Con más de ciento veinte años a sus espaldas, el cine ya puede presumir de tener una historia propia, lo que implica tener sus personajes exclusivos. Ya no necesita buscar nombres ilustres en otros lugares ni en otros medios de expresión artística, aunque lo haga y continuará haciéndolo, si no sucede ningún imprevisto que lo impida. Ahora ya tiene suficientes víctimas, revoluciones tecnológicas y creativas, mitos, héroes, heroínas y villanos. Posee nombres propios que ocupan entradas en las enciclopedias, presenta hechos, obras, omisiones y especulaciones que dan para cientos de miles de paginas de ensayos, estudios, monográficos y más. El cine mitifica o descalifica a sus protagonistas, a veces los justifica y otras sencillamente se vale de ellos para tratar ideas y temas cercanos a los autores que los llevan a la pantalla.
Si vuelvo la vista atrás, descubro que en Así empezó a Hollywood (Nickelodeon, Peter Bogdanovich, 1976) el cine hollywoodiense mitifica su pasado e inicia una paulatina pero imparable serie de ficciones y biografías basadas en distintas realidades y personalidades de su historia. No es que antes no se realizasen películas sobre cine, se hicieron y muy buenas, incluso mejores, pero no se centraban (o no era habitual) en personajes reales — directores, actores, actrices o guionistas como Trumbo (Jay Roach, 2015) o Mank (David Fincher, 2020)—, con nombres y apellidos reconocibles, y sus situaciones dentro del entorno cinematográfico. El film de Bogdanovich muestra los orígenes de Hollywood, sin nombres propios, puesto que muestra su prehistoria, cuando los pioneros llegan a California huyendo de la guerra de las patentes o buscando un sueño. Posteriormente, se han sucedido biopics con protagonismos que van desde Chaplin a Michael Curtiz, pasando por David Wark Griffith, Robert Flaherty, Jean Vigo, Welles, Ed Wood, James Whale, Pasolini, Godard o Alfred Hitchcock... Entonces, me pregunto si el cine está siendo nostálgico o pretende reconstruir su historia, encontrar paralelismos entre el ayer y el hoy, o intenta convencerse de que ya tiene lugares propios a los que debe volver su mirada.
A David Fincher le gusta jugar y engañar (en beneficio del entretenimiento) en su cine, o toma el cine como un juego de apariencias, el ejemplo más claro quizá sea The Game (1997), pero todas sus películas proponen engaños varios o piezas que poco a poco van completando el puzzle. Mank (2020) no es ajena a esta intención de reconstruir a partir de imágenes, de ahí que no sea un biopic propiamente dicho sobre Herman J. Mankiewicz, sino un film sobre el mito, fantasía e imagen, la falsedad y la hipocresía en la que Fincher encuentra en Mank (Gary Oldman) a su antihéroe, quizá el único que resiste e insiste en resistir. Mankiewicz no es un cruzado ni un rebelde, es alguien desencantado y descontento con su entorno y consigo mismo. Es la imagen de varios momentos —desde él se introduce la Gran Depresión que vive el país y la fábrica de los sueños, el elitismo en San Simeón, los intereses políticos o la propaganda cinematográfica que impiden la victoria del candidato socialista Upton Sinclair en las elecciones californianas de 1934— entre 1930 y 1940. Es alguien con principios en el reino de la hipocresía donde los valores son el poder, el éxito y los monetarios. Pero Mank no se vende, aunque lo haga, ni calla, lo que le supondrá más de un disgusto y de una satisfacción; o eso parece. Sin embargo, en 1940, sí ha vendido su autoría del guion sobre Hearst (Charles Dance) a un joven prodigio teatral y radiofónico que pretende llevar la historia de Charles Foster Kane a la pantalla. Se trata de Orson Welles y la película es Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1940), basada en las paginas que Mankiewicz escribe en el presente de un rompecabezas cinematográfico que regresa continuamente al pasado para recomponerse y explicar posibles interrogantes sobre el por qué esa historia y ese protagonista. Fincher se encarga de recordar que viaja al pasado añadiendo a las fechas y lugares el paréntesis con la palabra “flashback”. Si lo hace como broma o porque considera idiotas a los espectadores, es algo que no puedo precisar, pero creo que forma parte del juego, quizá para enfatizar o llamar la atención previo a introducir las piezas del puzzle que el realizador —cual Mankiewicz y Welles hicieron en Ciudadano Kane— se propone reconstruir.
La narrativa de saltar del presente al pasado y al pretérito anterior luce y da forma a la espléndida El poder y la gloria (The Power and the Glory, 1933), dirigida por William K. Howard, que adaptaba a la pantalla un guion de Preston Sturges. Toda ella es un continuo salto en el tiempo, en busca de reconstruir un personaje parecido a Kane. Y tanto Ciudadano Kane como Mank siguen una ruptura temporal similar a la expuesta en El poder y la gloria; salvo que Welles la llevó un paso más allá, pues, tal como sus palabras y su obra parecen indicar, su ego artístico quiso rizar el rizo. De cualquier forma hay que distinguir entre guiones y películas (entre la escritura/lectura a la que no tenemos acceso y las imágenes que vemos en pantalla). Por otra parte, Gary Oldman hace suyo el personaje de Mankiewicz desde su aparición en pantalla, de ahí que en ocasiones no sepa si lo veo a él, el actor, o al guionista, irónico, brillante, sarcástico, alcohólico y derrotado a quien da vida en la película. Pero solo son sensaciones y pronto recupero la imagen del hombre derrotado que tengo frente a mí. La derrota de Mank es anterior a la aparición de Welles y a la venta del guion a la Mercury, y a su renuncia a la autoría a cambio de dinero y de volver a trabajar. Pero precisamente ese guion es lo mejor que ha escrito y, ante esto, el quiere recuperar su crédito, tanto el de la obra como su autoestima como creador y como hombre. En este punto, no puedo evitar la duda de si el libreto fuese un bodrio, ¿incumpliría lo pactado, exigiendo que se le reconociese como autor? Probablemente, no. Pero esa no es la historia que Fincher reconstruye, la suya no busca juzgar esa posibilidad en Mankiewicz, sino adentrarse en su intimidad y enfrentarla a los distintos personajes —Hearst, Marion Davis, Louis B. Mayer, Irving Thalberg, John Houseman o su hermano Joe Mankiewicz—, a los hechos y al ambiente que, quizá a modo de redención y acusación, el guionista describe y desmitifica en su guion, que finalmente le reportará su mayor reconocimiento como autor y a Orson Welles la base argumental y literaria para dar forma a las imágenes de uno de los films icónicos de la Historia del cine.
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