jueves, 27 de febrero de 2014

Asesinato en el Orient Express (1974)


En cualquier ámbito artístico se descubre que las obras que lo componen suelen ser valoradas desde dos perspectivas, una que se presupone profesional y otra más cercana al público, que vendría marcada por sus conocimientos y otros aspectos condicionados por gustos, modas o por las sensaciones y emociones que aquello que ve, lee o escucha generan en él, lo cual acaba por definir lo que gusta y lo que no. Pero dichas circunstancias, en muchos casos ajenas a la calidad intrínseca de la obra, no impiden cuestionar los defectos (o aciertos) tangibles que se descubren en los trabajos de autores tan populares como Agatha Christie, cuya narrativa presenta cierta incoherencia entre la calidad que ofrecen sus relatos de misterio y la popularidad alcanzada por los mismos, primero entre el lector y posteriormente entre el espectador cinematográfico o televisivo, gracias a las numerosas producciones que se inspiraron en ellos. Siguiendo el hilo de gustos, influencias, conocimientos, ignorancias o inquietudes, resulta más estimulante ver Testigo de Cargo (Billly Wilder, 1957), la mejor de las adaptaciones de una de sus historias, que leer el relato que la inspiró. Aunque esto, como todo lo relacionado con ámbitos artísticos, no deja de ser una cuestión de índole personal, como también lo sería decir cuál es la mejor adaptación cinematográfica de las historias de la escritora británica, pues existen muchas otras entre las que se cuentan Diez negritos (René Clair, 1945), Muerte en el Nilo (John Guillermin, 1978), la serie de películas dirigidas por George Pollock, en las que Margareth Rutherford encarnó a la señorita Marple, o esta irregular propuesta rodada por Sidney Lumet y protagonizada por un elenco repleto de rostros conocidos, entre quienes se descubre a Ingrid Bergman, Lauren Bacall, Sean Connery, Richard Widmark o Albert Finney, que fue el actor encargado de dar vida a Hercule Poirot, el detective belga que, entre otros misterios, resuelve el asesinato de uno de los pasajeros del Orient Express. Pero antes de que Lumet presente a su investigador, la trama se inicia con la noticia del secuestro de una niña de la alta sociedad estadounidense que no tarda en aparecer asesinada, tragedia que conlleva otras cuatro muertes. Este prefacio, que se desarrolla cinco años antes del viaje del Orient Express, se convierte en parte fundamental de la intriga que se desata en el tren, donde todos los pasajeros conocen la reputación de Poirot, motivo que convence a la futura víctima (Richard Widmark) para pedirle que acepte ser su guardaespaldas, obviamente, más que por su inexistente fiereza física, por su sobrada y reconocida lógica deductiva. Pero este peculiar detective rechaza el empleo, y se encierra en su compartimento donde se retoca el bigote y se coloca una redecilla sobre su cabello para que proteja su exquisito peinado durante las horas de descanso. Sin embargo, durante la noche, le resulta complicado conciliar el sueño, pues escucha ruidos extraños que entorpecen su acceso al mundo onírico, aunque finalmente cae rendido por el cansancio y no despierta hasta la mañana siguiente, cuando en el tren se descubre un cadáver acuchillado en doce ocasiones. El crimen es un misterio, pero también un asunto delicado para la compañía, por ello el responsable de la línea (Martin Balsam) se ve en la obligación de pedir a su amigo Poirot que se encargue de la investigación, la cual se lleva a cabo mientras el tren se encuentra detenido como consecuencia de la nieve que se acumula sobre la vía. A pesar de que Asesinato en el Orient Express (Murder on the Orient Express) se presenta como una intriga, esta resulta sencilla de imaginar, al observar al remilgado y pretencioso investigador recopilando pruebas e interrogando a los pasajeros, que ocultan cuestiones que no pasan por alto ni para el espectador (a esas alturas probablemente desinteresado de la trama) ni para el sesudo detective, que finalmente encuentra dos posibles explicaciones para el crimen: una simple, la que todos quieren hacerle creer, y otra más compleja, aquella que le presenta el dilema moral de dar por justa la unidad juez, jurado y verdugo.

miércoles, 26 de febrero de 2014

Apocalypto (2006)

