Forja de hombres (1938)
La
historia cinematográfica del padre Flanagan (Spencer Tracy) y de sus chicos de
la calle se inicia en la celda donde el religioso escucha a un
condenado a muerte. Entre varios funcionarios y policías, el cura guarda silencio y piensa que la solución no reside en el final
que aguarda al reo, sino en el principio que lo llevó hasta allí.
Ya no se trata de salvar al delincuente, ni de plantear si es moral o inmoral exigir vidas humanas como pago a las "deudas" (uno de los personajes así lo expresa) contraídas con el Estado, el mismo al que
el preso culpa de haberle desatendido de
niño, cuando una mano amiga habría podido salvarle, a él y a otros muchachos que, desprotegidos y amenazados, se dejaron arrastrar hacia existencias miserables, violentas y criminales. Antes de asesino, el reo dice que fue un
chico sin hogar, criado entre la desesperanza y la delincuencia. Flanagan se mantiene en silencio, atento y quizá avergonzado, consciente de que ya nada puede hacer por él, aunque sí puede
prevenir y evitar que otros muchachos se vean empujados hacia el crimen o sean tratados por la sociedad como sobrantes que desentender o de los que
deshacerse, enviándolos a reformatorios que acabarán por
darles forma de delincuentes. La postura de Flanagan se sitúa entre la del camarada adulto que dirige la colonia juvenil en El camino de la vida (Putyovka v zhizn; Nikolai Ekk, 1930) y el padre Connelly de Ángeles con caras sucias (Angels with Dirty Faces; Michael Curtiz, 1938), que encuentran sus aliados en el trabajo, el primero, y en el deporte y en bajar del pedestal la imagen del gánster, el segundo. Flanagan asume ambos, pero también
ofrece a sus muchachos la oportunidad de formar una comunidad democrática que, supuestamente, les servirá en su formación de ciudadanos de provecho para el sistema que señala el condenado al inicio de Forja de hombres (Boys Town, 1938)
Como el pedagogo soviético Antón Mákarenko y su <<no hay pulga mala...>> o cual Rousseau en su Emilio, el protagonista de Forja de hombres parte de que no hay un niño malo, que la genética no determina (ni la naturaleza del individuo). Asume que el agente modelador es el
entorno familiar y social. Como consecuencia, pretende crear un espacio de protección, de compañerismo y de calor humano, un lugar donde los jóvenes puedan crecer lejos de los peligros que acechan en las calles, colaborando, apoyando, respetando, asumiendo actitudes dignas y responsables. Flanagan cree en la posibilidad de hacerlo real y lo demuestra con creces, al menos así sucede en el film de
Norman Taurog, donde nada malo puede suceder, ni ninguna amenaza resulta verdaderamente amenazante, salvo el momento en el que los propios muchachos y el religioso caminan cual jauría humana que pretende linchar a quien, sin juicio, consideran culpable. Las imágenes se encariñan con los muchachos, sobre todo con el pequeño Pee Wee y Tommy, rostros respectivos de la inocencia y de la integridad abrazadas por el film, y alaban sin disimulo a su protagonista: su generosidad, su entrega, su altruismo y su fe inquebrantable en los
muchachos o en la unión democrática de su sistema educativo, construido a imagen del
sistema que los había desatendido. Para llevar a cabo su visión necesita ayuda
económica, pero la Administración no se hace cargo, tampoco la Iglesia y recurre a particulares que, salvo Dave Harris (Henry
Hull), tampoco están por la labor. A base de ayudas e hipotecas, lo consigue, primero una pequeña casa, después un terreno a diez millas de Omaha (Nebraska) donde construye varios edificios. La cuestión económica es determinante, diría alguien como Dave,
pero a Flanagan no le importa: le interesa, y
mucho, la humana. Los primeros tiempos muestran al primer grupo
viviendo en la miseria, pero sobreviven a la escasez y
a la ausencia de comodidades. Superado este tramo, Flanagan ambiciona
una ciudad para los muchachos, un espacio donde puedan crecer y
aprender, convivir y vivir un ambiente de camaradería, respeto,
valía, dignidad. Y lo consigue. Hecho todo esto, Taurog
introduce el conflicto en un nuevo huésped, que humaniza más si cabe el
experimento que, hasta entonces, se ha llevado a cabo con éxito. Se trata de un muchacho, apenas un adolescente, que va
camino de convertirse en un delincuente como su hermano mayor, a quien vemos escaparse en la escena en la que se le traslada de prisión. Whitey
Marsh (Mickey Rooney) llega a la fuerza a la ciudad de los
muchachos, llega con sus bravatas y su falsa pose de chico duro,
llega con su soledad a cuestas, con el rechazo que ha sido su
compañía. El problema, si así puede llamarse, de Forja
de hombres reside en que su origen y su fin es el mismo: el espectáculo, puesto que, sin
minusvalorarla, es lo que es: un artificio que nace y se desarrolla en función
de mostrar, pero no una circunstancia que, apuntan, se basa en la
realidad, sino en la de advertir esto cuando se trata de crear una alternativa fantasiosa en la que los
niños siguen al padre, al que adoran y de quien intentan conseguir admiración y amor paternal; y
aunque no lo digan, por encima de cualquier otras circunstancia, queda claramente señalado el interés de ofrecernos una figura heroica del religioso, una que, salvo en un instante de duda que le lleva a juzgar de modo injusto, no
hace más que crecer, tanto que desvirtúa su naturaleza humana
para dotarlo de santidad y mítica.
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