martes, 28 de febrero de 2017

El legado tenebroso (1927)

Con la llegada de Paul Leni a la Universal también llegaron a la productora de Carl Laemmle el expresionismo y la maestría de un excepcional creador de atmósferas fantasmagóricas y enrarecidas. Solo hace falta disfrutar los primeros compases de El legado tenebroso (The Cat and the Canary) para comprobarlo. Durante esos minutos iniciales, la imagen del caserón tenebroso que llena la pantalla deja su lugar a varias botellas que conservan la forma del edificio. Entre ellas se observa atrapado a Cyrus West, a quien se compara con un canario acechado por los gatos que se sobreimprimen en la imagen. La explicación de este símil visual se inserta en varios rótulos que nos hablan de como el anciano es acosado por sus familiares, a la espera de conseguir su fortuna. Ante esto, West enloquece y deja escrito que su testamento no será abierto hasta veinte años después de su fallecimiento. Distorsionado y enrarecido el ambiente por la mano maestra de Leni, la trama avanza dos décadas en el tiempo para mostrar otra mano, más bien una garra, que irrumpe en la oscuridad de esa misma mansión donde el recuerdo del fallecido cobra presencia espectral en su retrato, que cuelga en el salón donde Crosby (Tully Marshall) no tardará en proceder a la lectura de la última voluntad de aquel que parece observar desde el lienzo. La noche se afianza en el exterior y los claroscuros se apoderan del interior donde se van presentando los distintos familiares que allí acuden con la intención de conocer quién será el heredero. Este grupo variopinto muestra en común el mismo propósito, la misma ambición y que cualquiera de ellos es una víctima potencial dentro de esa casa en apariencia encantada. Años antes de que Leni adaptase la obra teatral de John Willard, en la que se basa el film, Segundo de Chomón había expuesto una situación similar en La casa encantada (1908) y, ya en los primeros años veinte, Buster Keaton se adentró en una mansión donde los fantasmas y los fenómenos paranormales son forzados por la banda de ladrones que en ella se ocultan. De tal manera podría decirse que tanto el cortometraje de Chomón como la comedia La casa encantada (The Haunted House, 1921) de Keaton y Eddie Cline son claros antecedentes del subgénero de edificios poseídos inaugurado por El legado tenebroso, título fundacional y fundamental de este tipo de fantasía en la que los caserones fantasmagóricos se convierten en elementos indispensables de la trama. La primera de las cuatro películas que Leni rodó para Universal destaca por su sugestiva exposición, entre cómica y misteriosa, del suspense que rodea al grupo de posibles herederos que comparten protagonismo con el espacio amenazante y fantasmagórico donde la agilidad y la inventiva narrativa del cineasta alemán juegan con la iluminación, con los diferentes escenarios -habitaciones, pasadizos y subterráneos escondidos-, con los distintos personajes -ya sean pictóricos como el difunto o reales como el ama de llaves (Martha Mattox), cuyo aspecto siniestro precede al personaje que Judith Anderson interpretaría años después en Rebeca (RebeccaAlfred Hitchcock, 1940)-, con la nocturnidad o con esa garra afilada y monstruosa que secuestra y asesina a Crosby antes de que este pueda leer el nombre del segundo beneficiario de la herencia, en caso de que Annabelle (Laura La Plante), la joven heredera, presente signos de la locura que sus descendientes achacaron a West en el pasado.

lunes, 27 de febrero de 2017

Remando al viento (1988)



La primera aparición de Mary Shelley como personaje de ficción cinematográfica se produjo en La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein; James Whale, 1935), aunque en aquella su rol solo funcionaba para introducir la historia que se vería a continuación. Mayor importancia asumiría en Gothic (Ken Russell, 1986), en Verano atormentado (Haunted Summer; Ivan Passer, 1988) y en Remando al viento (Gonzalo Suárez, 1988), en la que se convierte en la protagonista y destinataria involuntaria de la pregunta y de la respuesta de Lord Byron (Hugh Grant): <<¿sabéis cuál sería el mejor poema? El poema que diera vida a la materia por la fuerza de la imaginación>>. En ese instante Mary (Lizzy McInnerny) contesta <<sería horrible>>, sin poder apartar de su mente las palabras que el poeta
 pronuncia durante su encuentro en Villa Diodati. Aquellas palabras la alcanzan en su presente, cuando, al inicio de Remando al viento, la escritora viaja en la soledad de un velero que navega sobre las frías y heladas aguas del Ártico en busca de la criatura a la que dio vida. Las primeras imágenes resaltan el romanticismo que dominará la película de Gonzalo Suárez, desarrollada en un tiempo pretérito en el que <<imaginación y vida se confunden como aguas de un mismo lago...>>. Esta afirmación puesta en boca de la escritora define la inventiva asumida por el cineasta y novelista asturiano para dar forma a su propia obra romántica, poética y atípica, quizá de las más atípicas de la cinematografía española de los años ochenta. Para ello, Suárez aunó cine y literatura, música y pintura, mientras su historia se adentra libremente en la fantasía trágica que nunca abandona a Mary y a quienes rememora mientras se dirige al encuentro de esa criatura (José Carlos Rivas) que vive más allá de las páginas que la inmortalizaron. Como no podía ser de otro modo, su creación vive en su interior, como también lo hacen los miedos y los horrores que se confunden en su mente, donde realidad e imaginación forman el todo que empleó para dar vida a la criatura que se materializa durante la reunión que ella, Percy Shelley (Valentine Pelka), Byron y Polidori (José Luis Gómez) narran los cuentos de terror que la inspiraron para escribir su novela. A partir de ese instante sus vidas se transforman en un cúmulo de extraños sucesos que se gestan desde la presencia del ser imaginario a quien Mary dio vida, convencida de que la tragedia que la golpea tiene como principio y fin los pensamientos que desde su mente cobran cuerpo en una figura amenazante que rige y conoce el destino de sus seres queridos. Este monstruo misterioso no deja de ser parte de sí misma, al menos esa parte que se libera inconsciente para atormentarla, hasta que se produzca el encuentro definitivo que cierre el círculo iniciado en las glaciares y hermosas imágenes que sirven de arranque para la personal recreación del mito de Frankenstein realizada por Suárez.

domingo, 26 de febrero de 2017

La ciudad de las estrellas (La La Land) (2016)