Evidentemente en el cine épico-histórico priman el espectáculo y los beneficios, quizá por ello se tiende a simplificar historias en lugar de realizar exposiciones más rigurosas de aquello que se muestra en la pantalla, pero de hacerlo se correría el riesgo de perjudicar el ritmo narrativo o el de no llenar las salas, de modo que aquel que desee una mayor profundidad temática tendría que acudir a fuentes no cinematográficas, con las que tampoco estaría de más mostrar cierto grado de escepticismo. Un ejemplo de estas producciones que se ubican en contextos históricos reconocibles sería Apocalypto, cuya acción se desarrolla durante el segundo imperio maya, en su periodo de desintegración y decadencia, pero que se decanta por simplificar contenidos y primar la simplista dualidad bien-mal que se descubre a lo largo de lo que se podría considerar como una variante de la caza del hombre por el hombre. A este respecto, Mel Gibson, al igual que había hecho con anterioridad en Braveheart, se decantó por recrear un entorno habitado por dominadores y sometidos, siendo estos últimos violentamente atacados por los primeros; aunque antes de que esto suceda se centra la atención en los miembros de una pacífica tribu que vive ajena a cuanto no sea su contacto con la naturaleza y su interrelación personal. Los primeros compases de Apocalypto son exclusividad de la cotidianidad de los habitantes de la aldea, artificio que permite definir sus personalidades, guiar las simpatías del espectador y preparar el rechazo que minutos después provoca el grupo de guerreros que, sin exponerse sus motivos, rompen brutalmente la armonía que domina el poblado. La imagen de los asaltantes se muestra desde una perspectiva opuesta a la empleada con los aldeanos, ya que no presentan vínculos afectivos o costumbres positivas, solo su sed de matar, violar o capturar a los miembros de la comunidad de la que forma parte Garra de Jaguar (Rudy Youngblood). Ante este inesperado ataque, el joven cazador se las ingenia para esconder a su mujer y a su hijo en un pozo cercano, con la esperanza de regresar una vez haya concluido el enfrentamiento. Su intención no puede ser más clara, intenta protegerlos para que no sean asesinados o capturados, cuestión que consigue aunque su propósito de volver a por ellos se frustra cuando cae prisionero y lo alejan del lugar. Durante el traslado, los escasos supervivientes descubren un mundo extraño, modelado por la mano humana, que contemplan en todo su esplendor cuando observan las gigantescas construcciones de piedra que dominan en una ciudad repleta de mercados y del gentío que allí se reúne para presenciar los sacrificios con los que se pretende contentar a unos dioses que en los últimos tiempos les han sido desfavorables. De este modo se comprende que desde un punto de vista histórico el film deja de lado aspectos menos belicosos y violentos de los pueblos que conformaban el imperio maya, como sería su economía agrícola, su avanzado desarrollo de la escritura, la astronomía o las matemáticas, aunque sí se contempla la arquitectura, capaz de espléndidas edificaciones como las que se muestran en Apocalypto. Pero sea por cuestiones artísticas, ideológicas, narrativas o económicas, tanto las aventuras como los dramas cinematográficos ambientados en contextos históricos omiten o tergiversan con el fin de mostrar el espectáculo que interesa a sus autores, que en este caso sería ofrecer la imagen de un mundo dominado por el miedo, la violencia y las supersticiones que se agudizan en la gran urbe, donde las prisioneras son vendidas y los prisioneros sacrificados, pero, por casualidades de la naturaleza y del destino, se produce un eclipse solar que detiene el sanguinario ritual y salva la vida de Garra de Jaguar, a quien poco después se le observa inmerso en una carrera a vida o muerte (la suya y la de su familia, atrapada en el pozo), durante la cual pasa de ser la presa a convertirse en el cazador en un final que podría ubicarse en cualquier marco histórico, geográfico o en películas deudoras de El malvado Zaroff.

lunes, 24 de febrero de 2014

Un día en Nueva York (1949)

