martes, 29 de septiembre de 2015

Las cruzadas (1935)

La mayoría de las producciones sonoras de Cecil B.DeMille se inician con un narrador que introduce el lugar y el tiempo en el que se desarrollan tramas que, por norma general, se sitúan en el pasado. En este aspecto Las cruzadas (The Crusades) no es una excepción, como sí lo son Por el valle de las sombras (The Story of Dr.Wassell, 1944) o El mayor espectáculo del mundo (The Greatest Show on the Earth, 1952). Tampoco presenta novedades en su puesta en escena, que arranca con una explicación que ubica la acción en el siglo XII, en Tierra Santa, aunque las imágenes no tardan en trasladarse a suelo europeo, después de que el ermitaño interpretado por C.Aubrey Smith advierta a Saladino (Ian Keith) que regresará con miles de guerreros cristianos para recuperar Jerusalén, en ese instante en manos del líder sarraceno. De los reinos que se embarcan en la cruzada filmada por DeMille, Francia e Inglaterra asoman en la pantalla en una sucesión de escenas que el cineasta empleó para esbozar la rivalidad y las personalidades de sus respectivos mandatarios, pero lo que pudo ser una aventura histórica con grandes dosis de épica e intriga no tardó en convertirse en una película de corte romántico. El personaje femenino de mayor entidad, Berenguela (Loretta Young), hija del rey Sancho VI de Navarra, se da a conocer a la llegada de los cruzados al puerto de Marsella, donde la descubrimos enamorada de la imagen idealizada de Ricardo I de Inglaterra (Henry Wilcoxon). No obstante, la realidad de su primer encuentro le depara la desilusión de observar a un soberano vulgar y carente de realeza, que antepone sus deseos e intereses a cualquier causa que no sea la suya. Dicha circunstancia queda confirmada en dos momentos puntuales: el primero en la escena en la que jura fidelidad a la cruzada, juramento que le permite romper con su compromiso matrimonial con Alicia (Kathleen DeMille) (hermana del rey francés), y el segundo cuando toma como esposa a Berenguela, a quien ni conoce ni desea conocer, pero a quien se une porque el enlace le garantiza los recursos necesarios para abastecer a sus tropas durante la campaña en Tierra Santa.
Presentados los personajes, conflictos e intrigas, la historia regresa a oriente para recrear la tensión que surge a raíz de la relación de la pareja protagonista, que va desde el rechazo y desprecio inicial de Ricardo hacia su prometida, envía a Blodel (Alan Hale) como custodio de la espada real que lo representa durante la ceremonia nupcial, hasta que asume su amor por la princesa navarra. Esta aceptación sentimental implica un cambio en la actitud del soberano, que lo encara con los líderes cristianos instigados por Conrado de Montferrat (Joseph Schildkrant) para minar el liderazgo del inglés. Como consecuencia, la lucha del monarca británico se desarrolla en dos frentes, aunque estos enfrentamientos pierden presencia en beneficio del triángulo amoroso que surge cuando Saladino conoce a la joven reina. Quizá en este personaje se encuentre lo más llamativo de Las cruzadas, ya que DeMille no lo simplificó como sí lo hizo con otros antagonistas (basados en personajes reales) que habitan en sus películas históricas (sea el caso de Nerón en El signo de la cruz o el de Ramsés en Los diez mandamientos). A Saladino se le confiere nobleza, comprensión y sabiduría, características que lo elevan por encima de Ricardo, rudo, egoísta y despectivo, aunque este, al igual que el personaje encarnado por Fredrich March en El signo de la cruz (The Sign of the Cross, 1932), evoluciona hacia el hombre romántico que olvida su ego en favor de los sentimientos que Berenguela despierta en él, emociones similares a las que el líder sarraceno siente por la reina de origen navarro, y que deparan la típica relación a tres bandas muy del gusto del realizador de Los diez mandamientos (The Ten Commandments, 1923), una relación que supera en importancia argumental a la épica, apenas existente, a la intriga en la sombra y a la cruzada que da título a una película poco fluida.

viernes, 25 de septiembre de 2015

Cleopatra (1963)


