viernes, 25 de febrero de 2022

Los Blandings ya tienen casa (1948)


El narrador de Sinfonía de la vida (Our Town, Sam Wood, 1940) sube una colina y contempla la pequeña y pacífica localidad que se abre ante él. Es su ciudad y, orgulloso de ella, se dirige al público para contar la historia local y la de sus vecinos. Bill Cole (Melvyn Douglas), el cicerone de Los Blandings ya tienen casa (Mr. Blandings Builds His Dream House, 1948), también se encuentra en un alto cuando nos ubica en <<Manhattan, Nueva York, Estados Unidos>> y, en clave irónica, nos habla de algunas costumbres neoyorquinas, antes de contarnos la historia de los Blandings. Sus palabras no presentan el menor rastro de la nostalgia, ni del conservadurismo ni de la amabilidad que guían el film de Sam Wood. Manhattan vive a otra velocidad vital, Bill lo sabe y por ello desborda ironía, confirmada al instante, cuando habla de la Gran Manzana y las imágenes que vemos en pantalla le contradicen o viceversa. Ya desde ese instante, el personaje es un filón para H. C. Potter, ya que tiene el don de aparecer en los momentos que el film amenaza con aburrirse de sí mismo, aburrimiento del que Los Blandings ya tienen casa siempre escapa para dejar que la broma y la acumulación de facturas dominen esta comedia que se burla, digamos sin malicia malsana, del matrimonio neoyorquino de clase media que la protagoniza; lo que equivale a burlase de la mayoría de los más de siete millones de los que habla Bill, antes de informarnos de que Jim Blandings (Cary Grant) es el típico neoyorquino y que él es su mejor amigo y su abogado. Así inicia su versión de la aventura escrita por Melvin Frank y Norman Panama, quienes, además de guionistas, ejercían por primera vez de productores —dos años después, esta pareja debutaría en la dirección en The Reformer and the Redhead (1950).


Formada por un matrimonio y dos hijas, conocemos a esta hogareña familia en la intimidad, poco antes de que se lance a la aventura de su vida: construir el hogar de sus sueños. Los Blandings son el típico núcleo familiar que no desentona en la sociedad de consumo en la que alcanzar el sueño es posible a base de comprar lo necesario y lo innecesario, y de pedir créditos e hipotecas para pagar ambos. Conocemos a Muriel (
Myrna Loy) y a Jim en la intimidad de su dormitorio, donde, como el código Hays bendice y dice, duermen en camas gemelas. Tras ellos conocemos a sus hijas, a la empleada doméstica y el apartamento completo, armarios incluidos, gracias al recorrido del adormilado protagonista, en busca del desayuno y el aseo. La conclusión de su recorrido no puede ser más evidente: el piso, de dos habitaciones, cocina, sala y cuarto de baño, les queda pequeño y desean ampliarlo, pero el presupuesto del que hablan precipita que Jim se niegue y busque otra opción. La descubre en un anuncio en el periódico: una casa en el campo, a una hora escasa del bullicio de la gran ciudad. Como Jim bien sabe por oficio, la publicidad funciona, anima al consumo, y le convence para poner rumbo a Connecticut, donde ve la antigua casa que Muriel y él ya consideran la de sus sueños. Poco les importa las palabras de Bill o las de los arquitectos y expertos que ven la ruina que se cae a pedazos y que les lleva a decir <<derrúmbenla>>. Económicamente, el sueño que persiguen les resulta más caro de lo calculado en el momento que se embarca en el proyecto, desoyendo los consejos del narrador y amigo, pues Jim asume que hay cosas que se compran con el corazón. Aunque no haya relación aparente entre el consumo y los sentimientos, el personaje, un Cary Grant en plenas facultades cómicas, así lo cree, creencia que permite a Potter ironizar sobre la clase media estadounidense y su “religión” consumista, en la que los sueños perseguidos suelen corresponder con finalidades materiales, como la casa con tres cuartos de baño y cuatro habitaciones dobles que colme de felicidad a la pareja protagonista.

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