La propuesta que realizó el director chileno Miguel Littin, cercana al documental, con El chacal de Nahueltoro no esconde su postura respecto a varios temas que se reúnen en este film basado en los textos oficiales y en las entrevistas reales realizadas al criminal y a otros implicados en un caso de múltiple asesinato que asoló a la opinión pública chilena a principios de la década de 1960. La exposición de la primera parte del film se realiza mediante las declaraciones de un asesino que mal presenta su pasado, antes y durante los salvajes hechos que le conducirán al presidio y a su posterior ejecución. En el primer tramo de El chacal de Nahueltoro se muestra la privación educativa, la miseria y el encuentro con Rosa (Shenda Román); este intervalo sirve para descubrir a un hombre carente de cualquier educación rudimentaria y de lazos afectivos, que posiblemente actúa condicionado por esas carencias. La defensa durante el juicio se basaría en dichos puntos, recalcando la importancia de un ambiente familiar violento que malformó su personalidad. Tras esa presentación parece quedar claro que Jorge del Carmen Valenzuela Torres (Nelson Villagra), conocido por otros nombres y apodos, no es un tipo que haya tenido oportunidades, pero también está claro que lo que ha hecho es un crimen sangriento e injustificable, a pesar del ambiente y condiciones en las que se haya criado, pero esa no sería la cuestión que analiza la película de Miguel Littin, si no la contradicción que puede presentarse en la rehabilitación a la que fue sometido el criminal durante su estancia en la cárcel, a sabiendas de que sería ejecutado, ¿para qué ofrecerle una educación de la que había carecido hasta entonces, si no podrá hacer uso de lo aprendido? Así pues se plantea un interrogante con respecto al sistema judicial, en el que la pena capital choca de lleno con la intención de ofrecer una oportunidad de formación y rehabilitación a un individuo que será asesinado legal y conscientemente en una fecha ya determinada. Por lo tanto, dentro del film se descubren dos Valenzuela: el verdugo y la víctima de un sistema que pretende ser justo, pero que utiliza como herramienta aquello que condena. Resulta curioso observar como, antes de ser ejecutado, el condenado prefiere no vendarse los ojos, cuestión que obliga a uno de los presentes a decirle que no sea egoísta y que piense en los pobres soldados que le van a disparar, porque no puede hacerles eso; bien mirado, se podría aventurar que es peor lo que ellos le van a hacer, al menos eso se podría deducir de la realidad inmediata a la aplicación de una pena tan controvertida como la que se aplica. Pero antes de que eso suceda, se aprecia en el criminal una evolución que, gracias a la formación recibida mientras aguarda a la ejecución, le permite ser consciente de cuáles fueron las causas que le llevaron a cometer aquel terrible e imperdonable acto. Comprende que no se trató del alcohol, sino de una carencia educativa que no le permitió desarrollar parte de sus capacidades, convirtiéndole en un individuo con un evidente déficit cognitivo-afectivo que afectaría a su percepción de la realidad, pero ésta no dejaría de ser más que una postura, pues en un caso de esta índole habría cabida para muchas otras.
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