Con la llegada de Paul Leni a la Universal también llegaron a la productora de Carl Laemmle el expresionismo y la maestría de un excepcional creador de atmósferas fantasmagóricas y enrarecidas. Solo hace falta disfrutar los primeros compases de El legado tenebroso (The Cat and the Canary) para comprobarlo. Durante esos minutos iniciales, la imagen del caserón tenebroso que llena la pantalla deja su lugar a varias botellas que conservan la forma del edificio. Entre ellas se observa atrapado a Cyrus West, a quien se compara con un canario acechado por los gatos que se sobreimprimen en la imagen. La explicación de este símil visual se inserta en varios rótulos que nos hablan de como el anciano es acosado por sus familiares, a la espera de conseguir su fortuna. Ante esto, West enloquece y deja escrito que su testamento no será abierto hasta veinte años después de su fallecimiento. Distorsionado y enrarecido el ambiente por la mano maestra de Leni, la trama avanza dos décadas en el tiempo para mostrar otra mano, más bien una garra, que irrumpe en la oscuridad de esa misma mansión donde el recuerdo del fallecido cobra presencia espectral en su retrato, que cuelga en el salón donde Crosby (Tully Marshall) no tardará en proceder a la lectura de la última voluntad de aquel que parece observar desde el lienzo. La noche se afianza en el exterior y los claroscuros se apoderan del interior donde se van presentando los distintos familiares que allí acuden con la intención de conocer quién será el heredero. Este grupo variopinto muestra en común el mismo propósito, la misma ambición y que cualquiera de ellos es una víctima potencial dentro de esa casa en apariencia encantada. Años antes de que Leni adaptase la obra teatral de John Willard, en la que se basa el film, Segundo de Chomón había expuesto una situación similar en La casa encantada (1908) y, ya en los primeros años veinte, Buster Keaton se adentró en una mansión donde los fantasmas y los fenómenos paranormales son forzados por la banda de ladrones que en ella se ocultan. De tal manera podría decirse que tanto el cortometraje de Chomón como la comedia La casa encantada (The Haunted House, 1921) de Keaton y Eddie Cline son claros antecedentes del subgénero de edificios poseídos inaugurado por El legado tenebroso, título fundacional y fundamental de este tipo de fantasía en la que los caserones fantasmagóricos se convierten en elementos indispensables de la trama. La primera de las cuatro películas que Leni rodó para Universal destaca por su sugestiva exposición, entre cómica y misteriosa, del suspense que rodea al grupo de posibles herederos que comparten protagonismo con el espacio amenazante y fantasmagórico donde la agilidad y la inventiva narrativa del cineasta alemán juegan con la iluminación, con los diferentes escenarios -habitaciones, pasadizos y subterráneos escondidos-, con los distintos personajes -ya sean pictóricos como el difunto o reales como el ama de llaves (Martha Mattox), cuyo aspecto siniestro precede al personaje que Judith Anderson interpretaría años después en Rebeca (Rebecca; Alfred Hitchcock, 1940)-, con la nocturnidad o con esa garra afilada y monstruosa que secuestra y asesina a Crosby antes de que este pueda leer el nombre del segundo beneficiario de la herencia, en caso de que Annabelle (Laura La Plante), la joven heredera, presente signos de la locura que sus descendientes achacaron a West en el pasado.