Con permiso de Fred Astaire, Gene Kelly fue el actor-bailarín más importante del musical clásico hollywoodiense, como también fue una de las figuras más destacadas detrás de las cámaras, pues en algunos de los musicales en los que participó como actor también asumió labores de coreógrafo, y en ocasiones ejerció de director o co-director, como sucedió en sus tres colaboraciones con Stanley Donen, otro de los personajes más reputados del género, que debutó en la realización con este largometraje. A su relación profesional se deben la genial Cantando bajo la lluvia, una de las obras capitales del género, Siempre hace buen tiempo y esta otra destacada comedia musical que se abre a primera hora de la mañana en uno de los puertos de Nueva York, donde poco después, a eso de las 6 a.m., se descubre a un grupo de marineros entre quienes la cámara encuadra a Gabey (Gene Kelly), Chip (Frank Sinatra) y Ozzie (Jules Munshin) cantando New York, New York (no confundir con la canción inmortalizada en 1980 por Sinatra). Estos tres miembros de la armada que, con unos años menos, pasarían por tres muchachos celebrando su primera comunión, muestran la alegría que les proporciona las múltiples expectativas que ofrece su día de fiesta en la gran manzana, durante el que Gabey se convierte en el centro de interés de una trama que gira en torno a la búsqueda de la joven (Vera-Ellen) cuya imagen llama su atención en el metro, la misma chica con quien poco después se fotografía, y a quien considera un personaje destacado dentro de la sociedad neoyorquina. Sin embargo las posibilidades de volver a verla parecen mínimas, más si cabe en una ciudad de gran extensión y poblada por millones de individuos. Aún así el infante de marina no desespera, y convence a sus dos compañeros para que le ayuden a encontrarla, aunque estos no tardan en ser abordados por dos chicas que no dudan en unirse a ellos. Con este planteamiento se inicia un recorrido durante el cual se suceden las canciones y los números musicales, aunque ni las primeras ni los segundos poseen el nivel que alcanzarían en posteriores producciones coreografiadas por Kelly, como pueden ser El pirata (Vincente Minnelli, 1948), Un americano en París (Vincente Minnelli, 1951) o Cantando bajo la lluvia (1952).

Viaje al centro de la Tierra (1959)

En su último guión cinematográfico Charles Brackett adaptó la novela de Julio Verne Viaje al centro de la Tierra, y para ello contó con la colaboración de Walter Reisch, con quien había trabajado con anterioridad en siete ocasiones, siendo su pareja artística más estable después de Billy Wilder, con quien escribió doce guiones. Los tres coincidiendo en Ninotchka (Ernst Lubitsch, 1939), pero al contrario que Wilder y Reisch, Brackett nunca llegó a dirigir una película, decantándose por producirlas o escribirlas, como sería el caso de esta aventura fantástica realizada por Henry Levin. Sin embargo, la mayoría de los personajes creados por Brackett fuera de su relación con el director de El apartamento resultan menos atractivos que aquellos que pueblan películas como Medianoche (Mitchell Leisen, 1938), Días sin huella, Berlín occidenteEl crepúsculo de los dioses. Y quizá en Viaje al centro de la Tierra (Journey to the Center of the Earth) esta irregularidad a la hora de definir personajes se deje notar en mayor medida que en otras producciones suyas como Niágara (Henry Hathaway, 1953) o La muchacha del trapecio rojo (Richard Fleischer, 1955), descubriendo que solo dos de ellos presentan un perfil interesante. Alejada de la superficie terrestre, Carla Goteborg (Arlene Dalh) accede a un entorno donde se libera de los convencionalismos y del machismo que imperan en el exterior, mostrando un carácter fuerte, decidido y moderno, que choca con lo establecido. Carla, ausente en el relato del escritor francés, asume su decisión y se adentra en lo desconocido a pesar del rechazo del profesor Oliver Lindenbrook (James Mason), de ese modo se convierte en el contrapunto cómico de la idea que el científico tiene acerca de la mujer. Este erudito intenta hacer que su criterio prevalezca tanto en la superficie como en el interior del planeta, donde, a pesar de su desconocimiento del medio, también trata de imponer su ciencia, su supuesta superioridad intelectual y sus normas de conducta. Ateniéndose a estas últimas no duda en juzgar al conde Saknussen (Thayer David), otro personaje ausente en el original, y pronunciar una sentencia de muerte que, sin querer ensuciarse las manos, delega en quienes le rodean, siendo Hans (Peter Ronson) el escogido para tal menester. Sin embargo, este islandés, que sigue sin explicación plausible al intelectual, se niega a asumir un mandato que también rechazan los demás miembros de la expedición, lo que permite que el villano les acompañe durante parte del camino, y les muestre su agradecimiento comiéndose a Gertrud, la inseparable mascota del tal Hans (guía y cazador en la obra escrita). Como se comprende, Gertrud no es humana, es una pata, y alguien podría preguntarse qué hace una plantígrada como ella en un lugar como ese; pues ni idea. Y tampoco vale la pena preguntarse por qué Alec McKuen (Pat Boone), inspirado en el Axel de la novela, se muestra sumiso y dispuesto a contentar a sir Oliver a lo largo de esta atractiva aunque, por momentos, irregular aventura en la que se descubre un océano interior, criaturas gigantescas, los restos de la mítica Atlántida o una abertura volcánica que se emplea a modo de ascensor.