Se puede adornar de muchas maneras, pero la ambición es uno de los motores principales de los actos humanos. Esto en sí no tiene nada de particular ni de negativo; solo cuando la ambición sobrepasa los límites de lo razonable, y se convierte en obsesión enfermiza, se podría decir que deja de formar parte del individuo y pasa a controlar sus actos, deparando conflictos como los desarrollados en 
Cleopatra (1963), una de las producciones más caras de la historia del cine y un fracaso comercial que cambió el rumbo de la industria cinematográfica. La película se inicia a la conclusión de la guerra civil que asola a la República de Roma, una guerra que se individualiza en Pompeyo y Julio César (Rex Harrison). En ese instante se observa a César como un hombre a punto de entrar en la vejez, obligado a perseguir a su enemigo y conciudadano hasta suelo egipcio, adonde el primero, derrotado en la batalla, acude en busca de la protección de un país al que prestó servicios en el pasado. Pero en Alejandría, uno de los mayores centros culturales de la época, Julio César recibe la noticia de que Pompeyo ha sido ajusticiado para complacerle. Disgustado con la acción de los egipcios, se encuentra con otra revuelta, en este caso la que enfrenta a Ptolomeo XIII (Richard O'Sullivan) con su hermana (y esposa), Cleopatra VII (Elizabeth Taylor), a quien el patricio romano ayuda a alcanzar el trono al tiempo que surge el amor entre ellos. A grandes rasgos, esta sería la primera parte de la película de Joseph L. Mankiewicz, aunque el director siempre tuvo en mente realizar dos films distintos, que estrenaría de manera simultánea: Julio César y Cleopatra y Marco Antonio y Cleopatra; sin embargo la intervención de Darryl F. Zanuck, mandamás de la Fox, dio al traste con la ambición del cineasta responsable de La huella (Sleuth, 1972). Desde su preproducción, Cleopatra lastró problemas; uno de ellos nada tenía que ver con el proyecto y sí con la delicada situación por la que atravesaba la industria cinematográfica en la década de 1960, como consecuencia de la competencia que significaba la televisión, lo que llevó a los empresarios a buscar soluciones que devolvieran el esplendor de antaño y, de paso, llenasen las arcas de los grandes estudios. Esto fue lo que pretendieron el productor Walter Wenger y Spyros Skouras, responsable en ese momento de Twenty Century Fox, cuando decidieron llevar a cabo una superproducción épico-histórica que tenía que funcionar como el revulsivo que nunca llegó a ser.


Los gastos se dispararon, la contratación de Elizabeth Taylor supuso el desembolso de un millón de dólares de la época (la primera estrella femenina que alcanzaba dicha cifra) y un diez por ciento de los beneficios en la taquilla, además exigió una clausula que le aseguraba que la película iba a ser rodada con el sistema Todd-AO, propiedad de la actriz. A eso habría que unirle que el encargado inicial para dirigir el proyecto, Rouben Mamoulian, fue despedido meses después de su contratación, y las riendas de la producción pasaron a manos de Mankiewicz, que aceptó el desafío a condición de que le permitieran reescribir el guión y que la Fox adquiriese su productora Figaro por un millón y medio de dólares. Mankiewicz, consciente de la complejidad del proyecto, también aceptó porque Skouras había dado el visto bueno a las dos partes de una historia que le permitía volver a adaptar a su admirado William Shakespeare, lo había hecho con anterioridad en Julio César (Julius Caesar, 1953), aunque el guión del film también encontró inspiración en obras de Plutarco o de George Bernard Shaw. Tras casi dos años de un rodaje marcado por los gastos de producción (decorados, vestuario, el traslado logístico de un país a otro, el rodaje de escenas ya rodadas,...), los cambios en el reparto (Peter Finch y Stephen Boyd fueron sustituidos por Rex Harrison y Richard Burton) o los problemas de salud de Elizabeth Taylor, el film pasó a la sala de montaje, momento durante el cual Mankiewicz tuvo que luchar contra los intereses de Darryl Zanuck, que había asumido el control de la producción y echó por tierra la idea del realizador, lo que provocó que casi la mitad del metraje original sufriera el tijeretazo de los montadores, estrenándose en un solo film de cuatro horas. Esta decisión no agradó a Elizabeth Taylor, que no se cortó a la hora de afirmar que habían estropeado su mejor actuación. Al contrario que la actriz, Mankiewicz se negó a manifestar su opinión sobre lo ocurrido, y no habló de la que pudo haber sido su mejor película hasta muchos años después. En su entrevista con Michel Ciment, publicada con el título Billy & Joe. Conversaciones con Billy Wilder y Joseph L.Mankiewicz, el realizador se refirió a ella como <<la película de la que nunca hablo>>, dejando clara cual era su postura respecto a Cleopatra, un film que mermó su salud y que nunca consideró obra suya. A pesar de todo, no se puede obviar que la película mezcla con brillantez el intimismo de sus personajes con la espectacularidad de una cuidada ambientación, que muestra a Roma en su esplendor y al Egipto de la dinastía lágida en su decadencia. Tampoco se puede olvidar el excelente trabajo de sus cuatro interpretes principales (Taylor, Burton, Harrison y McDowall), aunque sus interpretaciones se vieran afectadas por los recortes en el metraje.



