miércoles, 16 de diciembre de 2020

Million Dollar Baby (2004)


Sensible no es quien insiste en serlo, ni quien dice serlo o quien intenta imponer su exhibicionismo disfrazándolo con una falsedad que pretende pasar por sensibilidad emocional. Lo sensible no es exclusivo, es fruto de los sentidos y de la interpretación que el subjetivo hace del mundo objetivo: sustancias, hechos, reacciones y respuestas al entorno y a quienes lo pueblan. Por tanto, común y al tiempo individual, lo sensible se transforma en cada sujeto en algo exclusivo, en algo personal que fluye fuera-adentro y dentro-afuera de forma natural como respuesta a diferentes realidades que segundos, minutos, días, semanas o una vida después de producirse, la memoria revive y el cerebro convierte en respuestas emocionales. Quizá por ello, captar emociones, sentimientos o impresiones con una cámara es un proceso complejo que al menos implica dos planos distintos: el primero, sensitivo, ver y oír, sobre todo; y el segundo, reflexivo: qué, para qué, a quién va dirigido el film y cómo transmitir lo que deseo expresar. Hay quien pretende provocar la emoción o quien la simula y luego está quien parece comprender que la intensidad emocional depende de las distancias que su modo de contar establece con el público. A este último grupo pertenece el Clint Eastwood de Million Dollar Baby (2004), quien no insiste, aunque lo haga, y no recarga, mientras deja que conozcamos a sus personajes, que establézcanos la cercanía donde crea y se fortalece el vínculo entre lo que se está viendo y quién lo observa. Lo que sucede es que nos adentra en la historia, no nos aleja, ni pretende precipitarnos u obligarnos a conectar con sus personajes sin antes conocerlos y, sobre todo, comprenderlos en su intimidad, como si esa comprensión fuese el camino natural hacía sentir verdadera, honesta, la representación que vemos en la pantalla. Eso es Million Dollar Baby, una cima de la sensibilidad emocional de Eastwood, una marca de la casa que ya se encuentra esplendorosa en Bird (1986) y que alcanza su madurez espectral en Sin Perdón (Unforgiven, 1992) y su redención en Un mundo perfecto (A Perfect World, 1993).

La historia de Maggie (Hilary Swank) y Frankie (Clint Eastwood) es una historia de amor paterno-filial, la de una hija que encuentra a un padre y la de un padre que encuentra a una hija con la que no guarda parentesco, pero con quien establece lazos afectivos que se fortalecen, más y más, a medida que caminan juntos hacia la cima soñada por la chica y la redención que anhela su entrenador. Maggie sueña para escapar de la realidad que conoce, sueña para acceder a otra mejor, y su sueño, quizá como los grandes sueños, es un imposible que persigue sin desistir, porque en sí mismo el sueño es su propia vida, la única opción que la aparta de la derrota existencial a la que se niega como la luchadora que es. Sueña con ello, trabaja para lograrlo, aguanta porque hay que aguantar y porque ella misma es su sueño, como si este hubiese roto la distancia con la realidad.

La protagonista femenina de Million Dollar Baby cumple la máxima expresada al inicio por “Scrap” (Morgan Freeman), el narrador de una historia que no es para nosotros, aunque sí lo sea, y el primer puente que Eastwood establece entre los personajes y nosotros. Su voz expresa que <<el boxeo es cuestión de respeto. De ganarte el tuyo y quitárselo al otro>>, pero Maggie es algo más que boxeadora, es una persona generosa, tanto en su entrega como en su humanidad. Esa es su victoria, es su manera de ganarse su propio respeto y también la admiración y el cariño del hombre que la acompaña en su triunfo personal y hacia el éxito boxístico, y en su caída sobre la lona donde el sueño sufre el revés que la postra en la cama donde no desea permanecer más allá de la decisión que toma, como individuo libre y luchadora nata. Para alguien como ella, permanecer prisionera de un respirador mecánico y en una cama carece de sentido, es su sin vivir, de modo que la alternativa de la muerte no es una elección terminal sino una necesidad vital, puesto que es la única manera que tiene para retener lo vivido en su esplendor y no perder la ilusión de lo conseguido, de lo único que ha valido la pena en su madurez: su relación con Frank, quien sí tendrá que elegir —cuando Maggie le pide la ayuda que provoca el conflicto moral y emocional en él—, el amor y el camino que han recorrido juntos.

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