sábado, 22 de febrero de 2014

Amanecer rojo (1984)


La idea de una invasión soviética de los Estados Unidos no fue una primicia de Amanecer Rojo (Red Down, 1984), de hecho, en 1966 Norman Jewison filmó un accidentado desembarco rojo en la comedia ¡Qué vienen los rusos!. Mucho más serio se mostró John Frankenheiemer en el thriller El mensajero del miedo, en el que no existe una invasión física propiamente dicha, sino una en la sombra, urdida por los miembros del bloque comunista que pretenden hacerse con el control de los Estados Unidos mediante la implantación de un presidente adepto a su causa. Pero, a parte de estas y otras alusiones cinematográficas a la amenaza soviética, se podría decir que Amanecer rojo fue un paso más allá al mostrar una invasión a gran escala del suelo estadounidense, como tres años después lo haría la miniserie Amerika, en la que se expuso un hecho cercano al narrado por John Milius en este film que, en su parte menos interesante, muestra el enfrentamiento entre un grupo de "hijos adoptivos de Rambo", los Wolverines, y un combinado de tropas cubanas y rusas armadas hasta los dientes. Si se atiene a la anterior circunstancia, Amanecer rojo no pasaría de ser un producto de consumo rápido, de calidad dudosa, destinado al público adolescente estadounidense; sin embargo, detrás de su propaganda se esconde una lectura más amplia, interesante e intimista, que muestra entre otras cuestiones la muerte de la inocencia, una de las primeras bajas de cualquier conflicto armado, aunque sea como en este caso una guerra ficticia rodada cuando aún no se vislumbraba el final de otra contienda que, aunque real, se libraba en la sombra o en localizaciones concretas del globo.


Partiendo de que se trata de una fantasía condicionada por su época, se pueden omitir aquellas cuestiones relacionadas con su posicionamiento patriotero, en el que prevalece la supuesta heroicidad de un puñado de adolescentes norteamericanos que se ven obligados a luchar contra el enemigo comunista que invade sus hogares matando o privando de libertades a los pacíficos miembros de su pequeña comunidad, quienes hasta entonces habrían vivido en la armonía y la inocencia a la que se pone fin en ese amanecer al que hace alusión el título. Con la pérdida de su cotidianidad, los vecinos del pueblo se sumergen en la pesadilla de contemplar como su sistema de vida se derrumba, sometidos por el militarismo opresivo del tan temido enemigo comunista que ha llegado para establecer un nuevo orden. No obstante, alejándose de este aspecto de la película, se descubre en
Amanecer rojo el estilo de un cineasta que tomó prestadas características del western y del cine bélico para seguir la adaptación de los muchachos a su nuevo entorno, donde se comprueba como pierden cualquier atisbo de su humanidad anterior, al dejarse arrastrar por un nuevo pensamiento en el que prevalece el rencor, la venganza y su capacidad para matar a sangre fría, aunque sea a uno de los suyos. De este modo se comprende que ya no se trata del instinto de supervivencia que habían mostrado al inicio, o de la obligación autoimpuesta de combatir al invasor mediante una guerra de guerrillas, sino de la pérdida de su propia esencia y de la implantación en sus mentes del odio que justifican en la presencia de una guerra que ellos no han iniciado, y que, como cualquier otra, no solo mata los cuerpos, sino también los espíritus de quienes se ven afectados por ella. A lo largo de Amanecer rojo se observa como paulatinamente el grupo se convierte en una una especie de manada salvaje que hace honor a su apodo, capaz de asumir cualquier acto bélico con tal de satisfacer su necesidad de instigar y eliminar al enemigo, cuestión que no pasa desapercibida para el piloto herido (Powers Boothe) que se une a ellos hacia la mitad del metraje. Este soldado profesional, que se descubre desencantado por una guerra que le separa de sus seres queridos, de sus esperanzas y de la inocencia que se pierde ante él, fue el escogido por Milius para insertar un discurso más interesante y menos partidista, aquel en el que se igualan las individualidades, ya sean de uno u otro bando, pues el pensamiento del aviador estadounidense se equipara al del coronel cubano (Ron O`Neal), en quien se descubre una decepción similar a la de aquel, provocada por la tristeza de encontrarse lejos de su familia y de su hogar, adonde puede que nunca regrese.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Zombies party (2004)


El pub es el centro de las actividades de Shaun (Simon Pegg), un zombie entre zombies, a quien le cuesta comprender que su vida no marcha hacia ninguna parte, como tampoco sospecha que su relación de pareja se ha visto afectada o infectada por su aceptación/sumisión a la rutina en la que vive, y en la que semeja encontrarse a gusto, pues en Shaun prevalece la negativa a asumir la madurez o las responsabilidades que podrían provocar diferencias entre un día y el siguiente. Este zombie no infectado se descubre con veintinueve años y sin más expectativas que la de tomarse unas pintas de cerveza en compañía de su inseparable Ed (Nick Frost), un tipo que ha asumido su condición de inmaduro vitalicio desde la sinceridad que le diferencia de los muertos vivientes que Zombies Party (Shaun of the Dead, 2004) muestra antes de que estalle la epidemia que a la postre despierta a Shaun de su letargo, y que le obliga a asumir tres responsabilidades básicas: visitar a su madre (Penelope Wilton), recuperar a Liz (Kate Ashfield) y arreglar su vida. Entre tantas comedias repetitivas, insulsas y carentes de gracia, Zombies party resultó una sorpresa divertida y gamberra, siendo la primera que Simon PeggEdgar Wright escribieron en conjunto. También sería la primera entrega de su trilogía “Cornetto de Tres Sabores", aunque bien mirado podría denominarse trilogía “del pub alienante", si se tiene en cuenta que, en cada uno de los films que la componen, el local se descubre como un espacio habitado por individuos que semejan haber caído en una vorágine de rutina y desidia. Además de las similitudes entre las tres películas, la trilogía presenta distintos enfoques genéricos para abordar un mismo tema que, entre otras cuestiones, plantea la pasividad, la inmadurez (o madurez) y la idea zombie que iguala sociedad de bienestar y sociedad de consumo.


En su apariencia genérica,
Zombies party se decanta por el cine de muertos vivientes, mientras que Arma fatal (Hot Fuzz, 2007) se expone desde el thriller policíaco y Bienvenidos al fin del mundo (The World's End, 2013) escoge la ciencia-ficción, pero en todas ellas la reflexión expuesta por Pegg y Wright se realiza desde una perspectiva desenfadada en la que el humor, los géneros y los referentes cinematográficos se mezclan para dar forma a divertidas gamberradas, como sería esta comedia en la que los zombies no son más que el reflejo de una juventud post-adolescente conformista y maleable, que acepta su pasividad como parte de la cotidianidad en la que se descubre como única idea existencial el que nada cambie. De ahí que cualquier plan que Shaun idea se antoja igual que el anterior, salvo por alguna pequeña variante como la de encerrarse en el pub Winchester en compañía de su amigo, a quien parece traerle sin cuidado cualquier cosa que no sea reírse con su colega, jugar con videojuegos, consumir "maría" y sobre todo continuar visitando ese bar que conoce y donde le permiten fumar. Pese a la imagen grotesca de Ed, semeja el único despierto entre tanto dormido, y lo parece porque inicialmente solo él (y puede que Liz cuando se muestra disconforme con su vida) asume realmente lo que quiere y lo lleva a cabo, aunque sea una postura tan cómoda como la de continuar viviendo eternamente como un adolescente sin responsabilidades, hecho que lo contrapone con la mayoría de los personajes que, deseando algo más, aceptan aquello que se les ha impuesto (o se han autoimpuesto) sin saber si es realmente lo que desean.

lunes, 17 de febrero de 2014

Los inconquistables (1947)



Gran parte de las superproducciones históricas sonoras realizadas por Cecil B. DeMille presentan una perspectiva que se aleja de la historia, pero es que el cine no es historia. Para él, era espectáculo, aunque, hoy, muchas de sus propuestas resultan acartonadas y, como tal, llevan a verlas con una sonrisa o con cierto desprecio, según quien contemple sus epopeyas, sus aventuras o sus películas bíblicas. En todo caso, fueron grandes obras cinematográficas —si se sitúan en su contexto, todavía lo son—, películas que llenaban las salas y que expresaban la visión cinematográfica y tradicional anglosajona de su realizador, uno de los pioneros que llegó a Hollywood y colaboró con sus largometrajes a crear un imperio: la Paramount. Uno de los grandes ejemplos sonoros de DeMille es Los inconquistables (Unconquered, 1947), que se inicia con una voz en off que ensalza a aquellos valientes que osaron internarse en un territorio salvaje para ensanchar las fronteras de "la civilización, la libertad y el progreso", sustantivos cuyo significado varía según la boca que los pronuncia. Si uno se detiene y reflexiona las palabras del narrador, podría descubrir que su idea resulta simplista y tergiversadora, pues omite los aspectos materiales que, a la hora de la verdad, prevalecen en la puesta en marcha de cualquier conquista territorial. Pero, aparte de que entonces la corrección política era otra, detenerse en un análisis del momento provocaría que el espectáculo perdiese su irrealidad, que es donde DeMille sitúa sus películas para dar una visión gloriosa, épica, hollywoodiense —término cuyo significado queda establecido con las producciones de DeMille, David Wark Griffith, Thomas Harper Ince y Allan Dwan, entre otros pioneros que crearon el cine espectáculo de Hollywood—. Da por hecho la colonización como medio de libertad y avance social, crea héroes y heroínas y los adentra en un mundo de peligros a superar, antes de alcanzar su victoria. No los precisa complejos, porque sus personajes no van dirigidos a un público complejo, sino a uno que busca divertirse, evadirse, sin complicarse ni enredarse en cuestiones que alejaría a la mayoría del cuento que se proyecta en la pantalla; y exigir un esfuerzo intelectual a la mayoría (incluso a él mismo) sería impensable en DeMille, cuyo cine iba dirigido al público mayoritario.


Ubicada su historia en la Norteamérica anterior al nacimiento de los Estados Unidos, en las cercanías de la futura ciudad de Pittsburgh (rica en yacimientos de hierro y carbón), no tarda en disiparse el discurso inicial en beneficio de la acción, que es donde mejor se maneja el cineasta, que no pretende salir de su patrón, así que juega sobre seguro. De ese modo, y pasando por alto algunos estereotipos que asoman por el film, prevalece el romance y la aventura, así como el enfrentamiento entre los dos antagonistas que son presentados en la cubierta del barco donde pujan por Abigail Hale (Paulette Goddard), la heroína a quien se descubre al inicio del film, cuando un tribunal de justicia la sentencia a escoger entre la horca en Inglaterra o la esclavitud en las colonias americanas. La escena del barco confirma la importancia argumental de la esclava, al tiempo que permite comprender que el enfrentamiento entre Howard Garth (Howard Da Silva) y Christopher Holden (Gary Cooper) nace de las intenciones y ambiciones del primero. Garth maneja a los indios, comercia con ellos, suministrándoles armas a cambio de pieles y otras riquezas, pero al mismo tiempo pasa por ser un respetado miembro de la sociedad a la que traiciona para tener acceso al dominio de todo el territorio. Este hecho crea la aversión que el capitán Holden siente hacia él, un punto de vista que DeMille trató de acercar al espectador desde la antipatía que el villano genera desde su aparición, cuando se obsesiona con Abby y emplea sus malas artes para conseguirla. Como consecuencia del engaño perpetrado por Garth, la condenada cae en el error de que el capitán es un embustero, y poco después aquel se convence de que ella es una aprovechada que ha preferido quedarse al lado del hombre a quien él pretende matar. Y tiempo tendrá para hacerlo, pues los destinos de los tres personajes se cruzarán una y otra vez dentro de un medio hostil donde los indígenas asolan los puestos fronterizos, amenazando las vidas de aquellos a quienes el título hace alusión, y que según el narrador serían los hombres y mujeres que llevarían la libertad a esos confines que no tardarían en ser colonizados. Pero olvidando esta manera simplista de enfocar la historia, no se puede negar la calidad que atesora Los inconquistables, como tampoco la de su acertada puesta en escena, que apenas se detiene en cuestiones ajenas a la aventura que domina la mayor parte del metraje, que se descubre repleto de aciertos que posteriormente influirían en otras producciones que tratarían situaciones similares, sin ir más lejos, la parte final del film se deja notar en alguna de las escenas que Michael Mann expuso en su exitosa versión de El último mohicano (The Last of tMohicans, 1991).