Las dos partes de las que consta el film ofrecen una idea de lo que pudieron ser las dos producciones pretendidas por Mankiewicz. La primera de ellas se centra en el romance (y las ambiciones) de la reina de Egipto, culta, refinada y seductora, con el famoso general, que encuentra en la joven monarca el empuje necesario para desafiar al senado y proclamarse emperador del mayor imperio de la Antigüedad. Cleopatra se muestra como una mujer decidida e inteligente, que ve en César a la figura de Alejandro III El Magno, y así se lo hace saber. Mientras, el romano ve en ella encuentra en la bella soberana la vitalidad de la juventud que a él se le escapa, una juventud que parece regresar con el nacimiento de su hijo, pero sobre todo con la ambición de alcanzar la gloria de Roma. La segunda parte se desarrolla años después del magnicidio de César a las puertas del senado, cuando Marco Antonio (Richard Burton), Octavio Augusto (Roddy McDowall) y Lépido se enfrenta a los asesinos de aquel que nunca llegó a alcanzar su sueño de convertirse en el primer emperador de Roma. La trama de este fragmento mezcla la intimidad de los personajes, Antonio (sumiso y entregado al amor de la monarca) y Cleopatra (también enamorada, pero deseosa de venganza), con la situación política que ambos atraviesan en relación al imperio romano, representado en la figura de Octavio, sobrino y heredero de César. En esta segunda mitad se deja notar una mayor influencia de Shakespeare, no en vano se inspira en su drama Antonio y Cleopatra, pero también en su tramo final se puede apreciar cierta influencia de Romeo y Julieta. Sin embargo la que pudo haber sido una de las mejores producciones épicas de la historia, quedó mutilada y deparó la mayor frustración profesional de uno de los cineastas más cultos y talentosos que ha dado Hollywood. <<Mi experiencia en Cleopatra con Zanuck había sido traumatizante. Me había destrozado para tres o cuatro años>>, el tiempo que Mankiewicz se mantuvo apartado de las cámaras, por fortuna regresó para filmar Mujeres en Venecia (The Honey Plot, 1967), El día de los tramposos (There Was a Crooked Man, 1970) y La huella (Sleuth, 1972).

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Cecil B. DeMille. Pionero del cine espectáculo



