miércoles, 31 de julio de 2024

Soga de arena (1949)

Poco o nada hay de original en la aventura africana propuesta en Soga de arena (Rope of Sand, William Dieterle, 1949). Hay una rivalidad, con diamantes de por medio, un romance, una estrella ascendente, Burt Lancaster, y un reparto solvente encabezado por tres actores que el productor Hal B. Wallis recuperaba de su mítica producción Casablanca (Michael Curtiz, 1942): Paul Henreid, Peter Lorre y Claude Rains. Pero no es que carezca de atractivo, sino que la mayor parte del asunto suena a desgana. Wallis se empeña en repetir la hazaña de aquel legendario film que había producido durante su etapa en la Warner Brothers, ya lo había intentando con relativo éxito en Pasaje a Marsella (Passage to Marseille, Michael Curtiz, 1944), pero la magia cinematográfica de aquella no asoma en esta. Cuando hablo de magia me refiero al rostro de Ingrid Berman, a la idealización de la libertad contra el totalitarismo, al amor imposible de Rick e Ilsa y al principio de una hermosa amistad que quizá acabase afeándose. En todo caso, hacia finales de la década de 1940, Wallis ya no estaba en la Warner, había alquilado sus servicios a Paramount y la necesidad de patriotismo bélico había quedado atrás. Ahora eran tiempos de la caza de brujas que afectaba a actores como Paul Henreid. A las puertas de la segunda mitad de siglo, en un mundo cambiante y en un Hollywood que, a pesar de los cambios, como la sentencia antimonopolio y las listas grises y negras, no había cambiado nada respecto a lo que era: un negocio. De modo que la función de alguien como Wallis era producir éxitos y estaba empeñado en obtener uno similar al logrado en su colaboración con Michael Curtiz, así que propuso a William Dieterle, otro cineasta europeo con quien había trabajado en Warner. Probablemente, a Dieterle no le entusiasmaba demasiado el material que le entregó el ejecutivo, cuyo guion venía firmado por Walter Doniger, que no era un escritor que hubiese destacado por sus guiones, tampoco lo haría más adelante, orientando su carrera profesional hacia el medio televisivo. El resultado es agridulce, un quiero y no puedo, con el atractivo de su reparto, con cierto tono irónico y de una ambientación lograda. Dieterle sitúa la acción en un espacio africano árido, aislado, amenazante ya no por su geografía o por sus características climáticas, sino porque se trata de un lugar donde la brutalidad, la violencia y la avaricia son reflejos de los propios personajes. En ese espacio se encuentran los personajes de Burt Lancaster y de Corinne Calvet, de quien me digo “quiere ser Jane Russell”, y el del actor choca con el asumido por Paul Henreid, cuyo rol ya no es el del héroe íntegro que se enfrenta a la intolerancia y al totalitarismo en Casablanca. En la realidad de 1948, el Henreid sufre la caza de brujas; no encuentra trabajo porque Hollywood le cierra las puertas: sin embargo, Dieterle se decide a ir a contracorriente y le contrata; pero aprovechándose de la situación del actor, Paramount solo le paga la mitad de su sueldo. La mezquindad y la intolerancia no habían desaparecido con la victoria sobre los nazis y sus aliados; de hecho, nunca han dejado de existir, como tampoco quienes sacan provecho del mal ajeno o quienes, como los protagonistas del Soga de arena, no dudan en aprovecharse de otros. En todo caso, en Soga de arena ya no hay un enemigo al que cantarle La Marsellesa, solo tipos grises entre los que se cuenta el héroe, que no convence del modo que sí lo hacia Rick/Bogart. Irregular, reitera situaciones ya vistas en anteriores producciones, Soga de arena no se decide a ser aventura o cine negro, ni logra mezclar ambos géneros. Su desarrollo y su desenlace son previsibles, aunque la película crea una atmósfera propia y tiene sus momentos: como la introducción del espacio y la contundente presentación del villano encarnado por Henreid. Su sadismo queda definido en ese instante, en la zona prohibida, propiedad de la Compañía Colonial de Diamantes, así como la explotación de la mano de obra (que trabaja en condiciones semiesclavas). Solo importa el beneficio; no hay espacio para la libertad ni para idealistas, sino paga la brutalidad y para los tiburones, aunque asomen trajeados y refinados como Martingale, uno de los jefes de la compañía minera, interpretado por el siempre elegante Claude Rains, actor que siempre aporta clase y no poca ambigüedad a muchos de sus personajes…


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