No sin cierta reticencia empecé a visionar La La Land. Mis dudas iniciales, nacidas de la impresión enfrentada que me causó Whiplash (2014), el anterior film de Damien Chazelle, y de la popularidad mediática de este musical, se fueron despejando para dar paso a otras como ¿estoy viendo un homenaje al musical del Hollywood dorado? ¿Su renacer? ¿O un espejismo de aquellos clásicos que, consciente de que ya no regresarán, Chazelle emplea como inspiración para hablar de la situación del cine y de la música actual? A medida que avanzaba el metraje, las respuestas que me daba se decantaban por la tercera opción, al ver en sus protagonistas a dos ilusos que sueñan despiertos, bajo las estrellas, sobre ellas, envueltos en la colorista fotografía de Linus Sandgren -e individualizados entre las sombras- y al compás de la música que ellos mismos asumen para expresarse, aunque inevitablemente condenados a que se produzca su despertar a la realidad que les rodea, una realidad en la que los sueños sobreviven en individuos a contracorriente y, por lo tanto, incomprendidos y solitarios como lo son Mia (Emma Stone) y Sebastian (Ryan Gosling). La ilusión de Mia por ser actriz nace de su pasión por los clásicos hollywoodienses -Casablanca (Michael Curtiz, 1942) o La fiera de mi niña (Bringing Up Baby; Howard Hawks, 1939)- que de pequeña visionaba e imitaba al lado de su tía, mientras que la de Sebastian existe mientras perdure su intención de revivir el jazz que ha desaparecido del espacio (que él puntualiza en la cafetería de samba y tapas) por donde deambula empeñado en tocar notas que a nadie parecen interesar, ni al dueño (J.K. Simmons) del local de donde lo despiden por improvisar ni a Keith (John Legend), el compañero de colegio que le ofrece la oportunidad de formar parte del grupo musical que le acerca al éxito comercial, aunque no al personal, pues le confirma la desaparición del sonido que solo sobrevive en sus dedos y en su mente. Tras el inicio jubiloso y colorista del film, los sueños de la pareja se van apagando en esa tierra imposible de La La, donde el romanticismo deja su lugar a las decisiones que, más allá del amor que surge entre ellos, afecta a las ilusiones a las que se han aferrado y que les acarrea la soledad en la que Chazelle los muestra en los instantes previos a su unión. Es su sino, y por ello son dos rarezas que se reconocen sin conocerse e inician el romance que en un primer momento fomenta sus intenciones, pues Mia cree en Sebastian y este la empuja en su empeño de ser actriz, quizá una como Ingrid Bergman, sin embargo aquel Hollywood de Casablanca hace tiempo que dejó de existir. De aquel mundo añorado y mitificado apenas se conservan los decorados de algunos de sus clásicos, aunque solo como parte de los restos arqueológicos de un cine que ya no tiene cabida en el actual, quizá por ello el realizador y guionista se decante por introducir a sus personajes en decorados fantasiosos y coloristas para dar rienda suelta a su visión pesimista de la fábrica de sueños que ha perdido la capacidad de generarlos. Lo mismo puede decirse del sonido nacido en Nueva Orleans, que solo sobrevive en Sebastian porque se niega a aceptar las palabras de quienes le dicen <<deja que se muera, ya ha tenido su época>>. Su reivindicación del jazz, también es la reivindicación de un arte musical encumbrado por genios como Louis Armstrong, Miles Davis o Charlie Parker o, en el caso de Mia, de uno cinematográfico que vivió su mayor gloria en la época de los Fred Astaire, Ginger RogersGene Kelly, Vincente Minelli o Stanley Donen. Sin embargo La La Land no solo pretende recordar aquellos grandes clásicos del musical -y de otros géneros- mientras desarrolla el romance, que empieza a imposibilitar las ambiciones de los protagonistas, y las coreografías que no ocultan los deseos de la pareja ni la frustración que significa el comprender que nada es como habían imaginado en esa ciudad de las estrellas donde los sueños se convierten en fracasos, salvo, quizá, sacrificando parte de sí mismos en un empeño que deja la agridulce sensación de que solo así ha podido ser.  

sábado, 25 de febrero de 2017

Embrujo (1946)


Que Carlos Serrano de Osma era un cineasta particular, osado para su tiempo, queda reflejado en su inclasificable (y rupturista) contribución al cine español de la década de 1940 y 1950. Su intención de ruptura se encuentra en cada una de sus películas, puesto que <<una a una, son pura experimentación. En cada una me planteaba unas metas, empezando, en las primeras, por el conocimiento de la expresión de la imagen; quería conocer cuánto se puede hacer con la cámara>>1. Este afán por experimentar aparece en Abel Sánchez (1946), Embrujo (1946) o Parsifal (Daniel Mangrené y Carlos Serrano de Osma, 1951), pero también esa misma intención, el no poder llevarla a cabo, provocó su decisión de abandonar la dirección. Ante el creciente desencanto, y ante la certeza de que era imposible desarrollar su creatividad con entera libertad, decidió cambiar el rumbo de su relación con el cine y ejercer la docencia en el IIEC —donde, entre su alumnado, tuvo en el aula a Bardem y a Berlanga y posteriormente en la Escuela Oficial de Cinematografía. En su segunda película el realizador aprovechó la popularidad de la pareja formada por Lola Flores y Manolo Caracol para, desde el supuesto folclore que representa el dúo, desarrollar la experimentación que le permitió alcanzar la ensoñación narrativa, lírica y visual que domina en las imágenes de un film que, a raíz de la intervención de los productores, sufrió la alteración de su montaje original para su exhibición comercial.


Con todo, 
Embrujo difiere del resto de films folclóricos de la época —y de cualquier otro—, porque en realidad no lo es, aunque su responsable no dudó en renegar del montaje final, realizado sin su consentimiento, intromisión que ya apuntaba la imposibilidad común a otros cineastas y a otras cinematografías, la de ser un creador diferente, a contracorriente e independiente, dentro del sistema industrial, aunque este fuera tan precario como el español de entonces. <<Quizá porque el folklore bastardeado no me interesaba, [Embrujo] trató de ser descaradamente experimental, de modo que hasta los mismos intérpretes se manifestaron contra ella, pues Lola Flores llegó a decir que el surrealismo no le iba, ni le venía, ni le gustaba. Ello dio lugar a cambios fundamentales en el montaje, efectuados por los propios productores, cambios que motivaron cartas mías a la prensa, "derecho al pataleo", simplemente, pues en 1947, y en España, toda pretensión de ver al director como autor era totalmente ilusoria>>2. No obstante, el estilo visual de Serrano de Osma se impone en todo momento, en el tono onírico que prevalece en el ascenso al estrellato de Lola, la cantante y bailarina que, en su asociación con Manolo, tiene la oportunidad de triunfar en diversas provincias españolas. La historia de ambos surge de los recuerdos que vuelven a Lola cuando ya en la vejez le rinden un homenaje. En ese instante rememora su juventud, cuando bailaba igual que la joven a quien en el presente narra su relación con Manolo. Pero lo que podría ser una analepsis al uso, da paso a la ensoñación surrealista que aúna los números musicales, el intimismo, la subjetividad de ambos personajes y la relación que ambos mantienen, primero desde la cercanía que implica trabajar juntos y posteriormente desde la distancia que envuelve a Manolo en la oscura y enrarecida atmósfera que comparte con Mentor, personaje interpretado por Fernando Fernán Gómez antes de alcanzar la fama con Botón de ancla (Ramón Torrado, 1947). Mientras el "cantaor" se consume entre penas y alcohol, en un espacio marcado por la subjetividad de la cámara, la joven artista triunfa en el extranjero, donde rememora la figura de aquel Pigmalión a quien rechazó en el pasado, y a quien añora en ese momento triunfal que no apacigua la derrota existencial que experimenta en la lejanía que la separa de quien se convierte en principio y fin de su arte musical, pues su música vive mientras él respira y deja de existir tras el baile que interpreta durante el entierro de aquel que le dio forma.



