jueves, 4 de noviembre de 2021

La abeja reina/L’ape regina (1963)


El planteamiento de La abeja reina (L’Ape Regina, 1963) no puede ser más acorde a los intereses comunes del Marco Ferreri y el Rafael Azcona que venían de colaborar en El pisito (1958) y El cochecito (1960), dos cumbres del humor negro y del cine español, cuyo eje temático apunta la idea del hombre atrapado y zarandeado, impotente frente a las fuerzas invisibles que le guían hacia donde no quiere ir, pero adonde va, sin que pueda hacer nada o casi nada para evitarlo. En este casi, estaría don Anselmo cuando se ve obligado a pasar a la acción —comprar su cochecito e intentar deshacerse de las trabas familiares que le cierran el paso—, aunque tampoco el ir contra el sistema evitará su aislamiento ni su encierro. Al igual que sus colaboraciones españolas, la sátira planteada en La abeja reina, primer largometraje dirigido por Ferreri en su Italia natal —con anterioridad había realizado el episodio Gli adulteri en la película Le italiane e l’amore (1961)—, no radica en el hombre ni en la mujer como individuos, se encuentra en la clase social alienada en sus condicionantes morales, sociales y religiosos, en su propia hipocresía burguesa, que se esconde en las formas y obliga a la pareja al matrimonio: la opción aceptada para mantener relaciones sexuales dentro del orden, en este film, de moral católica y romana. Cierto que habría mujeres y hombres que vivirían su sexualidad por libre, el propio Alfonso (Ugo Tognazzi) sería uno de ellos, antes abrazar la pasividad institucionalizada y el sometimiento a la libido que en él despierta la sensual y sexual Regina (Maria Vlady). Ella es una mujer condicionada por la moralidad y la religiosidad que impera en el ambiente donde ha crecido, dentro y fuera de la casa. Solo se precisa escucharla contando la leyenda de la santa cuya barba brota milagrosa y le salva de las garras de dos sospechosos o ver su terraza, desde la cual prácticamente se puede acariciar la cúpula de la basílica de San Pedro, para saber que Regina nunca consentiría irse a la cama con un hombre de otro modo que no fuese pasando antes por el altar. Y ahí es donde Alfonso, en manos de su deseo, cae en las de Regina, con quien se casa porque no habría otra manera de llevarla al huerto.


Así, el hombre se transforma en el zángano, objeto sexual y de procreación (el objetivo señalado por el orden), de una abeja reina que le domina con su sexualidad y le conduce allí donde ella quiere ir y llegar: a la cama, a engendrar hijos, pues una vez celebrado el enlace matrimonial, ella se desata y se desvela como una fuerza sexual que no descansa. Y descanso es lo que al marido le vendría bien. <<Ya casi tengo cuarenta años>>, se queja sin apenas atreverse a reconocer que ya no es joven y que necesita un respiro en su actividad marital. Su primer coito lo realizan en el granero donde un esqueleto y su guadaña anuncia la proximidad de la negrura macabra que se cierne sobre su relación matrimonial. En ese instante, Alfonso todavía lo ignora, pero, escenas después su deterioro físico es evidente y pide al padre Mariano que interceda, aunque este le explica que no puede censurar la frenética actividad sexual exigida por Regina, frenética, sí, pero sagrada por obra y gracia del sacramento matrimonial. Así que le aconseja que se inyecte hormonas que le revitalicen y, sobre todo, que tengan un bebé, que este calmará la apetencia de la madre. <<¿Pero qué se cree que es lo que hemos estado haciendo desde que nos casamos?>>, contesta el sufrido semental. Finalmente, la única esperanza que le da el religioso es la evolución temporal de <<esposa-amante, esposa-madre, esposa-hermana>>, pero omite que el tiempo no podrá remediar la nueva condición a la que se ve reducido, ni pondrá tierra de por medio —Alfonso lo intenta cuando huye con la excusa de realizar ejercicios espirituales—, sino que se la echará encima.



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