miércoles, 4 de octubre de 2023

El castillo Vogeloed (1921)

El ambiente de malestar, desconfianza, sospecha que deriva en paranoia, así como el misterio y el espacio acotado, agudizan la sensación de encierro entre la realidad y la irrealidad que prevalece en El castillo Vogeloed (Schloß Vogelöd, 1921). Ninguno de sus personajes parece saber muy bien donde se encuentra la verdad. Por momentos, onírica en los sueños y expresionista en la breve pesadilla en la que las sombras y una mano preceden a Nosferatu (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922), Murnau logra generar en pantalla un ambiente insano, sospechoso y amenazador. Lo expresa a través de los rostros del conde Oetsch (Lothar Mehnert) y de la baronesa Safferstädt (Olga Tschechowa) —el primero, sospechoso del asesinato de su hermano y la segunda, la viuda de aquel— y de la lluvia, cuya constante insistencia en el exterior obliga a los invitados a permanecer en el interior del castillo. La lluvia es fundamental en El castillo de Vogeloed, al ser la excusa que permite el encierro de una intriga en la que Murnau introduce el falso culpable que Fritz Lang y Alfred Hitchcock llevarán a límites magistrales en Furia (Fury, 1936) y Falso culpable (The Wrong Man, 1956), respectivamente, entre otros títulos.

Para dar forma a su película, Murnau se inspira en un cuento de Rudolf Stratz que Carl Mayer convirtió en guion, por lo que no es descabellado pensar que el malestar de los aristócratas encerrados pueda ser reflejo social, uno de los posibles, de la Alemania de posguerra. Juntos o por separado, el cine de Mayer y el de Murnau expresan en la pantalla lo que los protagonistas llevan dentro; de ese modo se exterioriza la interioridad herida, al menos nunca en paz. Como en Mauritz Stiller y en Viktor Sjöström, en Murnau (y en Mayer) la psicología de sus protagonistas es fundamental, la expresa en las formas físicas (lluvia) y en el lenguaje corporal y facial de los personajes. Así, más allá de los rótulos con los diálogos —de los que prácticamente prescindirá en El último (Der letzte mann 1924)—, saca a relucir aquello que preocupa, ocupa y determina el comportamiento de los personajes. En El castillo de Vogeloed también se observa esa intención de expresar, pero todavía en un estado que dista del magisterio de su primera obra maestra, Nosferatu, filmada seis meses después, y de El último, su segunda cumbre, en la que Murnau alcanzaba una de las máximas expresiones del cine visual. Pero, en Vogeloed, Murnau todavía está madurando su idea de cine. Prácticamente, el interior del castillo es el escenario único del film, que contó con los decorados de Hermann Warm, uno de los responsables de la estética de El gabinete del doctor Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, Robert Wiene, 1919), pero, al contrario que en aquella, la paranoia no se observa en los decorados, que son sobrios y aristocráticos, a imagen del conde y la condesa. La apariencia y lo que esta esconde es fundamental en este film en el que la realidad y la irrealidad se dan la mano, unidos por recuerdos y los sueños, pero lo que parece interesar al cineasta son los rostros, que hablen por los personajes; aunque todavía resultan expresiones teatrales y la cámara no aporta la expresividad que luce en El último



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