1.De la entrevista de Pascual Cebollada, publicada en Cine y más, nº 28 y 29, marzo-abril de 1983, y recogida por Julio Pérez Perucha en El cine de Carlos Serrano de Osma. Festival de cine de Valladolid.
2.Carlos Serrano de Osma en Antonio Castro. El cine español en el banquillo. Fernando Torres Editor, Valencia, 1974.

viernes, 24 de febrero de 2017

James Whale. El padre de la criatura y de la novia

La novela de Christopher Bram El padre de Frankenstein (Father of Frankenstein, 1995) y la adaptación cinematográfica que de la misma realizó Bill Condon en Dioses y monstruos (Gods and Monsters, 1998) rescataron a James Whale del olvido popular en el que no habían caído sus dos obras maestras, inspiradas en la criatura descrita por Mary W. Shelley en Frankenstein o el moderno Prometeo (Frankenstein; or, The Modern Prometheus, 1816). Pero, aparte de El doctor Frankenstein (1931) y La novia de Frankenstein (1935), que poco tienen que ver con la creación literaria de Shelleytambién cuenta entre sus títulos con el melodrama romántico El puente de Waterloo (1931), con otras dos destacadas aportaciones al género de terror, El caserón de las sombras (1932) y El hombre invisible (1933), el melodrama musical Magnolia (1936), al parecer la preferida de su filmografía, o la aventura de capa y espada El hombre de la máscara de hierro (1939). Nacido en Dudley (Inglaterra) en 1889, en el seno de una familia obrera dedicada a la siderurgia, Whale mostraba un comportamiento y un gusto por la pintura que no encajaban en el medio tradicional donde se sentiría tan incomprendido y solitario como su personaje más emblemático. Avergonzado de sus orígenes humildes, intentó ocultarlos bajo la aristocrática fachada que mantendría hasta el final de sus días, cuando, alejado de los platós, olvidado por Hollywood y consumido por la depresión generada por su dolencia cerebrovascular, decidió poner fin a su vida en 1957. Décadas antes, como tantos miles de jóvenes de su generación, la Gran Guerra (1914-1918) lo llevó hasta los campos de batalla europeos. En 1917 fue hecho prisionero y, sin experiencia teatral, durante su cautiverio empezó a realizar algunas representaciones para entretenimiento de sus compañeros, descubriendo una afición que tras la contienda se convertiría en su profesión. De vuelta a su país natal inició su carrera profesional diseñando decorados y apareciendo como extra en diversos montajes. Su camino artístico había comenzado, pero su confirmación llegó cuando asumió la dirección escénica del drama bélico Journey's End, cuyo éxito traspasó las fronteras británicas y lo llevó hasta Broadway. Por aquel entonces el cine sonoro se imponía al silente y los estudios buscaban en el teatro profesionales que ayudasen a los cineastas veteranos en su transición al nuevo avance. De tal manera Whale fue contratado por Paramount Pictures como director de diálogos, función que desempeñó sin acreditar en The Love Doctor (Melville W.Brown, 1929). Poco después fue fichado por Howard Hughes para filmar las escenas dialogadas de Los ángeles del infierno (Hell's Angels; H. Hughes, 1930), una producción que se rodó sin sonido, aunque fue rehecha para adaptarse a los nuevos tiempos. Ese mismo año le llegó su oportunidad tras las cámaras, en la adaptación cinematográfica de Journey's End, un éxito de público y de crítica que un año después posibilitaría su contrato con Universal Pictures, donde realizaría la mayor parte de su carrera. Su primera producción para la empresa de Carl Laemmle fue El puente de Waterloo, cuya buena acogida posibilitó que el estudio le permitiese escoger entre varios proyectos, siendo su elección la libre adaptación de la novela de Mary W. Shelley y de la obra de teatro Frankenstein, de Peggy Webling. El resultado fue un nuevo éxito para el ciclo de terror sonoro de la Universal, inaugurado meses antes por Tod Browning con su Drácula  (1931). Este tipo de cine se prolongaría a lo largo de la década y parte de la siguiente, pero ningún personaje, con permiso del vampiro interpretado por Bela Lugosi o la novia encarnada por Elsa Lanchester, se convertirían en iconos populares de la magnitud del interpretado por Boris Karloff en El doctor Frankenstein. El monstruo inmortalizado por Karloff regresa a la memoria colectiva cuando se evoca a la criatura de Shelley, pero más allá del nacimiento de un mito cinematográfico, la película es una magnífica defensa de las diferencias humanas. En su primera obra maestra, Whale expuso la soledad, la incomprensión y el rechazo, la búsqueda de un lugar donde ser aceptado y de cómo la inocencia puede ser destruida por quienes, asustados por cuanto no comprenden, repudian esa diferencia representada en un monstruo para nada monstruoso, quizá porque solo es la cara que se mantiene oculta. La incomprensión que genera el personaje de Karloff volvería a ser retomada por el director británico en la que sin duda es su mejor película. Aunque La novia de Frankenstein funcionó bien en la taquilla, no obtuvo el rotundo éxito comercial de su predecesora, pero en ella se observa mayor complejidad en la intención del cineasta, quien, tras conseguir la total libertad creativa, realizó una reflexiva burla sobre los convencionalismos y la supuesta perfección que margina a sus personajes más emblemáticos, entre ellos El hombre invisible. No toda su filmografía gira en torno al cine de terror humanista, irónico y transgresor, de hecho, el cineasta se decantaba por el melodrama o por el cine bélico en su vertiente antibelicista, sin embargo, tras filmar MagnoliaCarl Laemmle vendió su empresa y la carrera de Whale sufrió el duro revés que significó El camino de vuelta (The Road Back, 1937). La película pretendía ser una segunda parte de Sin novedad en el frente (All Quiet in the Western Front; Lewis Milestone, 1930), pero las presiones políticas que llegaban de la Alemania nazi, amenazando con prohibir su estreno en el país (y otras producciones Universal), provocaron desavenencias entre el realizador y los nuevos directivos de la empresa, quienes acabaron contratando a un nuevo director para suavizar un film que perdió su esencia original. Como consecuencia de las alteraciones en el montaje, la película resultó un fracaso y la independencia profesional que Whale había adquirido bajo el mandato de la familia Laemmle tocó a su fin. Su rebeldía se saldó con dos proyectos de bajo presupuesto y de escaso interés en los que se desperdiciaba su talento, pero que se vio obligado a asumir para cumplir su contrato. A partir de ahí, exceptuando su adaptación de Alejandro Dumas, sus películas no se encuentran a la altura de un realizador del talento de Whale, minusvalorado y ninguneado hasta el extremo de verse fuera de un medio al que aportó sus inolvidables criaturas desamparadas, enojadas y condenadas por presentar diferencias dentro del orden establecido que se niega a aceptarlas.