martes, 28 de febrero de 2017
lunes, 27 de febrero de 2017
Remando al viento (1988)
domingo, 26 de febrero de 2017
La ciudad de las estrellas (La La Land) (2016)
No sin cierta reticencia empecé a visionar La La Land. Mis dudas iniciales, nacidas de la impresión enfrentada que me causó Whiplash (2014), el anterior film de Damien Chazelle, y de la popularidad mediática de este musical, se fueron despejando para dar paso a otras como ¿estoy viendo un homenaje al musical del Hollywood dorado? ¿Su renacer? ¿O un espejismo de aquellos clásicos que, consciente de que ya no regresarán, Chazelle emplea como inspiración para hablar de la situación del cine y de la música actual? A medida que avanzaba el metraje, las respuestas que me daba se decantaban por la tercera opción, al ver en sus protagonistas a dos ilusos que sueñan despiertos, bajo las estrellas, sobre ellas, envueltos en la colorista fotografía de Linus Sandgren -e individualizados entre las sombras- y al compás de la música que ellos mismos asumen para expresarse, aunque inevitablemente condenados a que se produzca su despertar a la realidad que les rodea, una realidad en la que los sueños sobreviven en individuos a contracorriente y, por lo tanto, incomprendidos y solitarios como lo son Mia (Emma Stone) y Sebastian (Ryan Gosling). La ilusión de Mia por ser actriz nace de su pasión por los clásicos hollywoodienses -Casablanca (Michael Curtiz, 1942) o La fiera de mi niña (Bringing Up Baby; Howard Hawks, 1939)- que de pequeña visionaba e imitaba al lado de su tía, mientras que la de Sebastian existe mientras perdure su intención de revivir el jazz que ha desaparecido del espacio (que él puntualiza en la cafetería de samba y tapas) por donde deambula empeñado en tocar notas que a nadie parecen interesar, ni al dueño (J.K. Simmons) del local de donde lo despiden por improvisar ni a Keith (John Legend), el compañero de colegio que le ofrece la oportunidad de formar parte del grupo musical que le acerca al éxito comercial, aunque no al personal, pues le confirma la desaparición del sonido que solo sobrevive en sus dedos y en su mente. Tras el inicio jubiloso y colorista del film, los sueños de la pareja se van apagando en esa tierra imposible de La La, donde el romanticismo deja su lugar a las decisiones que, más allá del amor que surge entre ellos, afecta a las ilusiones a las que se han aferrado y que les acarrea la soledad en la que Chazelle los muestra en los instantes previos a su unión. Es su sino, y por ello son dos rarezas que se reconocen sin conocerse e inician el romance que en un primer momento fomenta sus intenciones, pues Mia cree en Sebastian y este la empuja en su empeño de ser actriz, quizá una como Ingrid Bergman, sin embargo aquel Hollywood de Casablanca hace tiempo que dejó de existir. De aquel mundo añorado y mitificado apenas se conservan los decorados de algunos de sus clásicos, aunque solo como parte de los restos arqueológicos de un cine que ya no tiene cabida en el actual, quizá por ello el realizador y guionista se decante por introducir a sus personajes en decorados fantasiosos y coloristas para dar rienda suelta a su visión pesimista de la fábrica de sueños que ha perdido la capacidad de generarlos. Lo mismo puede decirse del sonido nacido en Nueva Orleans, que solo sobrevive en Sebastian porque se niega a aceptar las palabras de quienes le dicen <<deja que se muera, ya ha tenido su época>>. Su reivindicación del jazz, también es la reivindicación de un arte musical encumbrado por genios como Louis Armstrong, Miles Davis o Charlie Parker o, en el caso de Mia, de uno cinematográfico que vivió su mayor gloria en la época de los Fred Astaire, Ginger Rogers, Gene Kelly, Vincente Minelli o Stanley Donen. Sin embargo La La Land no solo pretende recordar aquellos grandes clásicos del musical -y de otros géneros- mientras desarrolla el romance, que empieza a imposibilitar las ambiciones de los protagonistas, y las coreografías que no ocultan los deseos de la pareja ni la frustración que significa el comprender que nada es como habían imaginado en esa ciudad de las estrellas donde los sueños se convierten en fracasos, salvo, quizá, sacrificando parte de sí mismos en un empeño que deja la agridulce sensación de que solo así ha podido ser.
sábado, 25 de febrero de 2017
Embrujo (1946)
1.De la entrevista de Pascual Cebollada, publicada en Cine y más, nº 28 y 29, marzo-abril de 1983, y recogida por Julio Pérez Perucha en El cine de Carlos Serrano de Osma. Festival de cine de Valladolid.
2.Carlos Serrano de Osma en Antonio Castro. El cine español en el banquillo. Fernando Torres Editor, Valencia, 1974.
2.Carlos Serrano de Osma en Antonio Castro. El cine español en el banquillo. Fernando Torres Editor, Valencia, 1974.
