, nocturna, deprimida, insomne... desde sus albores hasta la actualidad. Su obra habla por él y dice que se trata de un grandísimo narrador cinematográfico y hace lo que todo buen narrador: cuenta envidiablemente bien sus historias. Además, lo hace con estilo y, para quien conozca mínimamente su cine, ese estilo es reconocible, atractivo, en momentos puntuales agresivo y desquiciado, visual, cómico y emocional, reflejo de las vidas al límite que sitúa en ese punto al borde del no retorno donde ubica al taxista Travis, ejemplo ya mítico de un tipo desbordado por un entorno que se hunde, y al paramédico Frank Pierce, menos recordado que aquel, aunque no por ello deje de ser un retrato ejemplar de un personaje tanto de Scorsese como de Schrader…
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