Nacido en 1881, Cecil Blount de Mille debutó como actor teatral en 1905, pero su futuro se encontraba lejos de los teatros de Nueva York, en una pequeña población californiana que no tardaría en darse a conocer al mundo gracias a pioneros cinematográficos como él. DeMille abandonó la escena en 1913, cuando William Churchill de Mille, director escénico en Broadway, rechazó la propuesta de Jesse L. Lasky y Samuel Goldwyn para dirigir The Squaw Man (1913), de la que DeMille realizaría otras dos versiones —en 1918 y en 1931. Como consecuencia de la negativa de su hermano mayor, DeMille asumió el encargo y partió hacia la costa oeste donde la pareja de productores había adquirió un granero, que sirvió de plató para la filmación de una película que casi cuesta la carrera de sus responsables; por fortuna para los involucrados, el film pudo salvarse y obtuvo un gran éxito de público. Asentado dentro de la compañía de LaskyDeMille realizó La marca del fuego (The Cheat, 1915), un drama de intriga en el que dotó a los personajes de una profundidad emocional poco frecuente por aquel entonces. Pero en el cine de DeMille prima el espectáculo, de ahí que muchos de sus personajes queden poco o nada definidos, supeditados al entretenimiento y a la tensión romántica que surge entre los hombres y mujeres que pueblan una filmografía que ronda los ochenta títulos, la mayoría de ellos rodados durante el periodo silente, entre los que destacan, por su adelanto respecto a la época —quizá solo Mauritz Stiller iba por delante en Erotikon (1920)—, sus comedias matrimoniales con Gloria Swanson de protagonista. Dynamite (1929) fue la primera de sus diecinueve producciones sonoras, que se abren al espectador mediante una introducción que ubica cada trama dentro de marcos temporales que abarcan 
desde la Edad Antigua, en títulos como Sansón y Dalila (Sanson and Delilah, 1949), Los diez mandamientos (The Ten Commandments; 1956), Cleopatra, (1933) y El signo de la cruz (The Sign of the Cross, 1932), hasta la época de los pioneros estadounidenses en westerns como Buffalo Bill (The Plaisman, 1936), Unión Pacífico (Union Pacific; 1939) y Los inconquistables (Unconquered, 1947), pasando por el medievo de Las cruzadas (The crusades; 1935). A pesar de que en la actualidad muchas de aquellas películas caen en lo ridículo y resultan demasiado teatrales, es innegable la capacidad de DeMille a la hora de conectar con los gustos del espectador del momento, habilidad que le deparó éxito y lo convirtió en un pilar de la Paramount Pictures.


En el seno de la major fundada por Adolph Zukor y Jesse Lasky realizó la práctica totalidad de su obra, y su importancia dentro de la misma quedó recogida en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard; Billy Wilder, 1950), en la que se interpretó a sí mismo. A pesar de tratarse de una ficción, la película de Wilder muestra una realidad oculta del cine, la misma que Gloria Swanson, la actriz protagonista, experimentó en su propia persona con la entrada del sonoro. Esta actriz había alcanzado la fama al protagonizar seis películas dirigidas por DeMille, entre ellas A los hombres (Don't Change Your Husband, 1919) y Macho y hembra (Male and Female, 1919), títulos a día de hoy menos conocidos que Los diez mandamientos (The Ten Commandments, 1923), que encontró su inspiración en Intolerancia (IntoleranceDavid Wark Griffith, 1916), y Rey de reyes (King of Kings, 1927), superproducciones que delatan el gusto del cineasta por ubicar las tramas en tiempos pasados, cuestión que se reafirma en sus aportaciones sonoras, de las cuales solo El melodrama Dynamite, la comedia musical Madam Satan (1930), el drama bélico Por el valle de las sombras (The Story of Dr.Wessel, 1944) y el drama circense El mayor espectáculo del mundo (The Greatest Show on Earth, 1952) se desarrollan en un espacio contemporáneo.



Uno de los temas recurrentes en DeMille lo encontramos en los triángulos amorosos, una constante que alcanza sus máximos exponentes en Policía Montada del Canadá (North West Mounted Police, 1940), Unión PacíficoPiratas del mar Caribe (Reap the Wild Wind,1942). También se observa en algunas de su películas su gusto por filmar escenas eróticas, las más famosas serían la orgía de El signo de la cruz (The Sign of the Cross, 1932) o el baño de la reina egipcia en Cleopatra (1933), que superaron la censura gracias a la sugerencia, al sobreentendido o a la condena moral de las mismas por parte de su autor. Otra característica común a sus producciones sonoras reside en la ya nombrada presencia de un narrador (su voz en la versión original) que introduce los hechos empleando una perspectiva partidista, conservadora y anglosajona a ultranza, y ajena a la rigurosidad histórica. Pero al cineasta poco le interesaba la veracidad y sí la las imágenes sobrecargadas en las que la tensión sentimental o la aventura, carente de épica, cobran protagonismo, de ahí sus numerosas incursiones en comedias, melodramas, aventuras o westerns, por lo que sorprende que haya pasado a la historia por sus producciones bíblicas, cuando solo suman un total de cuatro dentro de una extensa filmografía que se cerró en 1956 con la versión en technicolor de Los diez mandamientos.