viernes, 24 de febrero de 2017
James Whale. El padre de la criatura y de la novia
La novela de Christopher Bram El padre de Frankenstein (Father of Frankenstein, 1995) y la adaptación cinematográfica que de la misma realizó Bill Condon en Dioses y monstruos (Gods and Monsters, 1998) rescataron a James Whale del olvido popular en el que no habían caído sus dos obras maestras, inspiradas en la criatura descrita por Mary W. Shelley en Frankenstein o el moderno Prometeo (Frankenstein; or, The Modern Prometheus, 1816). Pero, aparte de El doctor Frankenstein (1931) y La novia de Frankenstein (1935), que poco tienen que ver con la creación literaria de Shelley, también cuenta entre sus títulos con el melodrama romántico El puente de Waterloo (1931), con otras dos destacadas aportaciones al género de terror, El caserón de las sombras (1932) y El hombre invisible (1933), el melodrama musical Magnolia (1936), al parecer la preferida de su filmografía, o la aventura de capa y espada El hombre de la máscara de hierro (1939). Nacido en Dudley (Inglaterra) en 1889, en el seno de una familia obrera dedicada a la siderurgia, Whale mostraba un comportamiento y un gusto por la pintura que no encajaban en el medio tradicional donde se sentiría tan incomprendido y solitario como su personaje más emblemático. Avergonzado de sus orígenes humildes, intentó ocultarlos bajo la aristocrática fachada que mantendría hasta el final de sus días, cuando, alejado de los platós, olvidado por Hollywood y consumido por la depresión generada por su dolencia cerebrovascular, decidió poner fin a su vida en 1957. Décadas antes, como tantos miles de jóvenes de su generación, la Gran Guerra (1914-1918) lo llevó hasta los campos de batalla europeos. En 1917 fue hecho prisionero y, sin experiencia teatral, durante su cautiverio empezó a realizar algunas representaciones para entretenimiento de sus compañeros, descubriendo una afición que tras la contienda se convertiría en su profesión. De vuelta a su país natal inició su carrera profesional diseñando decorados y apareciendo como extra en diversos montajes. Su camino artístico había comenzado, pero su confirmación llegó cuando asumió la dirección escénica del drama bélico Journey's End, cuyo éxito traspasó las fronteras británicas y lo llevó hasta Broadway. Por aquel entonces el cine sonoro se imponía al silente y los estudios buscaban en el teatro profesionales que ayudasen a los cineastas veteranos en su transición al nuevo avance. De tal manera Whale fue contratado por Paramount Pictures como director de diálogos, función que desempeñó sin acreditar en The Love Doctor (Melville W.Brown, 1929). Poco después fue fichado por Howard Hughes para filmar las escenas dialogadas de Los ángeles del infierno (Hell's Angels; H. Hughes, 1930), una producción que se rodó sin sonido, aunque fue rehecha para adaptarse a los nuevos tiempos. Ese mismo año le llegó su oportunidad tras las cámaras, en la adaptación cinematográfica de Journey's End, un éxito de público y de crítica que un año después posibilitaría su contrato con Universal Pictures, donde realizaría la mayor parte de su carrera. Su primera producción para la empresa de Carl Laemmle fue El puente de Waterloo, cuya buena acogida posibilitó que el estudio le permitiese escoger entre varios proyectos, siendo su elección la libre adaptación de la novela de Mary W. Shelley y de la obra de teatro Frankenstein, de Peggy Webling. El resultado fue un nuevo éxito para el ciclo de terror sonoro de la Universal, inaugurado meses antes por Tod Browning con su Drácula (1931). Este tipo de cine se prolongaría a lo largo de la década y parte de la siguiente, pero ningún personaje, con permiso del vampiro interpretado por Bela Lugosi o la novia encarnada por Elsa Lanchester, se convertirían en iconos populares de la magnitud del interpretado por Boris Karloff en El doctor Frankenstein. El monstruo inmortalizado por Karloff regresa a la memoria colectiva cuando se evoca a la criatura de Shelley, pero más allá del nacimiento de un mito cinematográfico, la película es una magnífica defensa de las diferencias humanas. En su primera obra maestra, Whale expuso la soledad, la incomprensión y el rechazo, la búsqueda de un lugar donde ser aceptado y de cómo la inocencia puede ser destruida por quienes, asustados por cuanto no comprenden, repudian esa diferencia representada en un monstruo para nada monstruoso, quizá porque solo es la cara que se mantiene oculta. La incomprensión que genera el personaje de Karloff volvería a ser retomada por el director británico en la que sin duda es su mejor película. Aunque La novia de Frankenstein funcionó bien en la taquilla, no obtuvo el rotundo éxito comercial de su predecesora, pero en ella se observa mayor complejidad en la intención del cineasta, quien, tras conseguir la total libertad creativa, realizó una reflexiva burla sobre los convencionalismos y la supuesta perfección que margina a sus personajes más emblemáticos, entre ellos El hombre invisible. No toda su filmografía gira en torno al cine de terror humanista, irónico y transgresor, de hecho, el cineasta se decantaba por el melodrama o por el cine bélico en su vertiente antibelicista, sin embargo, tras filmar Magnolia, Carl Laemmle vendió su empresa y la carrera de Whale sufrió el duro revés que significó El camino de vuelta (The Road Back, 1937). La película pretendía ser una segunda parte de Sin novedad en el frente (All Quiet in the Western Front; Lewis Milestone, 1930), pero las presiones políticas que llegaban de la Alemania nazi, amenazando con prohibir su estreno en el país (y otras producciones Universal), provocaron desavenencias entre el realizador y los nuevos directivos de la empresa, quienes acabaron contratando a un nuevo director para suavizar un film que perdió su esencia original. Como consecuencia de las alteraciones en el montaje, la película resultó un fracaso y la independencia profesional que Whale había adquirido bajo el mandato de la familia Laemmle tocó a su fin. Su rebeldía se saldó con dos proyectos de bajo presupuesto y de escaso interés en los que se desperdiciaba su talento, pero que se vio obligado a asumir para cumplir su contrato. A partir de ahí, exceptuando su adaptación de Alejandro Dumas, sus películas no se encuentran a la altura de un realizador del talento de Whale, minusvalorado y ninguneado hasta el extremo de verse fuera de un medio al que aportó sus inolvidables criaturas desamparadas, enojadas y condenadas por presentar diferencias dentro del orden establecido que se niega a aceptarlas.