Filmografía como director

El final del viaje (Journey's End, 1930)
Los ángeles del infierno (Hell's Angels; Howard Hughes, 1930) (sin acreditar)
El puente de Waterloo (Waterloo Bridge, 1931)
El doctor Frankenstein (Frankenstein; 1931)
El horror al matrimonio (Impatient Maiden; 1932)
El caserón de las sombras (The Old Dark House, 1932)
El beso ante el espejo (The Kiss Before the Mirror, 1933)
El hombre invisible (The Invisible Man; 1933)
A la luz del candelabro (By Candlelight, 1934)
Estigma liberador (One More River, 1934)
La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein, 1935)
¿Recuerdas lo de anoche? (Remember Last Night?, 1935)
Magnolia (Show Boat, 1936)
The Road Back (1937)
The Great Garrick (1937)
Port of Seven Seas (1938)
Sinners in Paradise (1938)
El beso revelador (Wives Under Suspiction, 1938)
La máscara de hierro (The Man in the Iron Mask, 1939)
Green Hell (1940)
They Dare Not Love (1941)
Personnel Placement in the Army (1942)
Hello out there (1949) (cortometraje)


Bibliografía

Memba, Javier; El cine de terror de la Universal; T&B Editores, Madrid, 2004
Pedrero Santos, Juan A. James Whale. El padre de Frankenstein. Calamar Ediciones, Madrid, 2011.
Serrano Cueto, José Manuel; De Monstruos y hombres. Los reyes del terror de la Universal; T&B Editores, Madrid, 2007.
Casas Quim; El terror de la Universal. Especial Cine de Terror (1), revista Dirigido por..., número 290, mayo 2000.


miércoles, 22 de febrero de 2017

Doce lunas de miel (1943)


Tras rodar en Reino Unido, Hungría (su país natal), Francia e Italia, Ladislao Vajda llegó a España en 1942 huyendo de la Segunda Guerra Mundial. Un año después realizaba sus dos primeros largometrajes españoles, la comedias Se vende un palacio (1943) y Doce lunas de miel. Esta última significó su encuentro con el cuentista y humorista José Santugini, quien había debutado en la realización de largometrajes con Una mujer en peligro (1936), a la postre su única película como director. Durante la posguerra Santugini inició una prolífica carrera como guionista que dio pie a títulos emblemáticos del cine español, entre ellos Viaje sin destino (Rafael Gil, 1942), La torre de los siete jorobados (Edgar Neville, 1944), que adaptaba la novela homónima de Emilio CarrereCarne de horca (1953) o Mi tío Jacinto (1956), estas dos últimas, para quien escribe, sus mejores colaboraciones con Vajda. De aquellas dos comedias solo se conserva la segunda, un enredo romántico al uso del cine español del momento, y como tal rehuye de cualquier tipo de realismo para conceder el protagonismo a dos personajes igual de inverosímiles que la historia narrada. Doce lunas de miel contó en los papeles principales con el actor Antonio Casal y la actriz portuguesa Milú, presencia femenina que quizá tuviera como objetivo la distribución del film en Portugal. El primero dio vida a un joven inventor que no logra vender ni sus ideas ni sus inventos y la segunda a una aspirante actriz a quien se le niega la oportunidad para demostrar su talento. Pero un buen día el destino les lleva a cruzarse en un hotel donde inicialmente comparten ascensor, para minutos después, y tras sendos fracasos, reencontrarse en las escaleras donde doña Flora (María Brú), la excéntrica millonaria que pretende regalar cuarenta mil pesetas a doce parejas, los confunde con dos enamorados y les insta a que la sigan. Conocedores de la extravagancia de la viuda, en su desesperación, ambos acuerdan hacerse pasar por novios y así conseguir una de las doce dotes que doña Flora lleva todo el día intentando entregar a las parejas que llenan su cuarto y la recepción del edificio. Así, sin otro ánimo que los ocho mil duros, se casan para luego separarse y cada uno seguir su camino, sin embargo, se ha plantado la semilla del amor. Ella embarca para Hollywood, con su mitad del botín más las diez mil pesetas que Jaime le regala porque considera que a ella le harán más falta, no obstante, Julieta triunfa y a él continúan rechazándolo. Pasan tres años y, convertida en una estrella de la pantalla, Julieta regresa a España de vacaciones, sin saber que el mayordomo que han contratado es su marido, quien tampoco sabe que su mujer es la dueña de la casa donde demuestra su inexperiencia de las labores domésticas. De ese modo se inicia el enredo central de Doce lunas de miel, a la espera de que los dos enamorados acepten su destino común, que no es otro que el de aceptar su amor. Pero, antes de que esto sucede, se desarrolla el tira y afloja entre ambos, rodeados de una cohorte de admiradores entres quienes se encuentra Harry (Ramón Elías), el hombre que descubrió a Julieta y quien urde el engaño que provoca que esta se decida por él y no por el mayordomo. Aunque se trata de una comedia entretenida, con diálogos frescos y espontáneos, Doce lunas de miel se encuentra muy por debajo de posteriores colaboraciones de Santugini y Vajda, centrando su comicidad en la atracción y en el rechazo de la pareja de enamorado y en la vis cómica de Casal en su intención de no dejar escapar a su mujer.

martes, 21 de febrero de 2017

Manhattan Sur (1985)