viernes, 11 de septiembre de 2015

Bonnie & Clyde (1967)



La década de 1960 confirmó el anunciado final del sistema de estudios que imperaba en Hollywood desde el periodo silente. La dura competencia de la televisión, la drástica reducción de salas de exhibición, la crisis en el star system o las paulatinas despedidas de pioneros como Allan DwanCecil B. DeMille, Charles ChaplinJohn Ford, King Vidor, Michael CurtizRaoul Walsh, William A. Wellman (y tantos otros realizadores irrepetibles que engrandecieron el cine estadounidense) obligaron a la industria cinematográfica a una transformación que se produjo de la mano de nuevos ejecutivos, que sabían más de números que del medio que iban a dirigir, y de los cineastas surgidos hacia la segunda mitad de los años cincuenta. La aparición de estos nuevos realizadores y la confirmación de otros en activo, unido a los turbulentos tiempos que atravesaba la sociedad norteamericana —los asesinatos de John y Bobby Kennedy, Malcolm X y Martin Luther King, las protestas a favor y en contra de la igualdad de derechos civiles, el despertar del Tercer Mundo, que amenazaba la influencia geopolítica internacional estadounidense, 
los movimientos contraculturales, que, como toda contracultura, cumplida su misión de escandalizar, acabarían formando parte de la cultura/industria oficial o el conflicto de Vietnam—, dieron paso a películas que reflejaban la amargura y el desencanto que trajo consigo el despertar del sueño americano. Producciones en su momento transgresoras, como lo fueron los dramas Lolita (Stanley Kubrick, 1962) o El graduado (Mike Nichols, 1967), los thrillers A sangre fría (Richard Brooks, 1967) o En el calor de la noche (Norman Jewison, 1967), el western Grupo salvaje (Sam Peckinpah, 1969) o la película de carretera Easy Ryder (Dennis Hopper, 1969), rompieron con algunos tabúes impuestos dentro del medio cinematográfico, una ruptura con lo establecido que abrió paso a un tipo de producciones más violentas, descarnadas y, en algunos casos, influenciadas por los cines surgidos hacia la década de 1960 fuera de la industria de Hollywood: underground, nouvelle vague o free cinema. Dentro de este grupo de films, Bonnie y Clyde (Bonnie & Clyde, 1967), nacida del empeño de Warren Beatty, su productor y protagonista, recibió la inmediata simpatía del público y las airadas protestas de sectores conservadores, cuyas bocas en algunos quedaron abiertas y en otros llenas de improperios, escandalizados por la violencia explícita y la supuesta carga erótica de un romance gansteril y cinematográfico que mostraba a los criminales como héroes románticos.


Uno de los factores clave del éxito de Bonnie y Clyde fue su conexión inmediata con el público joven, pues mayoritariamente, el adulto prefería acomodarse en su hogar y disfrutar de las emisiones televisivas: series, reposiciones de películas clásicas, concursos y otros programas. Pero la conexión entre las imágenes y los espectadores es un después, un antes que lo hizo posible es el estilo y el tono desarrollados por Arthur Penn, director con quien Beatty había trabajado en Acosado (Mickey One, 1965), para narrar con imágenes y sin miedo a la censura del Código Hays el recorrido criminal de sus protagonistas. Su narrativa, entre la poética y la crítica que fuerza, no rehuye el conflicto social mientras acompaña a los delincuentes desde sus inicios hasta su caída, sin caer Penn en la tentación de juzgarlos, aunque sí en la de ensalzarlos. Si bien prescinde de juicios morales a la hora de mostrar a la pareja, los convierte en víctimas heroicas, y con ello logra, por una parte, el aplauso y, por otra, el rechazo del público. Pero aun con sus aciertos, Bonnie & Clyde es una película que debería verse desde una doble mirada: la que tenga en cuenta su época, donde sí podría decirse que fue rompedora, y fuera de su momento, en tiempo presente, cuando dicha ruptura se olvida y afloran defectos que en su día quizá pasasen de largo; aunque, se mire como se mire, su mítica no puede negarse. A la “química” de su guapa pareja, se le une la realidad de ser uno de los títulos más relevantes que confirmó el cambio en la industria cinematográfica de Hollywood.