Filmografía como director
El final del viaje (Journey's End, 1930)
Los ángeles del infierno (Hell's Angels; Howard Hughes, 1930) (sin acreditar)
El puente de Waterloo (Waterloo Bridge, 1931)
El doctor Frankenstein (Frankenstein; 1931)
El horror al matrimonio (Impatient Maiden; 1932)
El caserón de las sombras (The Old Dark House, 1932)
El beso ante el espejo (The Kiss Before the Mirror, 1933)
El hombre invisible (The Invisible Man; 1933)
A la luz del candelabro (By Candlelight, 1934)
Estigma liberador (One More River, 1934)
La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein, 1935)
¿Recuerdas lo de anoche? (Remember Last Night?, 1935)
Magnolia (Show Boat, 1936)
The Road Back (1937)
The Great Garrick (1937)
Port of Seven Seas (1938)
Sinners in Paradise (1938)
El beso revelador (Wives Under Suspiction, 1938)
La máscara de hierro (The Man in the Iron Mask, 1939)
Green Hell (1940)
They Dare Not Love (1941)
Personnel Placement in the Army (1942)
Hello out there (1949) (cortometraje)
Bibliografía
Memba, Javier; El cine de terror de la Universal; T&B Editores, Madrid, 2004
Pedrero Santos, Juan A. James Whale. El padre de Frankenstein. Calamar Ediciones, Madrid, 2011.
Serrano Cueto, José Manuel; De Monstruos y hombres. Los reyes del terror de la Universal; T&B Editores, Madrid, 2007.
Casas Quim; El terror de la Universal. Especial Cine de Terror (1), revista Dirigido por..., número 290, mayo 2000.
Filmografía como director
El final del viaje (Journey's End, 1930)
Los ángeles del infierno (Hell's Angels; Howard Hughes, 1930) (sin acreditar)
El puente de Waterloo (Waterloo Bridge, 1931)
El doctor Frankenstein (Frankenstein; 1931)
El horror al matrimonio (Impatient Maiden; 1932)
El caserón de las sombras (The Old Dark House, 1932)
El beso ante el espejo (The Kiss Before the Mirror, 1933)
El hombre invisible (The Invisible Man; 1933)
A la luz del candelabro (By Candlelight, 1934)
Estigma liberador (One More River, 1934)
La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein, 1935)
¿Recuerdas lo de anoche? (Remember Last Night?, 1935)
Magnolia (Show Boat, 1936)
The Road Back (1937)
The Great Garrick (1937)
Port of Seven Seas (1938)
Sinners in Paradise (1938)
El beso revelador (Wives Under Suspiction, 1938)
La máscara de hierro (The Man in the Iron Mask, 1939)
Green Hell (1940)
They Dare Not Love (1941)
Personnel Placement in the Army (1942)
Hello out there (1949) (cortometraje)
Bibliografía
Memba, Javier; El cine de terror de la Universal; T&B Editores, Madrid, 2004
Pedrero Santos, Juan A. James Whale. El padre de Frankenstein. Calamar Ediciones, Madrid, 2011.
Serrano Cueto, José Manuel; De Monstruos y hombres. Los reyes del terror de la Universal; T&B Editores, Madrid, 2007.
Casas Quim; El terror de la Universal. Especial Cine de Terror (1), revista Dirigido por..., número 290, mayo 2000.