La industria cinematográfica hollywoodiense no duda en dar la espalda a los cineastas que, en su afán de independencia creativa, hacen tambalear sus cimientos. Estos serían los casos de Eric von Stroheim, Orson Welles, Joseph L. Mankiewicz o Francis Ford Coppola, también el de Michael Cimino, que fue otro de esos creadores que osó desafiar al sistema en el que alcanzó la gloría que supuso El cazador (The Deer Hunter, 1978) y la agonía que significó el estrepitoso fracaso comercial de La puerta del cielo (Heaven's Gate, 1980), un fracaso que marcó un cambio en la política empresarial de las productoras y que puso en serias dudas la posición de Cimino dentro de una industria en la que suele decirse que "vales tanto como tu última película". Pero si esta "última película" también significó la quiebra de United Artists, el panorama del realizador se presentaba negro, y mucho, debido a la (mala) fama que conllevó su desencantada, mutilada en su montaje e incomprendida visión (pesimista y romántica) de la situación de los inmigrantes en el Wyoming del siglo XIX. Desde la debacle de La puerta del cielo tuvieron que transcurrir cinco años de proyectos frustrados para que el realizador volviera a ponerse detrás de las cámaras, y lo hizo gracias a que Dino de Laurentiis le confió la adaptación a la gran pantalla de la novela de Robert Daily. Sin embargo al cineasta no le convenció el guión que le entregó el productor italiano y optó por reescribirlo al lado de Oliver StoneManhattan Sur (Year of the Dragon) expone la lucha de Stanley White (Mickey Rourke) -en la distancia similar a la situación por la que atravesaba el propio Cimino en Hollywood-, que se enfrenta desde su marcada individualidad a un espacio donde el rechazo surge de la característica que lo define. White, capitán de policía de origen polaco, racista, agresivo e individualista, es el agente más condecorado de Nueva York, pero también el más problemático e incomprendido dentro del entorno que pretende cambiar durante su sombrío y destructivo recorrido por la chinatown neoyorquina. Su traslado a la parte baja de Manhattan se produce la misma jornada en la que se celebra el entierro del líder de la mafia china, supuestamente asesinado por alguna banda juvenil. Ese mismo día Stanley también inicia su guerra, una en la que se implica a fondo, sacrificando cualquier cuestión personal y provocando daños colaterales (las muertes de su mujer y la del novato que infiltra en la organización delictiva o la violación sufrida por la periodista con quien mantiene un idilio). Su matrimonio está roto y sus relaciones de amistad se reducen a sus altibajos con Louis Bukowski (Raymond J.Barry), su superior en el departamento, cuestiones que se van exponiendo a lo largo del crudo recurrido de un policía en cuya mente se fija la idea de ganar su cruzada contra Joey Tai (John Lone), el nuevo jefe de la mafia, y contra la apatía institucionalizada que observa en el seno de la policía que solo busca mantener el equilibrio. La intención del protagonista se agudiza más si cabe en su intento de compensar la derrota sufrida en Vietnam que todavía afecta a su presente. Esta circunstancia, unido al desencanto y a la violencia que Stanley emplea en un espacio multiétnico donde se citan la corrupción, los medios de comunicación y la delincuencia, provocan que la película sea una evolución del policíaco de la década anterior, como también lo es su contemporánea Vivir y morir en Los Ángeles (To Live and Die in L.A.; William Friedkin, 1985). Y como aquellas, Manhattan Sur ni esconde su pesimismo ni la desilusión social que habita en su personaje principal, cuya inestabilidad y frustración lo guían hacia ese duelo final que mantiene con Joey, su reflejo al otro lado de una ley ambigua, incapaz de frenar la violencia imperante tanto en las calles como en el protagonista de un thriller sin concesiones que se aleja del cine de acción de los años ochenta, durante los cuales, salvo excepciones, la industria hollywoodiense vivió uno de sus peores momentos creativos, quizá por el cambio precipitado por la debacle financiera de films tan personales y estimables como La puerta del cielo

lunes, 20 de febrero de 2017

Quebracho (1973)



Muchos historiadores cinematográficos coinciden a la hora de señalar a Mario Sofficci y a sus películas Puerto Nuevo (1936), codirigida por Luis César AmadoriKilómetro 111 (1938) y, principalmente, Prisioneros de la tierra (1939) como autor clave y piezas fundacionales del cine social argentino, sin embargo este tipo de film no tuvo la continuidad deseada debido a la inestabilidad política que jugó en su contra y, durante años, provocó que prácticamente dejase de existir, sobreviviendo en las aportaciones de Fernando Birri —que darían pie al nuevo cine latinoamericano— o en las sombras donde años después Fernando Solanas y Octavio Getino realizaban su combativo y maniqueo ensayo político-documental La hora de los hornos (1965-1968). Inicialmente, este mítico manifiesto se exhibió en la clandestinidad, también en festivales internacionales, ya que ni escondía su postura antiimperialista ni sus intenciones político-didácticas. De modo que no sería hasta 1973 cuando se estrenó de manera oficial en Argentina, el mismo año que el propio Getino liberaba la censura después de asumir su cargo al frente de la cinematografía nacional. Esta circunstancia provocó que la producción fílmica argentina viviese un momento de mayor libertad creativa e ideológica, que se tradujo en películas tan exitosas como lo fueron Juan Moreira (Leonardo Favio, 1973), La tregua (Sergio Renán, 1973), 
La Patagonia rebelde (Héctor Olivera, 1974) o La Raulito (Lautaro Murúa, 1974). Otro ejemplo fundamental de la buena salud cinematográfica de aquel periodo que abarca desde 1973 hasta la nueva dictadura lo aportó Ricardo Wullicher en Quebracho (1973).


Dividida en prólogo, dos partes y epílogo, el film se desarrolla a lo largo de medio siglo de historia argentina para mostrar cómo los intereses extranjeros (británicos en este caso) provocan la precaria situación que en las partes centrales de la trama los obreros intenta poner fin, aunque con el mismo resultado (estéril) que el expuesto por
Olivera en La Patagonia rebelde. El prólogo se desarrolla en Inglaterra al comienzo de la Primera Guerra Mundial, en la mansión del propietario de la compañía inglesa que habla con su joven pupilo de aspectos relacionados con sus posesiones africanas y su fábrica en Argentina, conscientes de que allí poseen y gestionan los recursos económicos y, por lo tanto, también controlan la situación política del país que les proporciona el tanino que la mano de obra barata, casi esclavizada, extrae de los quebrachos de la zona. La historia salta cuatro años en el tiempo para mostrar el malestar obrero ante la explotación tanto humana como forestal en la provincia de Santa Fe. Para ello inician una serie de protestas, también se decantan por la educación de sus compañeros, conscientes de que las mentes pensantes son la mejor arma para poner fin a la situación generada por el neocolonialismo que los trabajadores sufren desde la independencia de la corona española. Sin embargo, la violencia siempre es la primera reacción entre contrarios, por ello, los dirigentes de la empresa inglesa, a través de mister White (Osvaldo Bonet), convencen al gobierno para que cree un cuerpo militar, "los cardenales", compuesto por ex-presidiarios y mercenarios que desde la represión ponga fin a cualquier movimiento de protesta. Esta parte concluye con el estallido de violencia en el interior del recinto donde los peones habían iniciado su paro laboral, el cual resulta un fracaso que permite que todo vuelva a su lugar inicial, aquel que vela por los intereses de la empresa británica. La segunda parte de Quebracho se desarrolla durante la década de 1930, centrándose en Lamazón (Lautaro Murúa), un líder sindicalista que no tardará en convertirse en el objetivo de la multinacional. El nuevo gerente, Mister Murphy (Héctor Alterio), intenta comprarlo, pero el fracaso de esta opción precipita un nuevo brote de violencia, acorralando al sindicalista en su hogar, junto a su mujer y a sus tres hijos, donde se ve obligado a entregar armas a los pequeños para poder emprender su fuga y proseguir con una lucha que no puede vencer. El epílogo resume la situación vivida entre los años cuarenta y 1963, regresando a un espacio similar al inicial donde se observa al consejo de la multinacional sin mostrar más interés que el económico que llena sus bolsillos a costa del sudor de esos desprotegidos que nunca llegan a dejar de serlo.

