Antes de alcanzar el estrellato en los musicales de Mark Sandrich, al lado de Fred Astaire, Ginger Rogers llamaba la atención en dos musicales con coreografías de Busby Berkeley en los que la actriz apuntaba buenas maneras y robaba el protagonismo en cada ocasión que asomaba en la pantalla. Además, que es lo que aquí interesa, La calle 42 (The 42th Street, Lloyd Bacon, 1933) y Vampiresas 1933 (Gold Diggers of 1933, Mervyn LeRoy, 1933) se adentraban de lleno en Broadway, pero lo hacían amables y concediendo importancia a los números musicales. Aunque apuntaban la complicada situación laboral de actrices y aspirantes, el tono de las situaciones planteadas resulta menos angustioso que el asumido en Damas del teatro (Stage Door, 1937) cuando expone el frágil equilibrio emocional de Kay Hamilton (Andrea Leeds), el personaje trágico de un drama al que Gregory LaCava, su máximo responsable, dota de mayor complejidad psicológica que los musicales citados; aunque no por ello prescinde del humor —sobre todo, a cargo de Eve Arden y Lucille Ball— ni de la ironía de un cineasta que iba por libre y en atractiva dirección. En estas producciones de Lloyd Bacon y Mervyn LeRoy, el personaje de Rogers vive para el teatro, pero no sufre el teatro como lo hacen Kay y su Jean en Stage Door, en la que comparte protagonismo con Katharine Hepburn, otra grande de aquel “Hollywood dorado”.
<<Pero ¿cómo se sabe quién es actriz y quien no? Te sientes actriz cuando actúas, pero no cuando estás sola en tu habitación. Y una actriz sin tener buenos contratos y buenos papeles tiene mucho más miedo a la soledad que le rodea>>. La reflexión de Kay Hamilton, delante de Terry y del público de Damas del teatro señala una diferencia clave respecto a producciones previas ambientadas en Broadway, las arriba nombras La calle 42, Vampiresas 1933 y otras. Sus palabras resumen su estado de ánimo, sus dudas y su derrota, su temor a la soledad, al vacío que se abre al sentir que no podrá conseguir el papel que le permita espantar fantasmas. Quizá Kay sufra más que el resto de aspirantes a actrices que viven en la misma pensión y el mismo sueño. Sabe de lo que habla cuando plantea la cuestión, ya que, al contrario que Terry, que la escucha, tuvo su momento de gloria cuando demostró su valía sobre las tablas. Sin embargo, un año después, todo ha cambiado; ha caído en el olvido de un medio artístico en manos de productores como Tony Powell (Adolphe Mejou), quien aprovecha su estatus para conquistar jóvenes aspirantes y prioriza los intereses económicos, más que del arte, como demuestra cuando acepta que Terry sea la protagonista de su nuevo montaje a cambio del dinero que le permita su puesta en escena.
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