miércoles, 22 de febrero de 2017
Doce lunas de miel (1943)
Tras rodar en Reino Unido, Hungría (su país natal), Francia e Italia, Ladislao Vajda llegó a España en 1942 huyendo de la Segunda Guerra Mundial. Un año después realizaba sus dos primeros largometrajes españoles, la comedias Se vende un palacio (1943) y Doce lunas de miel. Esta última significó su encuentro con el cuentista y humorista José Santugini, quien había debutado en la realización de largometrajes con Una mujer en peligro (1936), a la postre su única película como director. Durante la posguerra Santugini inició una prolífica carrera como guionista que dio pie a títulos emblemáticos del cine español, entre ellos Viaje sin destino (Rafael Gil, 1942), La torre de los siete jorobados (Edgar Neville, 1944), que adaptaba la novela homónima de Emilio Carrere, Carne de horca (1953) o Mi tío Jacinto (1956), estas dos últimas, para quien escribe, sus mejores colaboraciones con Vajda. De aquellas dos comedias solo se conserva la segunda, un enredo romántico al uso del cine español del momento, y como tal rehuye de cualquier tipo de realismo para conceder el protagonismo a dos personajes igual de inverosímiles que la historia narrada. Doce lunas de miel contó en los papeles principales con el actor Antonio Casal y la actriz portuguesa Milú, presencia femenina que quizá tuviera como objetivo la distribución del film en Portugal. El primero dio vida a un joven inventor que no logra vender ni sus ideas ni sus inventos y la segunda a una aspirante actriz a quien se le niega la oportunidad para demostrar su talento. Pero un buen día el destino les lleva a cruzarse en un hotel donde inicialmente comparten ascensor, para minutos después, y tras sendos fracasos, reencontrarse en las escaleras donde doña Flora (María Brú), la excéntrica millonaria que pretende regalar cuarenta mil pesetas a doce parejas, los confunde con dos enamorados y les insta a que la sigan. Conocedores de la extravagancia de la viuda, en su desesperación, ambos acuerdan hacerse pasar por novios y así conseguir una de las doce dotes que doña Flora lleva todo el día intentando entregar a las parejas que llenan su cuarto y la recepción del edificio. Así, sin otro ánimo que los ocho mil duros, se casan para luego separarse y cada uno seguir su camino, sin embargo, se ha plantado la semilla del amor. Ella embarca para Hollywood, con su mitad del botín más las diez mil pesetas que Jaime le regala porque considera que a ella le harán más falta, no obstante, Julieta triunfa y a él continúan rechazándolo. Pasan tres años y, convertida en una estrella de la pantalla, Julieta regresa a España de vacaciones, sin saber que el mayordomo que han contratado es su marido, quien tampoco sabe que su mujer es la dueña de la casa donde demuestra su inexperiencia de las labores domésticas. De ese modo se inicia el enredo central de Doce lunas de miel, a la espera de que los dos enamorados acepten su destino común, que no es otro que el de aceptar su amor. Pero, antes de que esto sucede, se desarrolla el tira y afloja entre ambos, rodeados de una cohorte de admiradores entres quienes se encuentra Harry (Ramón Elías), el hombre que descubrió a Julieta y quien urde el engaño que provoca que esta se decida por él y no por el mayordomo. Aunque se trata de una comedia entretenida, con diálogos frescos y espontáneos, Doce lunas de miel se encuentra muy por debajo de posteriores colaboraciones de Santugini y Vajda, centrando su comicidad en la atracción y en el rechazo de la pareja de enamorado y en la vis cómica de Casal en su intención de no dejar escapar a su mujer.
martes, 21 de febrero de 2017
Manhattan Sur (1985)
La industria cinematográfica hollywoodiense no duda en dar la espalda a los cineastas que, en su afán de independencia creativa, hacen tambalear sus cimientos. Estos serían los casos de Eric von Stroheim, Orson Welles, Joseph L. Mankiewicz o Francis Ford Coppola, también el de Michael Cimino, que fue otro de esos creadores que osó desafiar al sistema en el que alcanzó la gloría que supuso El cazador (The Deer Hunter, 1978) y la agonía que significó el estrepitoso fracaso comercial de La puerta del cielo (Heaven's Gate, 1980), un fracaso que marcó un cambio en la política empresarial de las productoras y que puso en serias dudas la posición de Cimino dentro de una industria en la que suele decirse que "vales tanto como tu última película". Pero si esta "última película" también significó la quiebra de United Artists, el panorama del realizador se presentaba negro, y mucho, debido a la (mala) fama que conllevó su desencantada, mutilada en su montaje e incomprendida visión (pesimista y romántica) de la situación de los inmigrantes en el Wyoming del siglo XIX. Desde la debacle de La puerta del cielo tuvieron que transcurrir cinco años de proyectos frustrados para que el realizador