sábado, 18 de febrero de 2017

La casa encantada (1921)


Estrenada en España con el título Pamplinas y los fantasmas, La casa encantada (The Haunted House, 1921) presenta a un Buster Keaton que aún no había alcanzado su maestría detrás de la cámara, algo que no tardaría en hacer, pero ya apuntaba situaciones cómicas que serían perfeccionadas por el genial cómico en posteriores películas. Producida por su cuñado Joseph M. Schenck y codirigida por Eddie Cline, habitual colaborador de Keaton por aquellos años, este cortometraje combina el humor con la fantasía para mostrar al cómico trabajando en un banco donde no tarda en ser acusado del robo perpetrado por uno de sus compañeros de trabajo (Joe Roberts) y su banda. Esta acusación provoca que la policía lo persiga y el bueno de Keaton se esconda en la mansión que, considerada por todos embrujada, los ladrones emplean como guarida. Por allí deambulan disfrazados de fantasmas, poniendo trampas y trucos en la vivienda para amedrentar a posibles fisgones, sin embargo, el héroe no tiene conocimiento de nada de esto e irrumpe en su interior para llevarse varias sorpresas: una escalera que se transforma en rampa, esqueletos que completan a un hombre sin cabeza o encontrarse con Fausto, Mefistófeles y Margarita, quienes se ocultan del público que les persigue por su mala representación del Fausto de Goethe. Allí se juntan todos para ofrecer una muestra de la inventiva y de la velocidad narrativa de uno de los grandes genios que ha dado el séptimo arte y allí su personaje logra, no sin antes recibir golpes y sustos, desbaratar los planes de los ladrones. Aunque irregular en su conjunto, La casa encantada posee aciertos como la parte onírica en la que el inocente cajero asciende las escaleras que lo conducen al cielo para comprobar como San Pedro le niega el acceso, antes de activar la palanca que trasforma los escalones en el tobogán que conduce al personaje directamente al infierno, donde tampoco parecen quererlo, porque en realidad no ha muerto, solo ha estado inconsciente como consecuencia del impacto propinado por su contrincante, del cual se recupera para descubrir que ha salido airoso de su experiencia en la mansión fantasma
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viernes, 17 de febrero de 2017

La novia de Frankenstein (1935)


El sorprendente éxito de El doctor Frankenstein (Frankenstein, 1931) convirtió a Boris Karloff en una estrella y a su personaje en la imagen popular de la criatura ideada por Mary Wollstonecraft Shelley, pero también convenció a los responsables de Universal Pictures para rodar una secuela que, aprovechando el tirón de aquella, ayudase a sanear las depauperadas arcas del estudio fundado por Carl Laemmle en 1912. Sin embargo James Whale no estaba por la labor de realizar una continuación de su película, negándose en repetidas ocasiones a asumir la dirección, hasta que obtuvo la libertad creativa necesaria para hacerla a su gusto. El resultado fue una obra fílmica independiente, más viva, ingeniosa y transgresora en su fondo que su espléndida e ilustre predecesora, y esto fue posible porque Whale sintió que La novia de Frankenstein (The Bride of Frankenstein) era su oportunidad para burlarse de la perfección y de los prejuicios sociales de los que en más de una ocasión fue víctima. Antes de que la historia regrese al punto donde había concluido 
El doctor Frankenstein, la película se abre con una tormenta que arrecía en el exterior de la luminosa mansión donde se descubre a tres personajes. Es una buena noche para contar historias de terror. Lord Byron (Gavin Gordon), Percy (Douglas Walton) y Mary Shelley (Elsa Lanchester) lo saben, quizá por ello los dos primeros vuelvan sobre la creación literaria de la escritora (se insertan varios planos del anterior film para refrescar la memoria del público). La alaban, hablan del horror que en ella habita o de la dificultad de encontrar un editor para su publicación. La pomposa charla provoca que Mary les comente que su lección moral no ha concluido y para demostrarlo les narra qué sucedió después. La autora cinematográfica inicia su relato mientras la cámara retrocede, alejándose del trío, para regresar a las últimas llamas del molino donde la feroz multitud creyó ver morir a la criatura de Frankenstein. Allí se descubre que esta ha sobrevivido, como también lo ha hecho Henry (Colin Clive), su padre, quien tras despertar de su shock asume la lección que encierra jugar a ser Dios. Sin embargo, más que aprender, el científico reprime su deseo de transgredir las normas sociales que ya había pasado por alto con anterioridad, un deseo que vuelve a cobrar fuerza con la aparición nocturna y expresionista (entre luces y sombras) del doctor Pretorius (Ernest Thesiger), quien ha llegado para liberar a Henry de su intención de adaptarse al orden establecido y tradicional, y para ello le ofrece la oportunidad de dar vida a una Eva que haga compañía al monstruo. Pero más que atemorizar al público, Whale perseguía en su mítica película satirizar la supuesta normalidad y aceptación dentro de un espacio humano, marcado por la hipocresía y los prejuicios morales, donde lo incomprensible se tilda de monstruosidad, aunque para el cineasta no lo fuese, como demuestra su predilección por las almas perdidas y solitarias en su perfecta imperfección: la criatura (Boris Karloff) o el ermitaño (O.P.Heggie), sus sentimientos, la necesidad de estar juntos o la comprensión y la generosidad que brillan por su ausencia en un mundo construido sobre ideas preconcebidas y heredadas. Como consecuencia de su predilección por los desheredados, el encuentro entre quien no puede ver y aquel que no puede hablar provoca el único paréntesis de paz de la película, permitiendo que la relación de amistad hable más allá de las imágenes que se muestran en la pantalla, aquellas en las que se observa al primero enseñando a hablar al segundo, también refinando su comportamiento, señalando la diferencia entre lo bueno y lo malo o compartiendo el placer que les proporciona un cigarro, la música y la mutua compañía. Su estancia en la cabaña rompe por un instante la soledad que ambos habrían experimentado hasta que se produjo su encuentro. Sin embargo, la armonía del hogar (pues eso es lo que han formado) toca a su fin cuando dos cazadores, que se han perdido en el bosque, irrumpen en la choza y acosan al hijo de Frankenstein. Una vez más se ve obligado a reiniciar su deambular en busca de su lugar en un espacio donde no halla aceptación por ser diferente. En su recorrido se cruza con Petrorius, manipulador y ajeno a cualquiera de las normas éticas o morales que atan a Henry, a quien se observa en constante lucha entre su querer y los convencionalismos que reprimen su naturaleza. Petrorius no duda en aprovecharse del anhelo de la criatura, tampoco lo hace a la hora de ordenar (sin pronunciar la orden) a su sirviente que asesine para conseguir los órganos que precisa ni tiene el menor reparo en retener a Elizabeth (Valerie Hobson) para obligar a Henry a romper con lo establecido y colaborar con él en la creación de la compañera de quien, habiendo adquirido la capacidad del habla (que completa su humanización), pasa de creación dominada a dominar al creador, exigiéndole a este la compañía que lo aleje del rechazo y de la soledad que, en su diferencia, siempre lo acompañan tanto en el mundo en el que ha nacido como en ese nuevo de dioses y monstruos por el que brinda Petrorius, pero ¿en qué se diferencian ambos mundos y quiénes son los unos y quiénes los otros?

