Desde Salvador (1986), el cine de Oliver Stone se ha decantado por repasar aspectos de su país —la guerra de Vietnam, el asesinato de J. F. K., el sensacionalismo en los medios, la cara oculta del deporte profesional o los entresijos financieros de Wall Street—, y por las biografías de personajes dispares —Jim Morrison, Nixon, Alejandro Magno o George W. Bush—, combinando el lado humano y la perspectiva crítica. No obstante, debido a la elección de una narración intimista y solidaria, desarrollada durante un momento de terror, dolor e incertidumbre, en World Trade Center (2006) la crítica, que suele introducir en sus películas, no tiene cabida, pues carece de sentido en la opción escogida por el realizador, que invita a todo lo contrario. La reflexión final del sargento John McLoughlin (Nicholas Cage), dos años después de aquel fatídico día 11 de septiembre de 2001, resume parte del trágico momento y del mensaje pretendido por Stone, quien, durante todo el metraje, prioriza el lado humano y la necesidad de creer en la bondad y en la generosidad, por encima del terror que puede llegar a causar la violencia y la sinrazón. Partiendo de la esperanza en un instante de desesperanza, del amor tras un ataque de odio y de la vida que se aferra bajo escombros y muerte, World Trade Center consigue momentos emotivos con los que pretende recordarnos que, más allá del daño que infligimos, existe en nosotros compasión, entrega, amor y otros rasgos que forman lo mejor de nuestra humanidad. Stone apuesta por el protagonismo de este rostro humano, intimista, herido, pero que escoge la esperanza entre el caos que se produce el día en el que dos aviones impactaron contra las Torres Gemelas, en el mayor atentado sufrido en suelo estadounidense. Al autor de Platoon (1986) no le interesa el quién está detrás ni el porqué del atentado, pues, este toma a todos por sorpresa y nadie sabe qué sucede, salvo que se enfrentan a una catástrofe de magnitud nunca vista en Nueva York. Partiendo del hecho y de la emergencia que sigue, Stone se aleja de las imágenes que impactaron al mundo y se interesa por los miles de anónimos que padecen y luchan, mostrando la bondad (entrega altruista) que McLaughlin dice que creímos perdida. El director de J. F. K., caso abierto (JFK, 1991) permanece al lado de los policías portuarios, John y Will Jimeno (Michael Peña), atrapados entre los escombros, se preocupa por sus mujeres, Donna (Maria Bello) y Allison (Maggie Gyllenhaal), y por sus familias, por la desesperación que se apodera de ellas en ausencia de noticias que les indiquen o guíen hacia un espacio mental de calma, donde poder llorar la muerte o sentir la alegría de la vida; y ahí, en ese no saber, Stone muestra la entereza con la que sufren Donna y Allison, entereza que impide que el dolor, la desorientación y el desánimo les arrebaten el mínimo de esperanza y fuerzas que les restan. Por otra parte, Stone recuerda la entrega de policías y bomberos, así como la intervención del ex-marine David Karnes (Michael Shannon), quien, guiado por una idea de patriotismo que quizá en otro momento pudiera ser peligrosa, resulta providencial para John y Will. Stone parece tener claro que, para estos profesionales, no solo se trata de hacer su trabajo, sino de que lo hacen empujados por el “instinto” solidario que surge en la terrible situación a la que se enfrentan sin ningún plan de emergencia. Esto queda claro cuando, al inicio, los policías portuarios se dirigen a la zona de impacto y McLoughlin le dice a su superior que tienen planes de emergencia para todo, menos para eso, pues nadie previó algo semejante; de hecho, la desorientación sobre el asunto es la primera en asomar en la pantalla. Los agentes comentan, pero ninguno puede precisar, solo pueden especular que algo, quizá una avioneta, dice uno de los agentes, haya impactado en una de las torres, aunque todos son conscientes de la emergencia de la situación a la que se enfrentan.
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