volviera a ponerse detrás de las cámaras, y lo hizo gracias a que Dino de Laurentiis le confió la adaptación a la gran pantalla de la novela de Robert Daily. Sin embargo al cineasta no le convenció el guión que le entregó el productor italiano y optó por reescribirlo al lado de Oliver Stone. Manhattan Sur (Year of the Dragon) expone la lucha de Stanley White (Mickey Rourke) -en la distancia similar a la situación por la que atravesaba el propio Cimino en Hollywood-, que se enfrenta desde su marcada individualidad a un espacio donde el rechazo surge de la característica que lo define. White, capitán de policía de origen polaco, racista, agresivo e individualista, es el agente más condecorado de Nueva York, pero también el más problemático e incomprendido dentro del entorno que pretende cambiar durante su sombrío y destructivo recorrido por la chinatown neoyorquina. Su traslado a la parte baja de Manhattan se produce la misma jornada en la que se celebra el entierro del líder de la mafia china, supuestamente asesinado por alguna banda juvenil. Ese mismo día Stanley también inicia su guerra, una en la que se implica a fondo, sacrificando cualquier cuestión personal y provocando daños colaterales (las muertes de su mujer y la del novato que infiltra en la organización delictiva o la violación sufrida por la periodista con quien mantiene un idilio). Su matrimonio está roto y sus relaciones de amistad se reducen a sus altibajos con Louis Bukowski (Raymond J.Barry), su superior en el departamento, cuestiones que se van exponiendo a lo largo del crudo recurrido de un policía en cuya mente se fija la idea de ganar su cruzada contra Joey Tai (John Lone), el nuevo jefe de la mafia, y contra la apatía institucionalizada que observa en el seno de la policía que solo busca mantener el equilibrio. La intención del protagonista se agudiza más si cabe en su intento de compensar la derrota sufrida en Vietnam que todavía afecta a su presente. Esta circunstancia, unido al desencanto y a la violencia que Stanley emplea en un espacio multiétnico donde se citan la corrupción, los medios de comunicación y la delincuencia, provocan que la película sea una evolución del policíaco de la década anterior, como también lo es su contemporánea Vivir y morir en Los Ángeles (To Live and Die in L.A.; William Friedkin, 1985). Y como aquellas, Manhattan Sur ni esconde su pesimismo ni la desilusión social que habita en su personaje principal, cuya inestabilidad y frustración lo guían hacia ese duelo final que mantiene con Joey, su reflejo al otro lado de una ley ambigua, incapaz de frenar la violencia imperante tanto en las calles como en el protagonista de un thriller sin concesiones que se aleja del cine de acción de los años ochenta, durante los cuales, salvo excepciones, la industria hollywoodiense vivió uno de sus peores momentos creativos, quizá por el cambio precipitado por la debacle financiera de films tan personales y estimables como La puerta del cielo.
lunes, 20 de febrero de 2017
Quebracho (1973)
sábado, 18 de febrero de 2017
La casa encantada (1921)
viernes, 17 de febrero de 2017
La novia de Frankenstein (1935)
miércoles, 15 de febrero de 2017
Manchester frente al mar (2016)
Imágenes, diálogos y situaciones estudiadas al detalle para provocar la lágrima fácil, bandas sonoras que ayudan a generarlas o personajes diseñados para suscitar simpatías y emocionar desde su primera aparición en la pantalla, forman parte de algunas películas que exponen la tristeza, la imposibilidad o la desesperación de sus protagonistas desde la manipuladora intención de condicionar con historias que (en su pretensión) acaban siendo caricaturas de sí mismas. Por suerte también existe la otra cara de la moneda, aquella que fluye desde la honestidad de quien pretende narrar una historia sencilla, aunque compleja, tan compleja y sencilla como la vida misma, llena de altibajos, ilusiones y alegrías, encuentros y desencuentros, fracasos y frustraciones y también de la culpa y el dolor que anidan en la interioridad de individuos que, como Lee Chandler (Casey Affleck), viven sin apenas poder hacerlo. Manchester frente al mar (Manchester by the Sea, 2016) es uno de esos films que no gustará a todos, quizá por su mayor cualidad, la de rehuir de cualquier tipo de retórica y efectismos a la hora de exponer una vida rota y real que ha perdido cualquier esperanza de recomponerse. Esa existencia deshecha en mil pedazos es la de Lee Chandler, quien aparece en la pantalla por primera vez bromeando con su sobrino Patrick (Ben O'Brien) en el barco de su hermano Joe (Kyle Chandler). Esta secuencia inicial precede en cinco años a la de un Lee silencioso, ajeno a cuanto le rodea, como si no desease contactar con su entorno, de ahí que solo se dedique a hacer su trabajo, que tampoco le importa, o en su tiempo libre se tome una cerveza en la barra