miércoles, 15 de febrero de 2017

Manchester frente al mar (2016)


Imágenes, diálogos y situaciones estudiadas al detalle para provocar la lágrima fácil, bandas sonoras que ayudan a generarlas o personajes diseñados para suscitar simpatías y emocionar desde su primera aparición en la pantalla, forman parte de algunas películas que exponen la tristeza, la imposibilidad o la desesperación de sus protagonistas desde la manipuladora intención de condicionar con historias que (en su pretensión) acaban siendo caricaturas de sí mismas. Por suerte también existe la otra cara de la moneda, aquella que fluye desde la honestidad de quien pretende narrar una historia sencilla, aunque compleja, tan compleja y sencilla como la vida misma, llena de altibajos, ilusiones y alegrías, encuentros y desencuentros, fracasos y frustraciones y también de la culpa y el dolor que anidan en la interioridad de individuos que, como Lee Chandler (Casey Affleck), viven sin apenas poder hacerlo. Manchester frente al mar (Manchester by the Sea, 2016) es uno de esos films que no gustará a todos, quizá por su mayor cualidad, la de rehuir de cualquier tipo de retórica y efectismos a la hora de exponer una vida rota y real que ha perdido cualquier esperanza de recomponerse. Esa existencia deshecha en mil pedazos es la de Lee Chandler, quien aparece en la pantalla por primera vez bromeando con su sobrino Patrick (Ben O'Brien) en el barco de su hermano Joe (Kyle Chandler). Esta secuencia inicial precede en cinco años a la de un Lee silencioso, ajeno a cuanto le rodea, como si no desease contactar con su entorno, de ahí que solo se dedique a hacer su trabajo, que tampoco le importa, o en su tiempo libre se tome una cerveza en la barra de un bar donde, aislado de todo y de todos, ni responde a las insinuaciones de una chica ni puede controlar el arrebato de violencia generado por su, más que frustración, imposibilidad existencial. En ese instante aún se ignora el por qué de su comportamiento, pero la imagen del protagonista (a destacar la interpretación de Affleck) semeja la de alguien antisocial o alguien desequilibrado. Ambas podrían ser ciertas, y de alguna manera lo son, pero la realidad nunca es tan sencilla como aparenta ser a primera vista. La impresión de desconexión entre Lee y el mundo que lo rodea, y con el que no quiere contacto o no puede tenerlo, se reafirma cuando recibe la llamada que provoca su regreso a su pueblo natal, y su retorno al pasado del cual parece no querer saber. Allí acude al hospital donde han ingresado a Joe, sin embargo, cuando llega comprende que ya es demasiado tarde para despedirse de su hermano, solo queda recordarlo. A partir de este fallecimiento, Manchester frente al mar combina a la perfección el pasado con el presente (hasta que pueda centrarse en este último) para mostrar porqué la vida de Lee se ha convertido en un rechazo constante, pero no un rechazo a su exterior (aunque desde fuera lo rechacen), sino a sí mismo, circunstancia que a Joe no le pasó desapercibida y por eso incluyó en su testamento una cláusula en la que nombra a Lee tutor de Patrick (Lucas Hedges). La intención del fallecido sería la de ofrecerle la oportunidad para expiar culpas, pero este solo sería su deseo, ya que la imposibilidad de perdonarse y de olvidar nunca abandonan al protagonista en su deambular por el espacio invernal (humano y climático) donde su certeza, aquella de que jamás podrá hacerlo, se reafirma en todo momento, más si cabe cuando se produce el encuentro callejero con su ex-mujer (Michelle Williams) o cuando el público tiene acceso al hecho que lo persigue y perseguirá de por vida. Aquel recuerdo, al que se accede mediante el flashback que se inserta durante su visita al abogado, muestra la tragedia que imposibilita el perdón del protagonista, incapaz de superar la culpabilidad que se expone en su reacción en la comisaría donde a duras penas ha podido contener el dolor y la culpa que se exteriorizan en un momento puntual para confirmar que no hay atisbo de esperanza en un corazón roto que nunca dejará de estarlo.

martes, 14 de febrero de 2017

La señorita Oyû (1951)

