Leída una novela no me importa tanto si su adaptación cinematográfica intenta exponer en imágenes lo narrado, como el interés de los adaptadores por dar forma a imágenes que transmitan alguna idea propia sobre aquellas de la obra que llamaron su atención. Lo escrito hasta ahora es subjetivo, y lo que sigue un condicional, un desvarío o un esbozo a olvidar. Pero, en el hipotético caso de tener que adaptar a la pantalla la novela de George Orwell, buscaría una perspectiva que me acercase y alejase del original literario; algo así hizo Terry Gilliam en Brazil (1984). Una de ellas sería desarrollar cinematográficamente el Apéndice que alguien de un futuro posterior a 1984 ensaya sobre la neolengua, el por qué de su imposición por parte del Ingsoc, el fin que persigue, los intereses ocultos que solo el poder conoce y la población acata sin ser consciente de las implicaciones. Otra me llevaría a tomar el punto de vista de las telepantallas y de las cámaras que vigilan, de quienes se encuentran detrás de estas. Quizá alguien piense que algo similar lo hizo Peter Weir en El show de Truman (The Truman Show, 1998), quizás, aunque mi elección no guiaría las simpatías del público hacia un héroe ni su rechazo hacia uno o más villanos, ni sería platónica, puesto que no posibilitaría el acceso del protagonista a una supuesta verdad oculta. No habría primeros planos de los sujetos espiados, los planos se mantendrían a una distancia neutral y el encuadre cambiaría de una sala a otra, moviéndose la cámara por el interior de un edificio impersonal. Mi opción resultaría más ambigua porque el público sería quien mirase y a la vez quien reconociese una imagen suya en el sujeto-objeto observado. Lo haría sin necesidad de salir del Ministerio del Amor donde, en realidad, todos los habitantes de la Oceanía distópica están atrapados -viviendo en una prisión mental- y donde algún monitor encuadraría el cuarto de Winston Smith, su presencia o su ausencia corpórea mientras escribe en su diario, en un rincón que considera seguro y alejado de las miradas intrusivas, pero no de los oídos que escuchan el ritmo de su respiración, sus pequeñas alteraciones y otros indicios que atestiguan que, en alguna parte del habitáculo, la mente humana piensa y cree que se esconde. A través de los altavoces de una sala del Ministerio, los miembros de la policía del pensamiento (cada espectador) oirían ligeros movimientos del cuerpo que se oculta y el roce del lápiz sobre el papel donde escribe y describe su encierro en la Edad del Gran Hermano. Las escenas laborales lo vigilarían en su cubículo en el Ministerio de la Verdad, aunque sin prestarle demasiada atención, pues habrían pasado por una "depuración" similar, calculada de antemano; las ociosas, repartidas entre varias salas iguales, lo controlarían en la cafetería, entre la multitud uniforme que ama las mentiras (ya verdades) del partido o en el tren que lo traslada al campo donde espera encontrarse con Julia. Allí, los vigilantes, que saborean su licor de calidad entre otros placeres que les concede su privilegio e ignoran que a su vez están siendo observados, no serían testigos directos del primer contacto sexual de la pareja, aunque sí conscientes de que este se produce, pues todos los pasos de Winston habrían sido estudiados y guiados previo a que él mismo supiese que iba a darlos. Por eso acude a la tienda de objetos antiguos, por eso acaba alquilando la habitación de arriba, donde la cámara oculta observaría a la pareja compartiendo su espejismo de privacidad, escuchando la canción de la mujer prole o leyendo una supuesta verdad en el libro que se atribuye a Goldstein, la imagen hacia la cual, el poder establecido, desvía el odio de las masas. <<Estáis muertos>>, afirmaría una voz neutra, carente de sentimiento y emoción, antes de que la habitación congregase uniformes negros sin rostro que golpearían a Julia. No pestañearía ni antes, ni durante el posterior encierro y tortura de Winston, no podría hacerlo porque sería una mirada deshumanizada. Esta podría ser una de las opciones -en la que nadie invertiría o a nadie interesaría-, pero no fue la escogida por quienes han adaptado 1984 a la gran pantalla. Con mi elección invadiría la intimidad de los protagonistas, que dejarían de serlo porque su vida no les pertenece, ni siquiera la falsedad que les permiten, puesto que no interesan como individuos. Sería el ojo que ve donde la prole o los miembros del Partido Exterior no pueden hacerlo; no cobraría un rasgo definido, solo un quien sin nombre que, en su indiferencia profesional, contempla la ingenuidad de los enamorados, consciente de jugar con ellos mientras saborean el café, el azúcar o la falsa libertad que sienten en mutua compañía. En definitiva, sería tan inhumano como el sistema, pues, acaso, ¿no sería la mirada y el reflejo del mundo que habitan? El mundo de 1984 (1984) es el no mundo, el lugar donde las existencias dejan de existir y se convierten en marionetas del sistema que, empleando la propaganda, la vigilancia, la reducción de palabras o la guerra, elimina la capacidad de pensar e impone el doblepensar, borra el ayer e instaura su hoy y, desde este, proyecta su ansiada eternidad de impersonalidad y amor al Gran Hermano. Michael Anderson optó en su 1984 (1956) por un enfoque que no logra ir más allá la superficie de un mundo donde ya no hay cabida para más pensamiento que la ortodoxia del partido Ingsoc, mientras que Michael Radford intentó mayor fidelidad y capturar la intimidad de Winston (John Hurt), interiorizando en el personaje y dotando de frialdad a los espacios, pero se quedó a medio camino entre la veracidad de los sentimientos y emociones y la recreación de los mismos. Ignoro cuál sería el resultado de mi propuesta o de otras que no fuesen las ya vistas en la pantalla, pero se distanciarían de las películas realizadas, aunque fieles a la desesperanza y a la ausencia de intimidad-libertad defendida por O'Brian -interpretado por Richard Burton en el que fue su último trabajo- y también por cualquier privilegiado de mi supuesta versión, que apagaría la telepantalla de su despacho sabiendo que nada de lo que sucediese en la habitación quedaría entre la pareja (aunque en el film de Radford, Julia no aparece en la escena) y él. No existe intimidad en el Superestado de 1984, tampoco en la reunión, que quedaría grabada en el cerebro, frío y calculador, conectado a la gran mente retorcida y convencida de formar un órgano indestructible que no contempla al individuo, solo la idea que se ha propuesto materializar.
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