de un bar donde, aislado de todo y de todos, ni responde a las insinuaciones de una chica ni puede controlar el arrebato de violencia generado por su, más que frustración, imposibilidad existencial. En ese instante aún se ignora el por qué de su comportamiento, pero la imagen del protagonista (a destacar la interpretación de Affleck) semeja la de alguien antisocial o alguien desequilibrado. Ambas podrían ser ciertas, y de alguna manera lo son, pero la realidad nunca es tan sencilla como aparenta ser a primera vista. La impresión de desconexión entre Lee y el mundo que lo rodea, y con el que no quiere contacto o no puede tenerlo, se reafirma cuando recibe la llamada que provoca su regreso a su pueblo natal, y su retorno al pasado del cual parece no querer saber. Allí acude al hospital donde han ingresado a Joe, sin embargo, cuando llega comprende que ya es demasiado tarde para despedirse de su hermano, solo queda recordarlo. A partir de este fallecimiento, Manchester frente al mar combina a la perfección el pasado con el presente (hasta que pueda centrarse en este último) para mostrar porqué la vida de Lee se ha convertido en un rechazo constante, pero no un rechazo a su exterior (aunque desde fuera lo rechacen), sino a sí mismo, circunstancia que a Joe no le pasó desapercibida y por eso incluyó en su testamento una cláusula en la que nombra a Lee tutor de Patrick (Lucas Hedges). La intención del fallecido sería la de ofrecerle la oportunidad para expiar culpas, pero este solo sería su deseo, ya que la imposibilidad de perdonarse y de olvidar nunca abandonan al protagonista en su deambular por el espacio invernal (humano y climático) donde su certeza, aquella de que jamás podrá hacerlo, se reafirma en todo momento, más si cabe cuando se produce el encuentro callejero con su ex-mujer (Michelle Williams) o cuando el público tiene acceso al hecho que lo persigue y perseguirá de por vida. Aquel recuerdo, al que se accede mediante el flashback que se inserta durante su visita al abogado, muestra la tragedia que imposibilita el perdón del protagonista, incapaz de superar la culpabilidad que se expone en su reacción en la comisaría donde a duras penas ha podido contener el dolor y la culpa que se exteriorizan en un momento puntual para confirmar que no hay atisbo de esperanza en un corazón roto que nunca dejará de estarlo.
martes, 14 de febrero de 2017
La señorita Oyû (1951)
La última etapa profesional de Kenji Mizoguchi se desarrolló en el seno de la productora Daiei en Kyoto, por aquel entonces dirigida por Matsutaro Kawaguchi, su antiguo socio en la Daiichi. La presencia de Kawaguchi al frente de la poderosa compañía, unida a la reconocida maestría del cineasta, posibilitó a Mizoguchi los medios y la libertad necesarios para rodar varias de sus obras maestras. Entre ellas se cuenta La señorita Oyu (Oyû sama), una película que, debido a la obsesiva búsqueda de la perfección por parte del realizador, provocó su insatisfacción, pero, dejando a un lado el exigente (e inalcanzable) perfeccionismo perseguido por el excepcional director japonés, se trata de otra de sus grandes tragedias. Bella, pausada y poética, como anuncia la secuencia en el bosque donde la luz solar se filtra entre los árboles mientras Sinnosuke (Yuji Hori) contempla por vez primera el rostro de Oyu (Kinuyu Tanaka), la película resulta una armoniosa y trágica variante del sacrificio femenino que vertebra las mejores producciones del responsable de Cuentos de la luna pálida de agosto (Ugetsu monogatari, 1953). En ese instante inicial, el joven protagonista desea que la bella mujer observada sea la elegida por su tía Osumi (Kyoto Iria), pero el lirismo del momento también apunta hacia la imposibilidad que no tarda en confirmarse, cuando, hechizado por la belleza de Oyu, el joven sufre el desencanto que implica su compromiso con Oshizu (Nobuko Otawa), la hermana menor de la mujer que idealiza desde el primer instante. La imposibilidad de alcanzar la felicidad se prolonga a lo largo de la obra fílmica de Mizoguchi, sin embargo, en La señorita Oyu no tiene su origen exclusivo en la sociedad machista y patriarcal, sino que surge del interior de Sinnosuke y Oshizu, de su idealización y veneración de la figura de Oyu, por quien aceptan un casamiento de conveniencia que depara el drama del trío protagonista. El sacrificio femenino que se muestra a continuación presenta similitudes respecto al expuesto en Las hermanas de Gion (Gion no shimal, 1936), al ser la pequeña quien reniega de su felicidad para ofrecérsela a su mayor, circunstancia que delata la veneración (obligación) de una sociedad jerarquizada como la japonesa tradicional. La felicidad que Oshizu se niega para sí, implica que su matrimonio sea ficticio, como afirma el día de su boda, cuando confiesa a su marido que su relación será la de dos hermanos, a la espera de