La historia de Bonnie Parker (Faye Dunaway) y Clyde Barrow (Warren Beatty) fue escrita por David Newman y Robert Benton y en algunos aspectos recuerda a la filmada por Joseph H. Lewis en el El demonio de las armas (Gun Crazy, 1950). Aunque en Bonnie & Clyde el comportamiento criminal de la pareja no surge de una patología —se omite como afectó a Clyde su estancia en el correccional y se alude su incapacidad sexual en un par de ocasiones, pero solo para remarcar que la pareja sustituye la falta de sexo por las armas—, como sí aflora en el personaje masculino del film de Lewis, sino que nace como una consecuencia del momento que les ha tocado vivir. No cabe duda que Penn y sus guionistas se toman numerosas libertades argumentales respecto a la realidad de la pareja, tanto la psicológica como la criminal, pero es cine y, por tanto, la fantasía que depara o posibilita que ni Bonnie ni Clyde muestren una personalidad desequilibrada o una naturaleza violenta. Lo que les impulsa es su rechazo a la miseria en un presente que les ha deparado soledad y decepción, las que eligen dejar atrás cuando se unen; aunque su decisión implique el uso de la fuerza bruta y, a su vez, la persecución de individuos que emplean una violencia similar a la suya para darles caza.


Bonnie & Clyde es un film que mezcla varios géneros, cine de gángsters, road movie e incluso western, para recrear una época de crisis y de malestar social, similar en muchos aspectos al vivido durante los años sesenta, pero lo hace desde esos dos personajes que se enamoran a primera vista y que nunca desisten a la hora de alcanzar sus objetivos: romper con lo establecido, divertirse y crear un entorno familiar que los arrope. Este concepto de familia se agudiza gracias a la presencia de Buck Barrow (Gene Hackman), Blanch (Estella Parsons), la mujer de este, y C. W. Moss (Michael J.Pollard), quienes comparten el sueño de los protagonistas, pero dicha ilusión es un imposible que se confirma cuando los representantes de la ley, que no llegan a adquirir el grado de humanidad que la cámara sí confiere a los delincuentes, les dan caza en la escena más recordada del film.

viernes, 4 de septiembre de 2015

Rebelión en el fuerte (1954)

De los dieciocho westerns sonoros filmados por Raoul Walsh entre 1928 y 1964, los hay excelentes (Murieron con las botas puestas, Perseguido, Juntos hasta la muerte, Tambores lejanosCamino de la horca o Los implacables) y otros menos logrados (CheyenneFiebre de venganzaRebelión en el fuerte o La rubia y el sheriff) pero, entre estos últimos, Rebelión en el fuerte (Saskatchewan) destaca por sus exteriores canadienses, lo cual dota a la historia de cierto aire aventurero que no impide que el ritmo narrativo del film sufra continuos altibajos. Dichas irregularidades se deben a carencias argumentales, a las limitaciones dramáticas del reparto y a la desgana mostrada por uno los mejores cineastas del Hollywood clásico a la hora del filmar un western menor que rodó por obligaciones contractuales. El inicio de Rebelión en el fuerte ubica la acción durante un hecho real acontecido en 1877 en el territorio de Saskatchewan, pero este queda relegado a un plano secundario para dar prioridad al protagonista, no en vano se trata de un film hecho para el lucimiento de su estrella, Ladd, que se encontraba en el punto álgido de su carrera gracias al éxito obtenido por Raíces profundas (Shane, George Stevens, 1953). Thomas O'Rourke (Alan Ladd) ha sido criado por los Krys, lo cual explica el conocimiento que posee de las costumbres nativas y del terreno donde se desarrolla la acción, reafirmándose de este modo como el oficial más válido de la Policía Montada de Canadá. Pero, antes de que el espectador sepa que pertenece al cuerpo policial, la primera secuencia lo muestra vestido de paisano compartiendo un momento apacible con Cajou (Jay Silverheels), su hermano indio, con quien mantiene una relación de amistad que se rompe cuando, poco después, se enfunda la casaca roja y acata las órdenes de Benton (Robert Douglas), el nuevo inspector al mando del fuerte. Desde el primer instante este personaje se gana la antipatía del respetable como consecuencia de su incompetencia y de su incapacidad para comprender la naturaleza pacífica del pueblo Krys, postura que provoca el levantamiento de los indios y el amotinamiento de sus propios hombres, que prefieren seguir a aquel en quien confían. Aparte de luchas internas y enfrentamientos con los indios, también hay lugar para el romance entre O'Rourke y Grace (Shelley Winters), aunque este se ve entorpecido por el pasado de la mujer y por la presencia del marshall Carl Smith (Hugh O'Brien), cuya obsesión hacia ella lo ha llevado a perseguirla desde Montana a Canadá. Pero, por muchos puntos de interés que Rebelión en el fuerte intenta mostrar, no pasa de ser un film entretenido que carece de la intensidad y de la negrura de los mejores westerns de Walsh