La última etapa profesional de Kenji Mizoguchi se desarrolló en el seno de la productora Daiei en Kyoto, por aquel entonces dirigida por Matsutaro Kawaguchi, su antiguo socio en la Daiichi. La presencia de Kawaguchi al frente de la poderosa compañía, unida a la reconocida maestría del cineasta, posibilitó a Mizoguchi los medios y la libertad necesarios para rodar varias de sus obras maestras. Entre ellas se cuenta La señorita Oyu (Oyû sama), una película que, debido a la obsesiva búsqueda de la perfección por parte del realizador, provocó su insatisfacción, pero, dejando a un lado el exigente (e inalcanzable) perfeccionismo perseguido por el excepcional director japonés, se trata de otra de sus grandes tragedias. Bella, pausada y poética, como anuncia la secuencia en el bosque donde la luz solar se filtra entre los árboles mientras Sinnosuke (Yuji Hori) contempla por vez primera el rostro de Oyu (Kinuyu Tanaka), la película resulta una armoniosa y trágica variante del sacrificio femenino que vertebra las mejores producciones del responsable de Cuentos de la luna pálida de agosto (Ugetsu monogatari, 1953). En ese instante inicial, el joven protagonista desea que la bella mujer observada sea la elegida por su tía Osumi (Kyoto Iria), pero el lirismo del momento también apunta hacia la imposibilidad que no tarda en confirmarse, cuando, hechizado por la belleza de Oyu, el joven sufre el desencanto que implica su compromiso con Oshizu (Nobuko Otawa), la hermana menor de la mujer que idealiza desde el primer instante. La imposibilidad de alcanzar la felicidad se prolonga a lo largo de la obra fílmica de Mizoguchi, sin embargo, en La señorita Oyu no tiene su origen exclusivo en la sociedad machista y patriarcal, sino que surge del interior de Sinnosuke y Oshizu, de su idealización y veneración de la figura de Oyu, por quien aceptan un casamiento de conveniencia que depara el drama del trío protagonista. El sacrificio femenino que se muestra a continuación presenta similitudes respecto al expuesto en Las hermanas de Gion (Gion no shimal, 1936), al ser la pequeña quien reniega de su felicidad para ofrecérsela a su mayor, circunstancia que delata la veneración (obligación) de una sociedad jerarquizada como la japonesa tradicional. La felicidad que Oshizu se niega para sí, implica que su matrimonio sea ficticio, como afirma el día de su boda, cuando confiesa a su marido que su relación será la de dos hermanos, a la espera de que algún día Oyu pueda ser la esposa de un personaje masculino atípico en el universo fílmico del cineasta. Sinnosuke no es un símbolo represivo, es la víctima de su idealización de la mujer a quien concede los atributos de la madre perdida en la infancia, nostalgia similar a la sufrida por el propio Mizoguchi, el refinamiento cultural y social o la atemporalidad de quien en su mente convierte en la perfección absoluta, sin embargo, como cualquier perfección, esta se encuentra fuera de lo terrenal y, por lo tanto, también fuera de su alcance. El tercer miembro del trío protagonista, Oyu, también es un ser atrapado, en su caso en la viudedad y la obligación de someterse a los designios de la familia de su marido fallecido para poder estar cerca de su hijo. Entre los tres surge un triángulo extraño, en el que Sinnosuke y Oyu muestran una alegría que nunca se observa en Oshizu, pues ella es la única consciente de su sacrificio, así como del pensamiento de su esposo, por ello asume que su vida al lado de su esposo es un tiempo de espera, tras el cual su hermana mayor y Sinnosuke podrán ser felices. Pero su decisión implica que ninguno de los vértices del triángulo pueda ni remotamente acariciar lo pretendido por la joven, y el devenir de los hechos y el paso del tiempo no hacen más que confirmarlo: la muerte del hijo de Oyu o las murmuraciones que provocan la decisión familiar de casar a la viuda con un hombre a quien desconoce. Para evitar que esto suceda la menor confiesa a su mayor que su relación matrimonial ha sido de amistad, porque su matrimonio les permitía estar juntas y velar por un futuro a todas luces imposible. En ese instante de sinceridad, Oyu no puede más que sorprenderse, siente remordimientos de una situación que no ha pretendido, al menos no de manera consciente, y acepta su destino lejos de la pareja, una decisión que implica que sacrifique su libertad para que puedan disfrutar de una vida marital plena, aunque tampoco su gesto, como antes el de su hermana, pueden poner fin a la tragedia que habita en la triste y bella poesía de Mizoguchi.

lunes, 13 de febrero de 2017

Perros de paja (1971)


Cansado de ver como sus películas sufrían las intervenciones de quienes ponían el dinero, Sam Peckinpah pensó que en Inglaterra encontraría la libertad necesaria para que sus films no sufriesen alteraciones indeseadas -el montaje de Mayor Dundee (Major Dundee, 1965) o la inmediata retirada de las salas de la ninguneada La balada de Cable Hogue (The Ballad of Cable Hogue, 1970)-, de ese modo, en su búsqueda de la independencia creativa dentro de un ámbito artístico e industrial donde la creatividad suele supeditarse a los beneficios monetarios, el responsable de Grupo Salvaje (The Wild Bunch, 1969) se embarcó en su aventura británica guardando en su interior la decepción que para él sería la alteración de sus obras, algo que volvería a suceder en Perros de paja (Straw Dogs). Con el contrato firmado, Peckinpah tuvo que aceptar parte de los cambios en el guión en el que había trabajado durante meses, aunque pudo evitar el final feliz pretendido. Tampoco resultó un rodaje sencillo, a sus problemas con la bebida, se unió su falta de conexión con parte del elenco y las exigencias que vivió durante el rodaje. Todo ello provocó que no sintiera especial simpatía por una película que fue un éxito comercial y que generó disparidad de opiniones entre el público y la crítica.


Más allá de la controversia generada por las distintas interpretaciones, algunas más acertadas y otras menos, Perros de paja contiene una descarnada reflexión sobre la condición humana. La racionalidad y la naturaleza animal de sus personajes encuentra su imagen visual en los dos estilos empleados por el realizador. El primero, más contenido, abarca la primera mitad del film y el segundo, explosivo y nervioso, es el fiel reflejo de la violencia que aflora a partir de la doble violación de Amy (Susan George) en un entorno rural que no desentonaría en cualquier western de Peckinpah —cabe señalar que esta fue la primera película ajena al género que le dio fama—, aunque esto no implica que dicha violencia no se encuentre latente en todo momento, en Tom Hedden, el personaje interpretado por Peter Vaughn, en las miradas furtivas de los obreros que trabajan en la casa del matrimonio Sumner, en sus gestos y en los comentarios que se silencian (en presencia de la pareja) mientras se va enrareciendo una atmósfera amenazante y opresiva que rompe el aparente paréntesis de paz que descubre la insatisfacción marital de David (Dustin Hoffman) y Amy Sumner. Aunque ella es oriunda del lugar, la pareja acaba de instalarse en un entorno rural que choca con la interioridad de David, introvertido, intelectual, en apariencia cobarde y contrario a un ámbito donde nunca parece encontrarse a gusto, quizá porque juzga su intelecto superior al del resto, ya sea en los momentos previos a la agresión sufrida por su media naranja o cuando asume proteger a Henry Niles (David Warner), cuya discapacidad intelectual es rechazada en un entorno desequilibrado, enfermizo y, avanzado el tiempo, peligroso. De hecho, en su primitivismo, Tom Hedden y aquellos que violan a Amy juzgan necesario ser los verdugos de Henry durante la parte final en la que David da rienda suelta a su instinto de supervivencia y al salvajismo que ha vivido sometido hasta entonces. En ese instante asume una postura que contradice su anterior comportamiento, aquel que le habría alejado de Amy (atrapada entre dos mundos masculinos antagónicos) y que ella le recrimina en determinadas ocasiones, algunas bromeando, otras poniendo en duda su virilidad o incitándole a dejar de ser el sujeto pasivo que todos ven en él, porque, en realidad, el protagonista ha vivido en una constante negación, sin encontrar el equilibrio entre su yo civilizado y su yo visceral, el cual se libera desatando no solo la lucha por defender su territorio, sino por satisfacer los instintos que hasta entonces han estado atrapados entre los condicionantes intelectuales y morales que han generado la desorientación que reconoce mientras conduce su automóvil en compañía de Niles.