que algún día Oyu pueda ser la esposa de un personaje masculino atípico en el universo fílmico del cineasta. Sinnosuke no es un símbolo represivo, es la víctima de su idealización de la mujer a quien concede los atributos de la madre perdida en la infancia, nostalgia similar a la sufrida por el propio Mizoguchi, el refinamiento cultural y social o la atemporalidad de quien en su mente convierte en la perfección absoluta, sin embargo, como cualquier perfección, esta se encuentra fuera de lo terrenal y, por lo tanto, también fuera de su alcance. El tercer miembro del trío protagonista, Oyu, también es un ser atrapado, en su caso en la viudedad y la obligación de someterse a los designios de la familia de su marido fallecido para poder estar cerca de su hijo. Entre los tres surge un triángulo extraño, en el que Sinnosuke y Oyu muestran una alegría que nunca se observa en Oshizu, pues ella es la única consciente de su sacrificio, así como del pensamiento de su esposo, por ello asume que su vida al lado de su esposo es un tiempo de espera, tras el cual su hermana mayor y Sinnosuke podrán ser felices. Pero su decisión implica que ninguno de los vértices del triángulo pueda ni remotamente acariciar lo pretendido por la joven, y el devenir de los hechos y el paso del tiempo no hacen más que confirmarlo: la muerte del hijo de Oyu o las murmuraciones que provocan la decisión familiar de casar a la viuda con un hombre a quien desconoce. Para evitar que esto suceda la menor confiesa a su mayor que su relación matrimonial ha sido de amistad, porque su matrimonio les permitía estar juntas y velar por un futuro a todas luces imposible. En ese instante de sinceridad, Oyu no puede más que sorprenderse, siente remordimientos de una situación que no ha pretendido, al menos no de manera consciente, y acepta su destino lejos de la pareja, una decisión que implica que sacrifique su libertad para que puedan disfrutar de una vida marital plena, aunque tampoco su gesto, como antes el de su hermana, pueden poner fin a la tragedia que habita en la triste y bella poesía de Mizoguchi.
lunes, 13 de febrero de 2017
Perros de paja (1971)
Más allá de la controversia generada por las distintas interpretaciones, algunas más acertadas y otras menos, Perros de paja contiene una descarnada reflexión sobre la condición humana. La racionalidad y la naturaleza animal de sus personajes encuentra su imagen visual en los dos estilos empleados por el realizador. El primero, más contenido, abarca la primera mitad del film y el segundo, explosivo y nervioso, es el fiel reflejo de la violencia que aflora a partir de la doble violación de Amy (Susan George) en un entorno rural que no desentonaría en cualquier western de Peckinpah —cabe señalar que esta fue la primera película ajena al género que le dio fama—, aunque esto no implica que dicha violencia no se encuentre latente en todo momento, en Tom Hedden, el personaje interpretado por Peter Vaughn, en las miradas furtivas de los obreros que trabajan en la casa del matrimonio Sumner, en sus gestos y en los comentarios que se silencian (en presencia de la pareja) mientras se va enrareciendo una atmósfera amenazante y opresiva que rompe el aparente paréntesis de paz que descubre la insatisfacción marital de David (Dustin Hoffman) y Amy Sumner. Aunque ella es oriunda del lugar, la pareja acaba de instalarse en un entorno rural que choca con la interioridad de David, introvertido, intelectual, en apariencia cobarde y contrario a un ámbito donde nunca parece encontrarse a gusto, quizá porque juzga su intelecto superior al del resto, ya sea en los momentos previos a la agresión sufrida por su media naranja o cuando asume proteger a Henry Niles (David Warner), cuya discapacidad intelectual es rechazada en un entorno desequilibrado, enfermizo y, avanzado el tiempo, peligroso. De hecho, en su primitivismo, Tom Hedden y aquellos que violan a Amy juzgan necesario ser los verdugos de Henry durante la parte final en la que David da rienda suelta a su instinto de supervivencia y al salvajismo que ha vivido sometido hasta entonces. En ese instante asume una postura que contradice su anterior comportamiento, aquel que le habría alejado de Amy (atrapada entre dos mundos masculinos antagónicos) y que ella le recrimina en determinadas ocasiones, algunas bromeando, otras poniendo en duda su virilidad o incitándole a dejar de ser el sujeto pasivo que todos ven en él, porque, en realidad, el protagonista ha vivido en una constante negación, sin encontrar el equilibrio entre su yo civilizado y su yo visceral, el cual se libera desatando no solo la lucha por defender su territorio, sino por satisfacer los instintos que hasta entonces han estado atrapados entre los condicionantes intelectuales y morales que han generado la desorientación que reconoce mientras conduce su automóvil en compañía de Niles.