martes, 1 de septiembre de 2015

Las aventuras de Buffalo Bill (1944)


Hasta que Anthony Mann rodó La puerta del diablo (Devil's Doorway, 1950) la figura cinematográfica del nativo norteamericano solía aparecer en la pantalla en papeles de escasa relevancia, en la mayoría de los casos no dejaba de ser una caricatura que atacaba a colonos o a aventureros que se adentraban en un territorio inhóspito del que se omitía que era su hogar. Pero, con anterioridad a La puerta del diablo, considerado el primer film pro-indio, en algunas películas estos habituales secundarios del western recibieron un tratamiento más cercano a la realidad histórica, una de aquellas producciones que precedieron al film de Mann fue Las aventuras de Buffalo Bill (Buffalo Bill, 1944), en la que William A.Wellman concedió mayor presencia y profundidad a este tipo de personaje, que a muy pocos realizadores y guionistas interesaba mostrar desde consideraciones históricas como las que sí se tienen en cuenta en este largometraje. Wellman, a quien a menudo olvidamos incluir entre los grandes del género, fue el responsable de westerns imprescindibles (Incidente en Ox-BowCielo amarillo, Más allá del MissouriCaravana de Mujeres o El rastro de la pantera) que presentan perspectivas atípicas al momento de su rodaje, lo mismo se puede decir de Las aventuras de Buffalo Bill, film que expone, aunque de manera superficial, los atropellos sufridos por los indios en un periodo durante el cual el hombre blanco se asienta en su territorio con la intención de enriquecerse (el motor de cualquier colonización), sin considerar los perjuicios que dicha postura acarrea al nativo, a quien se denigra e incluso se elimina para alcanzar los fines que acaban por afectar a William Frederick Cody (Joel McRea). Buffalo Bill Cody, a pesar de ser contrario a los intereses de los empresarios del este, se posiciona a favor de estos en detrimento de sus amigos los indios, representados en Mano Amarilla (Anthony Quinn) y en Aurora Luminosa (Linda Darnell), encargada de la educación de los niños caucásicos del fuerte y de redactar la carta que Bill copia para contestar a Louisa Frederici (Maureen O'Hara), lo que demuestra una formación superior a la del protagonista. Pero más que revindicar la figura del indio, algo que se logra desde la aparición de Aurora, se trata de dramatizar la figura del héroe que denuncia la injusticia dominante, aunque no antes de vivir en una constante contradicción entre lo que siente y lo que hace. De modo que no será hasta que en su homenaje, Vandervere (George Lessey) (enriquecido a costa de la matanza masiva del Buffalo de las praderas) cite al general Sherman: <<el único indio bueno es el indio muerto>>, cuando Bill equilibre palabras e ideas y denuncie públicamente el atropello sufrido por los indígenas, a quienes defiende e iguala a los descendientes de los europeos que se asentaron en la costa este de Norteamérica. Esta postura provoca la posterior campaña de difamación contra su persona, e implica su caída en el arroyo, pero también su reencuentro con Louisa, a quien había culpado de la muerte del hijo de ambos, síntoma de la constante frustración que domina a un personaje que alcanza la redención, y el éxito, gracias al espectáculo circense con el que pretende transmitir el auténtico espíritu del oeste.