<<Yo, Miguel Littín, hijo de Hernán y Cristina, director de cine y uno de los cinco mil chilenos con prohibición absoluta de regresar, estaba de nuevo en mi país después de doce años de exilio, aunque todavía exiliado dentro de mí mismo: llevaba una identidad falsa, un pasaporte falso, y hasta una esposa falsa. Mi cara y mi apariencia estaban tan cambiadas por la ropa y el maquillaje que ni mi propia madre había de reconocerme a plena luz unos días después.>>
Gabriel García Márquez: La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile.
No sería extraño descubrir que el compromiso presumido por artistas e intelectuales (y por cualquiera) fuese de boquilla; dicho de otro modo, que la solidaridad y el posicionamiento lo son mientras no exijan o impliquen riesgos ni sacrificio de comodidades personales. Rara vez, el compromiso se demuestra en la excepción que transciende las palabras y se sitúa en el acto donde se reafirma incluso a riesgo de la propia vida. Un ejemplo de este paso de la palabra a la acción comprometida es el documental Acta general de Chile (1986) que Miguel Littín filmó en 1985, tras introducirse en su país natal con identidad falsa. El responsable de El chacal de Nahueltoro (1969) llevaba doce años en el exilio; era uno de tantos a quienes el régimen de Pinochet había prohibido regresar a Chile, donde, de retornar y ser arrestados, serían ejecutados o pudrirían sus huesos en celdas olvidadas de cualquier jaula oficialmente inexistente. En realidad, el ejemplo es el propio cineasta, ya que, aparte del indudable testimonio y valor histórico de su película —que se estrenó en televisión y en cine, respectivamente con cuatro y dos horas de duración—, cabe recordar la singularidad y el valor humano de Littín, cuya odisea sería relatada por García Márquez a modo de crónica literaria en Clandestino en Chile.
El cineasta regresaba en la clandestinidad —no así los tres equipos de rodaje con los que contó para este arriesgado proyecto—, con papeles falsos, con su aspecto cambiado y con la certeza de estar haciendo el acto más digno de su carrera profesional, pero también de su vida, al dar voz a quienes no la tenían; pero ¿quién la tiene en una dictadura? La militar chilena dio su golpe el 11 de septiembre de 1973 —el también exiliado Patricio Guzmán detalló el momento y mostró en la mítica La batalla de Chile (1972-1979) uno de sus instantes más impactantes: el bombardeo de La Moneda por parte de dos aviones rebeldes—, y doce años después todavía continuaba golpeando. A su regreso, el realizador descubre que Chile vive distintas realidades: la oficial y la que se descubre en las imágenes que conforman las cuatro partes —Clandestino en Chile, Norte grande “cuando fui para la Pampa”, La llama encendida, Allende— en las que divide este documento que recorre el pasado chileno y el presente que descubre en su retorno al hogar. El realizador nos habla de su país, de su historia, de sus gentes, de como el colonialismo trajo la división de la sociedad en proletariado y capital, dando pie a movimientos obreros y a reacciones que pretendían frenarlos: la Guerra Civil del siglo XIX, precipitada por los intereses económicos británicos, como un siglo después apunta que fueron los intereses de América del Norte los que llevaron al golpe de estado de los militares. Cuando Littín pasea por Santiago en 1985, Pinochet continúa dictando el destino del país que el 11 de septiembre de 1973 sufrió el triunfo del levantamiento militar y el asesinato de Salvador Allende, el presidente electo cuya resistencia hasta su último aliento deparó su entrada en la historia y en la leyenda chilenas. A partir de aquella trágica y negra jornada —que otro exiliado chileno, Sebastián Alarcón, recreó en la producción soviética Noche sobre Chile (Noch nad Chili, Sebastián Alarcón y Aleksandr Kosarev, 1977)—, los desaparecidos y los arrestados se cuentan por millares, la pobreza continúa siendo la realidad de muchos y el sueño de la democracia se antoja más onírico y menos posible. Ese es el panorama que Littín descubre, el que muestra en la pantalla, acompañando las imágenes con su voz —recitando textos de Alonso de Ercilla y Zúñiga, Andrés Sabella, Benjamin Subercaseaux, Joris Ivens y Neruda— y con los testimonios de testigos que hablan de torturas, de miseria o de las últimas horas de Allende, el presidente y el héroe del pueblo, su mártir y su mito.
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