La radio forma parte del decorado de algunas películas, incluso llega a ser un personaje más, como sucede en la espléndida Una jornada particular (Una giornata particolare, Ettore Scola, 1977), pues, a través del aparato, se tiene acceso a los hechos históricos que se viven fuera del edificio donde solo permanecen los personajes de Sofía Loren y Marcello Mastroianni. El transistor es una ventana al mundo, a veces adulterada, otras menos, pero, en todo caso, permite un contacto con el exterior, con aquello que suena importante y afecta la cotidianidad del conjunto: en la película (y puede que también en la realidad), prácticamente toda Roma sale a la calle a “festejar” la visita de Hitler a Mussolini. Los sucesos que radia el locutor son Historia, mientras que la acción de la que somos testigos es una pequeña historia que, junto a tantas otras, sucede a la par de la que pasará a la memoria histórica, una memoria en la que solo tienen cabida los “grandes nombres”. Una radio suena también en La hora de los valientes (Antonio Mercero, 1998), pero carece de la presencia protagonista que asume en el film de Scola, aunque posee la suficiente para ubicar su historia anónima dentro del marco de la guerra civil española. La ubica en noviembre de 1936, cuando la Primera Brigada Internacional acude en defensa de Madrid y el gobierno constitucional acaba de huir a Valencia, dejando la capital en manos de la Junta de Defensa, que queda al mando del general Miaja. Ubicada la acción en un momento de desorden y de pánico —esos primeros meses fueron los de mayor descontrol dentro de la zona gubernamental: los extremistas y los oportunistas como Lucas (Héctor Colomé) dieron rienda suelta a su guerra particular; los primeros ajustando cuentas incluso con inocentes, y los segundos, aprovechando para medrar—, Antonio Mercero no tarda en prestar atención a quienes serán sus protagonistas: Manuel (Gabino Diego), un joven bedel del museo del Prado, anarquista y enamorado de la pintura goyesca, Carmen (Leonor Watling), que lo ha perdido todo (familia, amigos y hogar) en un bombardeo, Pepito (Javier Bódalo) y Flora (Adriana Ozores), su madre, que le habla de una película —La quimera del oro (The Golden Rush, Charles Chaplin, 1925)— en la que el protagonista pasaba tanta hambre que se comía las botas y saboreaba los clavos, y el propio Francisco de Goya, su autorretrato y su supuesto anarquismo vital, que nada tendría que ver con el organizado de 1936.
En El tren (The Train, 1964), John Frankenheimer exponía el sacrificio de los ferroviarios franceses que daban su vida por salvar “el tesoro nacional”, las pinturas de tantos maestros que enorgullecen al país, que forman parte de su personalidad, de su historia. La pregunta que plantea el film, vendría a ser algo así como si esas pinturas valen tantas muertes. La respuesta la da cada uno de los personajes, y cada miembro del público. Pero lo que resulta indudable es del valor de las obras de arte, que superan cualquier valor tangible. Ese valor también se descubre en La hora de los valientes, en la que otra Junta, la Central del Tesoro Artístico, ha recibido la orden de evacuar las obras de arte del museo de Prado, para evitar que puedan sufrir desperfectos o incluyo ser destruidos durante los bombarderos a los que está siendo sometida la ciudad que se convierte en escenario bélico, pero también cotidiano, ya que la vida continúa entre las bombas, el hambre, el racionamiento, los refugios antiaéreos y las checas que el gobierno de Largo Caballero, ya ausente, no ha podido o no ha sabido hacer nada para frenarlas y poner fin a sus conocidos y temidos “paseos”. Mercero no oculta esta vergüenza; le concede protagonismo cuando un grupo de milicianos irrumpe en la casa del profesor Miralles (Juan José Otegui), el experto en arte encargado de catalogar las obras del Prado, y llevan a sus habitantes de “paseo”, porque, con el profesor y su mujer, allí vive el hermano de esta, un cura. En ese instante se desata la irracionalidad de las masas, que queman todas las obras de arte del lugar; un Sorolla incluido. Goya se salva por los pelos, ya que Manuel no ha llegado a entrar en la casa asaltada (adonde llevaba el cuadro); pero es testigo de ese instante que le entristece, le avergüenza y le permite comprender el crimen del que son víctimas esas personas a quienes iba a visitar para entregar el autorretrato del pintor aragonés. Picasso y su Guernica (pintado en 1937) aparte, el cuadro más conocido de un pintor español; Goya fue quien mejor plasmó los horrores de la guerra en pinturas como El 3 de mayo en Madrid o Duelo a garrotazos, que valen para cualquier guerra: fusilamientos, muerte, destrucción, lucha entre ideas y entre paisanos, y un largo etcétera. Esas luchas se observan en la guerra civil, conflicto armado e ideológico, lucha de clases y fratricida, rebelión y revolución, en la que se agudiza la destrucción y, como guerra moderna, se impersonaliza a las víctimas y, a primera vista, en la retaguardia de ambos lados, los extremos se reducen a la fórmula intransigente (e institucionalizada, sobre todo allí donde vencen los sublevados) “estás conmigo o contra mí”. Ante todo, Manuel está con la libertad, no con la “libertad” organizada, sino por la libertad natural que considera Derecho de la humanidad. Cree en ella y por ella (y para que los suyos algún día puedan vivir en ella) da el paso y arriesga su vida contra la intolerancia y el totalitarismo, más allá del arte y del “compañero” a quien tanto aprecia y a quien está dispuesto a proteger incluso con su sangre…
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