Gracias a sus interpretaciones de hombres corrientes e ingenuos, Antonio Casal se convirtió en uno de los rostros masculinos más reconocibles de la comedia española de la posguerra. Sus personajes no tardaron en ganarse la simpatía del público, que esperaba ver en los enredos protagonizados por el actor gallego al individuo cercano, de condición humilde y de buen fondo que, salvando las distancias, el espectador estadounidense podría esperar de Gary Cooper y de James Stewart en las películas de Frank Capra. Pero, al contrario que estos dos astros hollywoodienses, la fama de Casal lo encasilló en el género cómico y jugó en su contra cuando, en el último tramo de la década de 1940, las adaptaciones literarias, el cine religioso y los melodramas históricos se pusieron de moda y los directores que habían contado con él, como fue el caso de Rafael Gil, prescindieron de sus servicios porque no lo encontraban adecuado para el drama de altos vuelos. Si tenía o no talento para papeles serios quedará como la duda que no existe respecto a su comicidad, demostrada en El hombre que se quiso matar, Huella de luz, La torre de los siete jorobados o El fantasma y doña Juanita y, por descontado, en Viaje sin destino, en la que dio vida a Federico Poveda, un muchacho fantasioso de quien, en un primer momento, solo se descubre su cabeza, ya que el resto de su cuerpo se encuentra enterrado bajo la arena de la playa donde literalmente es pisado por Rosario (Luchy Soto), la joven con quien intercambia palabras nada amigables. Segundos después la intenta salvar de morir ahogada, aunque su buena intención, tras la que se esconde la atracción que siente hacia ella, solo es la primera de las meteduras de pata que, durante sus vacaciones de verano, provocan que de ella solo reciba bofetadas y el calificativo de imbécil. Concluido el veraneo se observa al protagonista de vuelta al trabajo, donde es uno más entre sus compañeros, pero no tardará en dejar de serlo. El consejo de la empresa se ha reunido de urgencia, y uno de sus jefes explica al resto que, aunque mala, Poveda tiene una idea para salvar la agencia de viajes de la quiebra. Su fantasía contempla ofrecer a los clientes algo que no esperen: un viaje a lo desconocido que les proporcione la aventura y las emociones fuertes que no se producen durante unas vacaciones al uso. Su idea se pone en marcha, la campaña publicitaria inunda las páginas de los periódicos y las calles de la ciudad, sin embargo el día señalado solo se presentan seis clientes, entre ellos aquella joven que le había mostrado su desinterés de una forma un tanto especial. El autobús arranca sin rumbo conocido, al menos eso es lo que vende la publicidad, pero en realidad Federico lo ha organizado hasta el mínimo detalle. De tal manera, el vehículo se estropea en las cercanías de un antiguo hotel que en el presente apenas se distingue de cualquier caserón fantasma de una película de terror. En este punto, la comedia de Rafael Gil toma prestado elementos del cine de terror: su ubicación espectral, la maldición de la que habla Garviza (Antonio Romea), el dueño del parador, o seres que pretenden ser monstruos, como el encadenado que solo provoca la indiferencia del agente Rianza (Manuel Arbó), pero estos prestamos fueron empleados por Gil para exagerar la comicidad, la parodia y el desenfado que domina en el interior de la mansión, donde las situaciones se suceden con un ritmo alocado sin otra pretensión que la de divertir al público, que acudía a las salas para reír y disfrutar de un momento que lo alejase de su realidad cotidiana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario