En 1952, el mismo año que la revista Kinema Junpo premiaba la magistral Principios de verano (Bakushū, Yasujiro Ozu, 1951) como la mejor película japonesa del año anterior, Masaki Kobayashi debutó en la dirección con La juventud del hijo (Musuko no seishon, 1952). Era el inicio en la realización de uno de los grandes cineastas japoneses de posguerra, aunque su mayor reconocimiento le llegó a partir de la monumental trilogía La condición humana (Ningen no jôken, 1959-1961), a la que siguieron otras obras maestras como Harakiri (Seppuku, 1962), El más allá (Kaidan, 1964) o esta trágica historia coproducida y protagonizada por Toshiro Mifune, la única película de Kobayashi premiada por la prestigiosa revista como el mejor film del año. No fueron las únicas, pero estas cuatro joyas cinematográficas bastarían para posicionarlo entre los grandes directores del cine japonés.
En Rebelión (Jôi-uchi: Hairyô tsuma shimatsu, 1967), el responsable de la también espléndida Río negro (Kuroi kawa, 1957) expuso, al igual que había hecho en La condición humana y en Harakiri, un cine contra la intolerancia y el sinsentido, en este caso, igual que en la anterior, el de un sistema feudal que denigra a los individuos, al impedirles asumir decisiones propias y obligarles a acatar los caprichos de quienes, según la tradición y las leyes, deben lealtad. Esta situación se descubre a través de la familia Sasahara y de su relación con el daimyo del clan al que pertenecen, en un periodo (1727) durante el cual los grandes señores rigen los destinos de sus vasallos, entre quienes se cuenta Isaburo Sasahara (Toshiro Mifune), samurái sometido desde siempre al orden social que en el presente obliga a Yogoro (Go Kato), su primogénito, a casarse con la dama Ichi (Yoko Tsukasa), una víctima más del sistema autoritario que la ha convertido, contra su voluntad, en la amante de Lord Matsudaira (Tatsuo Matsumoto), quien posteriormente la ofrece en matrimonio a los Sasahara.
Suga (Michio Otsuka), la esposa de Isaburo, no ve con buenos ojos que su hijo se una a alguien que considera indigna por haber agredido al noble, sin plantearse los motivos que la condujeron a ello; por su parte, el cabeza de familia también muestra su malestar, aunque al contrario que su mujer no juzga el comportamiento de Ichi y sí la petición (mandato) del Lord, que obliga a su vástago a asumir un compromiso que le impide elegir y por lo tanto le denigra como persona. No obstante, Yogoro accede por el bien de los suyos (desobedecer un deseo del daimyo es una deshonra que implica un castigo) y no tarda en afianzar una relación amorosa con Ichi que despierta la admiración y el respeto de Isaburo (en ellos observa la felicidad que a él se le ha negado). Durante un breve periodo Kobayashi mostró la confianza y el amor que une a la pareja, así como la sensación de plenitud y de júbilo que invade al patriarca al observarlos, pero esta armonía se rompe cuando el hijo legítimo del señor del clan fallece y aquel reclama la presencia en palacio de Ichi, para que asuma el cuidado del nuevo heredero del feudo, una decisión que implica apartarla de cuanto ha construido al lado de Yogoro y que el trío protagonista califica como caprichosa y cruel, por lo que asumen rebelarse conscientes de que su lucha contra la intolerancia y el falso honor que crítica Rebelión conlleva pérdida, pero también la posibilidad de elegir.
El último largometraje de John Ford presenta a un grupo de mujeres inmersas en un conflicto más profundo que la amenaza física que significa la presencia del sanguinario Tunga Khan (Mike Mazurki) en los alrededores de la misión donde se desarrolla la acción. El verdadero interés de esta magnífica película reside en los comportamientos de los siete personajes femeninos que la protagonizan, sobre todo en dos de ellos: la directora del centro, Agatha Andrews (Margaret Leighton), reprimida y puritana hasta un extremo enfermizo, y la doctora Cartwright (Anne Bancroft), desencantada y marginal, pero con una idea de la vida más sincera que aquella que descubre a su llegada a la misión. Antes de que Ford presentase físicamente a este personaje, ya se apunta hacia su exclusión dentro de un espacio donde no encaja, como tampoco encajan en sus respectivos aquellos solitarios interpretados por John Wayne en Centauros del desierto (The Searchers, 1956) o El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shooted Liberty Valance, 1962), seres desarraigados que presentan una perspectiva más amplia y profunda que la de quienes les rodean, y por quienes se sacrifican. Esta similitud entre personajes es una constante en el cine del director de El sargento negro (Saergent Rutledge, 1960), atraído por este tipo de perdedores dignos y orgullosos que entran en contacto y en conflicto con un entorno humano en descomposición. Por ello, aunque a primera vista no lo parezca, la doctora de Siete mujeres (7 Women) viene a ser una variante de aquellos personajes masculinos fordianos, y como aquellos se caracteriza por un distanciamiento asumido, consecuencia de experiencias vitales fallidas, en su caso una relación amorosa que no llegó a buen puerto. La irrupción de esta antiheroína en la comunidad misionera resulta una sorpresa y una decepción generalizada, pues su miembros aguardaban a un médico varón y no a una mujer liberada de prejuicios y marcada por un pensamiento nihilista que provoca la antipatía de Andrews. El enfrentamiento entre ambas es evidente desde el primer momento, y se desarrolla a lo largo del metraje afectando y realzando las posturas de las demás mujeres allí presentes (la inocencia de Emma (Sue Lyon), la admiración sumisa de Jane (Mildred Dunnock) o la serena sabiduría de Miss Binns (Flora Robson)), al tiempo que remarca las carencias vitales de la misionera, temerosa de que se trastoque ese entorno creado a imagen de su intolerancia, un entorno que se desmorona definitivamente con la aparición del bandido.
Sin ánimo de desprestigiar el medio televisivo, que ya el propio medio se encargó de ello allá por la década de 1980 y 1990, un director de la capacidad narrativa y cinematográfica de Joseph H. Lewis acabó sus días dirigiendo episodios de El hombre del rifle (The Rifleman, 1958-1963), Bonanza (1963), La ley del revólver (1965) o Valle de pasiones (1965-1966). Pero Lewis no fue una excepción, muchos otros directores de talento, como el caso de Budd Boetticher, corrieron la misma suerte, mientras, también se producía un efecto inverso, ya que nombres surgidos del medio televisivo (y también dotados de talento) como Arthur Penn, Martin Ritt o Sidney Lumet dieron el salto al cine. Un par de décadas antes de que esto sucediese, en 1935, Lewis ejercía como supervisor de montajes y editor; dos años después accedió a la realización con The Navy Spy (Crane Wilbur, 1937) y The Gold Racket (Louis J. Gasnier, 1937), aunque en ninguna de ellas su nombre aparece acreditado. El primer film firmado por Joseph H.Lewis fue Luchadores del oeste (Courage of the West, 1937), un western al que siguieron otros de apenas una hora de duración (Texas Stagecoach, The Man from Tumbleweeds o su continuación The Return of Wild Bill). Años más tarde, en la segunda mitad de la década de 1950, regresó al género para cerrar su filmografía con: El séptimo de caballería (7th Cavalry, 1956), La calle sin ley (A Lawless Street, 1956), ambos interpretados por Randolph Scott, Odio contra odio (The Halliday Brand, 1957) y Terror en una ciudad de Texas (Terror in a Texas Town, 1958), su último largometraje.
Durante sus veinte años como director de largometrajes, Lewis destacó por desarrollar un estilo propio condicionado por la rapidez con la que encaraba los rodajes, acostumbrado a tener poco tiempo para ellos, lo que le obligó a perfeccionar una habilidad narrativa precisa, contundente, pero también creativa, que indaga en aspectos emocionales de los personajes que pueblan sus films; un estilo que emplearía tanto en sus producciones de serie B como en aquellas de las que gozó de mayor holgura económica. En todas ellas (o en su mayoría) destaca su afán por mostrar las reacciones de los protagonistas ante las situaciones que los condicionan y les obligan a tomar decisiones en ocasiones extremas. El fantasma invisible (The Invisible Ghost, 1941) es su primera producción destacada y una de las primeras grandes obras de la denominada serie B. Realizada en el pequeño estudio Monogram, contó con la participación de Bela Lugosi en el papel de un hombre obsesionado con la imagen de su esposa, desaparecida tiempo atrás, hasta el extremo de convertirse en un asesino inconsciente de serlo. Esta producción de terror de bajo presupuesto presenta características que se irían encontrando en films sucesivos ya fuese en la aventura de El espadachín (The Swordsman, 1947), en la que narró de manera ágil el odio entre dos clanes escoceses, o en la bélica Paralelo 38 (Retreat Hell, 1952), película que se desarrolla en plena guerra de Corea y se centra en las emociones de sus tres protagonistas principales, aunque desde una perspectiva que no esconde un posicionamiento que ensalza al cuerpo de marines al que pertenecen los soldados. Pero sin duda alguna, fue el cine negro el género en el que mejor pudo desarrollar su estilo, plasmado en obras imprescindibles como: Mi nombre es Julia Ross (My Name is Julia Ross, 1945), So Dark The Night (1946), Relato criminal (The Undercover Man, 1949), A Lady without Passport (1950), El demonio de las armas (Gun Crazy, 1950), quizá su obra más conocida, y Agente especial (The Big Combo, 1955).
El movimiento es constante en las películas de espionaje de Alfred Hitchcock, de modo que en ellas es habitual encontrar a personajes obligados a trasladarse de un lugar a otro, persiguiendo un objetivo que descubren a medida que avanzan en su deambular como si fuesen marionetas en manos de un destino que juega con ellos. En esta situación se encuentran los protagonistas de 39 escalones (The 39 Steps, 1935), Enviado especial (Foreign Correspondent, 1940), Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959) o Barry Keane (Robert Cummings), el falso culpable de Sabotaje (Saboteur, 1942), un individuo que guarda en común con aquellos el ser ajeno al ámbito de espionaje (un ambiente dominado por las falsas apariencias) en el que se encuentra atrapado como consecuencia de una situación que inicialmente no comprende, le desborda y lo convierte en la presa de los representantes de la ley y de aquellos que la han provocado. Antes del incendio en la fábrica de aviones donde trabajaba, Keane era un tipo corriente, pero a raíz del incidente se le acusa de saboteador, traidor y asesino; una imagen adulterada que pasa por verdadera y que implica que su vida penda de un hilo y de su inseguro recorrido desde Los Ángeles a Nueva York, pasando por la pequeña localidad de Soda City.
Convertido en falso culpable, el fugitivo descubre que tras la respetabilidad de hombres y mujeres de la alta sociedad se esconde el rostro de los culpables de los hechos de los que le acusan las autoridades. En este punto se encuentra otra de las constantes del cineasta británico: las falsas apariencias que pasan por reales, no la de su "víctima inocente" sino la de aquellos que se ocultan y protegen detrás de fachadas respetables como la del diplomático de Enviado especial, la del antagonista de Encadenados (Notorious!, 1946) o los espías contra quienes se enfrenta Keane. A medida que se adapta a su nueva circunstancia existencial, Keane deja de comportarse como una víctima y acepta su papel en el juego, decisión que le permite sobrevivir y posteriormente comprender en toda su magnitud la trama que descubre cuando acude a la fiesta solidaria que se celebra en la mansión de la señora Sutton (Alma Kruger). En ese instante, similar a la escena de la subasta de Con la muerte en los talones, Keane intenta llamar la atención de los presentes tanto para salvar su vida como para desenmascarar a los artífices del sabotaje. Como en otras películas de espías de Hitchcock, también se desarrolla un romance paralelo a la intriga de espionaje, aunque en el cine del británico las relaciones sentimentales suelen complicarse desde el primer momento, de ahí que Pat (Priscilla Lane) asuma como reales las acusaciones difundidas por los medios, lo cual conlleva el rechazo que evidencia cuando se conocen en casa del tío de la joven y que desaparece durante el periplo que comparte con el supuesto traidor, ya sea en el desierto o durante su estancia con la troupe circense que les oculta de la policía. Pero este acercamiento se interrumpe cuando Keane se ve obligado a asumir la identidad del saboteador para acceder al entorno de mentiras y engaños, en apariencia elegante, amable y generoso, que conspira en la sombra a favor de un totalitarismo similar al que por aquel entonces amenazaba a medio mundo; y aquí, el cineasta aprovechó para emitir un discurso antitotalitario que también se descubre en otras de sus películas de la época.
Tras dirigir cuatro películas en su Argentina natal (Pampa bárbara, Donde mueren las palabras, De hombre a hombre, Apenas un delincuente), Hugo Fregonese inició un periplo de cuatro años en Hollywood (1950-1954), donde rodó once largometrajes, en su mayoría inscritos dentro de los géneros del western y del cine negro. Posteriormente, Fregonese se trasladaría a Europa donde continuó con su carrera para finalmente regresar a la tierra que le vio nacer y poner punto final a su interesante filmografía con La mala vida (1973) y Más allá del sol (1975). Martes negro (Black Tuesday), su última película hollywoodiense también es una de las mejores muestras de su capacidad narrativa, pero también es un film desconocido pese a destacar por su sobria contundencia y por el protagonismo de Edward G.Robinson. El actor, un icono del cine negro gracias a sus interpretaciones en films como Hampa dorada (Little Caesar; Mervyn LeRoy, 1931), Balas o votos (Bullets or Ballots; William Kneighley, 1936), Perdición (Double Indemnity; Billy Wilder, 1944), Perversidad (Scarlett Street; Fritz Lang, 1944) o Cayo Largo (Key Largo; John Huston, 1948), dio vida a Vincent Canelli, un violento asesino condenado a morir en la silla eléctrica. En dos celdas contiguas del penal donde se desarrolla la primera parte de la trama se descubre a Canelli y a Manning (Peter Graves), un ladrón de bancos que también aguarda el momento de su ejecución. En ese espacio sombrío y claustrofóbico, el primero desvela parte de su personalidad, pero sobre todo muestra su confianza en salir indemne de una sentencia que el segundo espera con cierto cinismo y tranquilidad, quizá porque haya aceptado que se llevará a la tumba la ubicación del botín que las autoridades le piden a cambio de retrasar su muerte. En dos breves escenas se comprende el por qué de la seguridad del gángster: la primera muestra a su amante amenazando a uno de los guardias de la prisión con matar a su hija y la segunda expone el instante durante el cual un par de secuaces de Canelli asaltan al periodista que debe cubrir la noticia, a quien suplantan para acceder al interior del recinto. Estos dos momentos adquieren sentido pleno cuando los reos son conducidos a la sala de ejecución, donde, gracias a esa planificación externa, se apoderan de armas y de varios rehenes, a quienes emplean como seguro para darse a la fuga, aunque durante la misma Manning recibe un disparo. Como consecuencia de la huida se accede a un segundo espacio físico relevante: el edificio abandonado donde se ocultan criminales y rehenes a la espera de que el herido se recupere, ya que el gángster no piensa perder a su compañero, aunque se comprende que no se trata de una acción desinteresada (ni existe una relación amistosa entre ellos ni tienen nada en común) y que lo único que persigue Canelli son los 200.000 $ que el ladrón ha ocultado en alguna parte. En ese emplazamiento se observa a un gángster sin ataduras morales, dominado por su necesidad de imponerse a cuantos le rodean para alcanzar el fin que persigue, lo que implica el uso de la fuerza bruta y el deshacerse de sus prisioneros en cuando haya logrado el botín, algo que todos saben, incluso la policía que rodea el edificio. Como otras grandes películas de bajo presupuesto y de apenas una hora de duración, Martes negro es un perfecto ejemplo del dinamismo y de capacidad de síntesis; en una veloz sucesión de imágenes se da consistencia a los personajes, se explica la situación por la que atraviesan (un artículo periodístico anuncia su inminente ejecución), se esboza el plan que la amante de Canelli pretende llevar a cabo o se ejecuta la fuga del correccional, circunstancias todas ellas que Fregonese planteó de modo escueto y contundente, confiriendo a Martes negro un ritmo envidiable que alcanza su momento álgido en el interior del edificio abandonado donde se produce el estallido de violencia final.
Haciendo gala de un tópico que nos han colgado a los gallegos, no decido si siento o no siento especial simpatía por Thelma y Louise (Thelma & Louise, 1991). La siento por sus dos heroínas, pero algunas situaciones me superan, al pensar que están ahí para indicarme el camino que conduce a su mítico final. No son tópicos como el que insinúo al inicio del texto, sino la sensación de que no hay más opción que escoger la única perspectiva posible. Es decir, no hay elección y esa es la opción ofrecida por los responsables del film; algo por otra parte habitual en el cine, también comprensible —la película es suya—, y en este caso no merma la valía de sus dos forajidas de leyenda ni el ritmo de la huida que se convierte en el viaje hacia sí mismas. Ese sentido único resta, pero la presencia de las actrices puede con todo y más durante el recorrido trazado por Ridley Scott y la guionista Callie Khouri —posteriormente, también directora: Clan Ya-Ya (Divine Secrets of the Ya-Ya Sisterhood, 2002) y Tres mujeres y un plan (Mad Money, 2008). Mas lo dicho hasta ahora no deja de ser opinión; y los hechos, al menos un par de ellos, son que el film se ganó al público y que contó con las espléndidas e inolvidables Susan Sarandon y Geena Davis, dando vida a las dos rebeldes con causa que mandan a paseo el orden que las ha sometido y oprimido hasta ese fin de semana durante el cual la fuga les acerca una sensación de libertad jamás sentida con anterioridad. También es opinión expresar que en este western moderno y feminista, de amistad, emancipación y recorrido existencial, Scott recuperaba su mejor versión, la de aquel que había realizado Blade Runner (1982), Los duelistas (The Duellits, 1977) y Alien, el octavo pasajero (1979), tres largometrajes que considero los mejores de su filmografía.
Lo que parecía innegable fue que con Thelma y Louise alzaba el vuelo creativo tras los tropiezos que supusieron Legend (1986), La sombra del testigo (Someone to Watch Over Me, 1987) y Black Rain (1989). Y hoy, se puede decir sin temor a exagerar que esta huida cinematográfica forma parte de los títulos míticos del cine hollywoodiense, pero en su momento todavía no había alcanzado el estatus del que goza en la actualidad. Era un western de carretera que, sin ser revolucionario, rompía con la tradición hollywoodiense de antihéroes masculinos en fuga. En Thelma y Louise no son hombres quienes asumen el rol “fuera de la ley”, los que ansían libertad y cabalgan huyendo del orden que les amenaza. Aquí, son dos mujeres —como lo ya habían sido las inolvidables Marías del western francés Viva María! (Louis Malle, 1965)— que desean libertad para ser ellas mismas, sin miedos y sin más ataduras que las que ellas decidan. En este aspecto, el mensaje del director y de la guionista es inapelable y no hay duda de su valía y de su valor. Pero hay momentos en Thelma y Louise que parecen puestos ahí para redundar, en su intención de crear el efecto perseguido. Por ejemplo: la transformación del policía de carretera, cuyo aire chulesco y de superioridad se sustituye por su lloriqueo cuando Thelma le apunta con su pistola, momento que se contrapone con la actitud del camionero que, encañonado por el arma de Louise, las insulta si el menor atisbo de miedo; ese instante está ahí con la clara finalidad de que ellas puedan disparar sobre su camión y el anterior para simbolizar el definitivo cambio de las protagonistas: ahora son ellas las fuertes, y el chulesco agente el débil. La mirada de Scott condiciona nuestro modo de mirar la travesía de la pareja de fugitivas, que buscan la libertad negada, la cual alcanzan en un final que, en nuestra realidad física, no sería más que una escapada a ninguna parte, pero en la épica cinematográfica —y ante todo, Thelma y Louise es un film épico, pues épico siempre es luchar por la libertad— resulta una victoria poética sobre un mundo que las ha negado a lo largo de los años, en los que se han visto incapacitadas para enfrentarse al desencanto, a los problemas o a las limitaciones nacidas de defectos propios y de aquellos condicionantes impuestos por agentes externos, como esos hombres que ven en ellas objetos.
Como tantos otros viajes cinematográficos, las carreteras por donde deambulan Thelma y Louise simbolizan el recorrido existencial de seres desorientados, heridos e insatisfechos, que se lanzan a la búsqueda de sí mismas a lo largo de kilómetros asfaltados por donde paulatinamente sale a relucir ese "yo" que no pueden alcanzar en sus vidas cotidianas, en las que se dejan someter por pensamientos, actuaciones y situaciones que impiden su plenitud dentro de entornos que parecen esclavizarlas y denigrarlas, como sería el caso de Thelma, a quien se descubre incapaz de enfrentarse a su relación marital, aquella que le une a un marido (Christopher McDonald) que ha imposibilitado su maduración y mutilado su autoestima. El caso de Louise es diferente; en apariencia se trata de una mujer fuerte e independiente, aunque pronto se comprende que se encuentra marcada por un hecho del pasado, del que nunca habla, y que resurge con fuerza durante ese fin de semana que acaba por convertirse en la huida de sí mismas (de su yo atrapado en la cotidianidad que no desean) hacia ellas mismas (su yo libre y realizado) tras su accidental encuentro con el desconocido (Timothy Carthart) a quien Louise, dominada por el recuerdo de su propia experiencia, dispara después de sorprenderle intentado forzar a Thelma.
Durante la escapada las personalidades de las fugitivas se acercan hasta unificar sus metas y sus anhelos, siendo su objetivo común el de encontrar aquello que les ha sido negado (y se han negado) durante sus años adultos, condicionados por la presencia de hombres que, incluso durante el periplo sobre el asfalto, aparecen para obligarlas a tomar decisiones que no desean; como inicialmente sería el situarse al margen de la ley, aunque, a medida que avanza su recorrido, se identifican con ese otro lado y se hermanan —poseyendo un conocimiento más pleno y profundo de sí mismas que Butch y Sundance— con el dúo fugitivo de Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and The Sundance Kid, George Roy Hill, 1967), primero desde las dudas y posteriormente desde la certeza de librarse definitivamente de las ataduras que les han impedido ser las protagonistas de sus propias existencias.
La segunda de las tres películas que dan forma a la "Trilogía Cornetto de Tres Sabores" toma como referencia el thriller de acción para dar continuidad al humor iniciado por Edgar Wright y Simon Pegg en Zombies Party (Shaun of Death, Edgar Wright, 2004); de modo que, en esta ocasión, también se describe (caricaturiza) al personaje principal en un par de minutos, definiendo su personalidad, que se descubre opuesta a la de Shaun y a la de Gary King (los roles interpretados por Pegg en las otras dos películas del tríptico). Nicholas Angel (Simon Pegg) se presenta como un policía incansable, eficaz y entregado a la lucha contra la criminalidad que amenaza la seguridad ciudadana, una actitud loable que deja en mal lugar al departamento de la policía metropolitana de Londres, ya que la perfecta ejecución de su cometido provoca la drástica reducción de los delitos urbanos. El imparable descenso de crímenes en las calles alarma a sus compañeros, temerosos de perder el empleo ante la falta de delincuentes a quienes echar mano, motivo más que suficiente para que los superiores de Angel sientan la apremiante necesidad de trasladarle lejos de la City, a una pequeña y modélica villa, aunque un tanto siniestra en cuanto a la elevada tasa de accidentes mortales y al comportamiento de sus habitantes más respetables, que abogan por "el bien común". Allí, lejos de su hábitat natural, el ahora ascendido a sargento, continúa incapaz de tomarse un respiro (para plantearse necesidades, deseos o inquietudes), de tal manera, desempeña su trabajo policial igual que en la urbe, siempre atento y alerta en defensa de una ley en la que cree a rajatabla y que no permite que nadie incumpla, ni siquiera por el bien común del que hablan los vecinos. Dentro de ese mismo ambiente, donde no existen pruebas de criminalidad y en donde a nadie le preocupa el delito, hay espacio para un agente del orden tan inmaduro como Danny (Nick Frost), irresponsable, aficionado al pub y a los cornettos, pero también un apasionado de Le llaman Bodhi (Point Break; Kathryn Bigelow, 1991) o Dos policías rebeldes (Bad Boys, Michael Bay, 1995); afición esta que provoca que elija a Nicholas como el modelo a seguir, ya que en su nuevo compañero descubre a uno de los héroes de las películas de acción que consume a diario, héroes de celuloide a quienes desea emular en un pueblo donde aparentemente el crimen brilla por su ausencia y los policías pasan su jornada laboral saboreando tarta y helado mientras se ríen de ocurrencias "casi" ingeniosas. En este pacífico y ordenado entorno el agente Angel no encaja ni por asomo, rodeado de una amabilidad extrema y de una tranquilidad callejera que solo se ve enturbiada por la desaparición de un cisne o por algún vecino que ha cortado un seto que no le pertenece. No obstante, esta armonía social que le desquicia no impide ni los accidentes mortales ni sus sospechas de que algo se esconde tras ellos, un algo oscuro que le impulsa a asumir la investigación que le conduce al borde de la locura, más que nada por la imposibilidad de hacer despertar a un entorno sumido en la falsa idea de paz y seguridad, similar a la alienación (apatía) que domina a los muertos andantes de Zombies Party. El inicio de Arma fatal (Hot Fuzz) anuncia un ritmo trepidante y un humor que satiriza al cine de acción de las décadas de 1980 y 1990, desarrollándose ambos a lo largo de un metraje que en determinados momentos presenta cierta irregularidad con respecto a los más brillantes, pero este desequilibro narrativo no impide que en su conjunto Arma fatal resulte una divertida parodia de tantas parejas letales que inundaron el actioner hollywoodiense, pero sobre todo resulta una visión irónica de esa sociedad "perfecta" que provoca la transformación (despertar) de un agente adicto al sistema en alguien que lucha contra él, al menos contra el impuesto en ese idílico pueblo donde hacia el final del film asume como suya la imagen idealizada que Danny tiene del héroe de acción.
En los últimos años, el thriller policíaco ha encontrado un hueco dentro de la producción cinematográfica española, sobre todo gracias a las aportaciones de Enrique Urbizu, responsable de Caja 507 (2002) y No habrá paz para los malvados (2011), Daniel Monzón, realizador de La caja Kovak (2006), Celda 211 (2009) y El niño (2014), o Alberto Rodríguez, director de Grupo 7 (2012) y La isla mínima (2014). Si bien, en España, ya se produjo un más que interesante intento de asentar el policíaco allá por las décadas de 1950 y 1960, resulta más raro encontrar dentro del género ejemplos de thriller carcelario. Aunque ajeno al mismo, en los albores de la democracia, Imanol Uribe realizó La fuga de Segovia (1981), un destacado drama en la que se observa un espacio carcelario donde se encuentran recluidos miembros de ETA a la espera del momento propicio para fugarse del correccional castellano. Sin embargo, y a pesar de que Celda 211 toma como excusa la presencia de tres presos de dicha banda armada, Monzón se decantó por un tipo de cine menos politizado y más cercano al rodado en Hollywood, tomando aspectos de clásicos como Fuerza Bruta (Brute Force; Jules Dassin, 1947) y sobre todo Motín en el pabellón 11 (Riot in Cell Block 11; Don Siegel, 1954) pero ofreciendo un estilo más próximo al cine de acción.
La intriga, salvo las breves analepsis y la manifestación que se produce en el exterior del recinto, se desarrolla dentro de una prisión donde los presos se amotinan para demandar a la administración una serie de mejoras en su día a día. No obstante, poco importa el drama cotidiano que allí pueda vivirse, pues la trama se individualiza en dos personajes y en una sola jornada: la misma en la que Juan Oliver (Alberto Ammann) decide presentarse en el penal para familiarizarse con su nuevo empleo, al que debe incorporarse al día siguiente. Este exceso de celo profesional provoca que el funcionario de prisiones se vea atrapado en una revuelta que le obliga a hacerse pasar por un convicto para sobrevivir dentro de ese ámbito caótico y violento en el que se convierte el presidio. A partir de este instante, Oliver asume rasgos de quienes le rodean e inventa el homicidio que asegura haber cometido cuando le conducen ante Malamadre (Luis Tosar), el cabecilla de los amotinados. Pero, a pesar de su aparente fiereza y de su convicción de que su vida finalizará en esa u otra prisión, se descubre en este convicto un rasgo solidario hacia sus compañeros, aunque no exento de egoísmo, ya que liderar la revuelta tiene para él un sentido liberador al creer y crear la falsa ilusión de mejorar un entorno que no puede ser mejorado porque a nadie le importa. La personalidad del reo se va perfilando a medida que avanza su contacto con el funcionario, hasta desvelarse como un antihéroe entregado a una causa que nunca podrá triunfar, como tampoco podrá vencer la inocencia de Juan Oliver cuando descubre que Elena (Marta Etura), su mujer, ha muerto tras sufrir la brutal agresión de Utrilla (Antonio Resines), el funcionario que, a golpe de porra, se ensaña con la multitud reunida en el exterior del recinto. Este desafortunado incidente marca la transformación del Oliver funcionario de prisiones en Calzones (así le llaman algunos de sus compañeros de motín) el condenado, ya que la pérdida conlleva que deje de imitar a los presos para convertirse en un convicto sin nada que perder y sin nada por lo que vivir, de modo que se deja arrastrar por la desesperación hasta el extremo de exigir a las autoridades la presencia del compañero laboral que agredió (y asesinó) a su mujer embarazada. En Celda 211 la acción y la tensión prevalecen sobre los aspectos diarios que puedan afectar a los presos, aspectos que sirven de excusa para poner en marcha un film que se sustenta sobre las actuaciones de sus actores y sobre la sucesión de las tensas escenas que inexorablemente conducen hacia la explosión de violencia final que arrastra a Calzones al abismo.
Los minutos iniciales de Encuentro en la noche (Clash by Night, 1952) muestran las labores pesqueras y conserveras que se llevan a cabo en la villa marinera a la que Moe (Barbara Stanwyck), la protagonista femenina, regresa después de su larga ausencia. Sin embargo, esta introducción documental desaparece para dar paso a un tono dramático, dominado por la amarga decepción que ha provocando su vuelta al hogar, de donde huyó de joven, cuando aún mantenía intactas las esperanzas y los sueños que ya no existen en ese instante presente en el que asegura: <<vuelves a casa cuando ya no tienes otro sitio>>. Esta frase confirma la derrota existencial de una mujer que ha visto como el paso de los años, y sus experiencias con hombres que la utilizaron, han transformado sus ilusiones en el desencanto que la define a su llegada a la villa donde todavía vive su hermano, y donde inicia su relación con Earl (Robert Ryan), un individuo como aquellos de quienes huye, pero de quienes no puede evitar sentir atracción, y con Jerry D'Amato (Paul Douglas), un patrón de barco que, desde el primer instante, intenta acercarse a ella al tiempo que le habla de la admiración que siente hacia Earl, el amigo en quien ve al hombre de mundo que él no es. El triángulo amoroso de Encuentro en la noche antecede al trío de Deseos humanos, película en la que Fritz Lang también trató la condición humana a través de la infidelidad marital dentro de una atmósfera oscura y tensa; sin embargo, las personalidades de los personajes de ambos films, así como sus intenciones, difieren, como demuestra la desilusión y los deseos adormecidos que marcan el devenir de Moe, ajena al deseo pasional y criminal de aquella interpretada por Gloria Graheme en dicho film. Moe no actúa con premeditación, ni pretende lastimar a nadie que no sea ella misma, simplemente se trata de alguien que ha renegado de sus sueños y de sus ambiciones. No obstante, su miedo a caer de nuevo en errores pasados (como sería reconocer la atracción que sobre ella ejerce Earl) la convencen para aceptar la propuesta matrimonial de Jerry, a quien primero rechaza y posteriormente se liga porque le ofrece la última oportunidad para dar la espalda a ese pasado que ha provocado la huida de sí misma. Encuentro en la noche avanza en el tiempo para descubrir al matrimonio convertido en padres de una niña, sin embargo, ella no encuentra la felicidad dentro del hogar que ha formado y forzado, pues la misma existencia que colma a Jerry a ella le resulta insuficiente, carente del atractivo que sí le ofrece su idilio con Earl, cuyo cinismo, egoísmo y resentimiento hacia las mujeres (por una experiencia fallida) lo convierten en un ser autodestructivo y destructivo, ajeno al sufrimiento que pueda provocar si con ello consigue calmar su ira interna y saciar el deseo que Moe despierta en él. Así que Earl antepone sus necesidades por encima de todo, de modo que iniciado el romance no muestra el menor remordimiento ni en sus actos ni en sus palabras, tras los que esconde las carencias, decepciones y frustraciones que han pasado desapercibidas para un hombre como Jerry, siempre confiado, incapaz ver el lado negativo de quienes le rodena e incapaz también de sospechar de la existencia de una relación clandestina que implica la posibilidad de perder a su hija, cuestión esta última que provoca el arrebato de furia que lo transforma en un ser desesperado, capaz de cualquier cosa para impedirlo.
Bach (Crónica de Anna Magdalena Bach, Mi nombre es Bach), Beethoven (Eroica, Amor inmortal, Copying Beethoven), Chopin (Canción inolvidable, Pasiones privadas de una mujer), Mozart (The Mozart Story, Amadeus), Rossini (Rossini, ¡Rossini! ¡Rossini!) Shubert (Música inmortal, Sinfonía de amor) o Wagner (Wagner, Ludwig) son algunos de los grandes compositores clásicos que, con mayor o menor fortuna, han pasado a formar parte del mundo del celuloide gracias a producciones que presentan momentos puntuales de sus vidas y de sus obras, dramatizando sus existencias desde la alteración de hechos, pasando por perspectivas históricas o románticas que a menudo caen en la sensiblería, pero la gran mayoría ceñidas a los cánones usuales de los biopic. El ejemplo más atípico y arriesgado de estas biografías cinematográficas lo podemos encontrar en el debut como realizadores de la pareja formada por Danièle Huillet y Jean-Marie Straub en Crónica de Anna Magdalena Bach (Chronik der Anna Magdalena Bach), que centra su atención en la música de Johann Sebastian Bach, a la que se accede mediante las palabras extraídas del diario de Anna Magdalena, su esposa, que resuenan en los espacios cerrados y reales donde el compositor desarrolló su talento. Ajenos a las biografías convencionales, los autores del film muestran imágenes de documentos de la época (cartas, planos de ciudades, partituras u originales de algunas composiciones de Bach), pero sobre todo muestran el sonido de su música a través de las imágenes que se desarrollan en una sucesión de interpretaciones de piezas musicales que, a diferencia del resto de biografías de compositores, no funcionan ni como adorno ni como acompañamiento, sino que se erigen en el eje estético de cuanto se observa en la pantalla. De hecho, la particular visión cinematográfica de Straub-Huillet convierte a Crónica de Anna Magdalena Bach en un film único, innovador, valiente e inclasificable (desde una perspectiva genérica), pues no se trata de acceder al compositor mediante una sucesión de acontecimientos dramatizados de su vida, ya que la película es ajena a cualquier tipo de dramatismo, siendo la música la que permite y provoca la evolución fílmica que se complementa con la lectura de fragmentos del diario de Anna Magdalena (Christiane Lang) y, en menor medida, con la intervención en momentos puntuales de Johann Sebastian Bach (Gustav Leonhardt), lo que permite un acceso mínimo y realista a aspectos de su vida en común (la muerte de varios de sus hijos o algunos problemas de Bach con los responsables culturales de Leipzig), pero siempre supeditadas a las interpretaciones de cámara, en iglesias, palacios o en el hogar de los Bach, interpretaciones dominadas por la presencia de los músicos, de los instrumentos y por la evolución de un compositor fundamental en el desarrollo de la música como arte universal.
Los mejores westerns de John Sturges presentan un tono trágico como el que domina la práctica totalidad de El último tren de Gun Hill (Last Train from Gun Hill, 1959), una película que, salvo su parte inicial, se desarrolla en un espacio acotado y en un tiempo delimitado por las horas que separan la llegada del marshall Matt Morgan (Kirk Douglas) a Gun Hill de la partida del último tren que sale de dicha localidad. Este acotamiento espacio-temporal emparenta al film de Sturges con Solo ante el peligro (High Noon; Fred Zinnemann, 1952) y El tren de las tres y diez (3:10 to Yuma; Delmer Daves 1957), pero también se descubre otra similitud respecto a las películas de Zinnemann y Daves en un protagonista que se encuentra solo en su intención, aunque, en el caso de Morgan, condicionado por el brutal asesinato de su esposa y, posteriormente, por el descubrimiento de que uno de los asesinos es hijo de un amigo a quien le debe la vida. Para un hombre como el marshall, cuya conducta se rige por valores inalterables, no existe más alternativa que vengar a su esposa dentro de lo establecido por la ley que representa; por ese motivo pretende cumplir su cometido sin renegar de los aspectos morales que lo definen como individuo, de ahí que su intención no sea la de matar (al menos no con sus propias manos), sino la de capturar a los dos criminales para que sean juzgados y sentenciados a morir en la horca (y como él dice: tras una larga y tortuosa estancia en presidio, donde cada mañana podría ser la última). Esta intención crea un enfrentamiento entre el protagonista y el antagonista, unidos por la amistad y la admiración mutua forjadas en el pasado e irremediablemente separados por la disyuntiva que surge en el presente, cuando Matt Morgan no contempla la posibilidad de satisfacer la demanda de Craig Belden (Anthony Quinn), del mismo modo que este no acepta la opción de que el marshall arreste a Rick (Earl Holliman) y lo conduzca a la muerte. El hecho de que El último tren de Gun Hill plantee el reencuentro de dos hombres convencidos de qué deben hacer, obliga a ambos a distanciarse definitivamente sin opción a alcanzar un acuerdo, porque ni el uno puede olvidar el brutal crimen que sesgó la vida del ser querido ni el otro puede olvidar que el culpable, más que le pese, es el único ser que realmente le importa, lo que provoca que la situación expuesta por Sturges y sus guionistas cobre el aire trágico que domina cada escena de la película. Así pues, ni Belden es un villano ni Morgan un héroe, solo son dos individuos que hacen lo que consideran correcto para que prevalezca su intención (aunque esta les enfrente), de ahí que el primero no cese en su empeño de evitar, incluso por la fuerza de las armas, que su mejor amigo cumpla el cometido que le ha llevado hasta su rancho, donde le dice que no puede ayudarle porque se trata de su hijo, lo único que tiene; y, aunque es consciente de que Rick es culpable de un crimen atroz, es sangre de su sangre y eso lo empuja a asumir una postura de violencia para proteger a quien sabe merecedor de un castigo. Como consecuencia, tanto Morgan como Belden son víctimas de una circunstancia trágica que se torna opresiva y de la que originariamente no son responsables, mas, a medida que se desarrolla la acción, se les observa tomando las decisiones que los empuja hacia ese inevitable enfrentamiento que mantiene en vilo a los vecinos del pueblo, deseosos de que corra la sangre, llenos de prejuicios (a nadie le importa el asesinato de la esposa del marshall porque era india) y sometidos a Belden, dueño y señor de ese espacio urbano que se convierte en el escenario exclusivo del choque; ya sea en un bar, en la habitación del hotel donde Morgan retiene a Rick o en esa estación dominada por la nocturnidad donde finalmente los dos amigos ven como ninguno alcanza su propósito, y sí la certeza de un padre que, moribundo, se lamenta de no haber sabido educar a su vástago.