sábado, 15 de febrero de 2014

Amadeus (1984)



Entre las películas rodadas por Milos Forman en la antigua Checoslovaquia se encuentran comedias como Pedro el negroLos amores de una rubia o ¡Al fuego, bomberos!, en las que se descubre su intento por mostrar a personas corrientes, que en su conjunto conformaban la sociedad de su país natal, aunque desde una perspectiva poco frecuente (en ocasiones apoyándose en situaciones satíricas y surrealistas), que abogaba por innovaciones con respecto a lo establecido por el cine anterior. Y si pudo hacerlo fue gracias a que, por aquel entonces, la nación centroeuropea se encontraba inmersa en un lento proceso de apertura política que se alejaba de la impuesta años atrás por la influencia totalitaria soviética. Este hecho provocó una mayor libertad de expresión, que fue aprovechada por distintos ámbitos culturales, entre ellos el cine, para mostrar la realidad en la que vivía el país, pero desde un punto de vista rupturista y vanguardista. Aunque este alejamiento de la línea ideológica soviética no debió de ser del agrado de los miembros del politburó, pues en 1968 decidieron cortar por lo sano y enviaron tropas y tanques a pasear por toda Checoslovaquia, y por supuesto por las calles de la bella Praga. Con aquella contundente manera de negociar se puso fin al breve periodo de libertad de expresión, durante el cual jóvenes directores como Ivan Passer, Jiri MenzelJaromil Jires o el propio Milos Forman rompieron con la narrativa cinematográfica (ideológica) anterior, provocando la que se considera la época dorada del cine checoeslovaco. Poco después, Forman, que se encontraba en Francia, emigró a los Estados Unidos, donde con su segunda película norteamericana alcanzó un éxito rotundo, pero también el olvido paulatino de su obra anterior por parte del público en general, que suele recordar sus producciones hollywoodienses (a las que se tiene mayor acceso), entre las que cuentan Alguien voló sobre el nido del cuco, Ragtime, Man on the Moon o este lujoso film, que más que un acercamiento histórico a la figura de Mozart, presenta el desvarío de un anciano atormentado por su mediocridad musical respecto a la grandeza artística del compositor de Salzsburgo, en quien descubre a un músico a contracorriente, cuyo talento desea para sí.


Antonio Salieri (F. Murray Abraham) se confiesa desde el centro psiquiátrico donde se le retiene después de su intento de suicidio. Allí se le observa desde la derrota existencial mientras habla de sus años como compositor en la corte del emperador austriaco (Jeffrey Jones). Desde sus palabras se accede a la figura de su rival, pero también al enfrentamiento que el propio Salieri mantiene consigo mismo y con la divinidad a la que culpa de haber otorgado a Amadeus la genialidad que el le había rogado para sí. Por ello envidia y admira al autor de Las bodas de Fígaro, alguien diferente tanto en su personalidad como en su innovadora visión musical  Como consecuencia, el músico italiano se convierte en el eje de un relato subjetivo, alterado por su manera de entender los hechos que expone desde sus recuerdos, que descubren a Mozart como un ser infantil dominado por la figura paterna, circunstancia que posibilita la venganza del músico italiano, frustrado y derrotado por la imposibilidad de alcanzar aquello que siempre ha anhelado. Con el planteamiento expuesto por Forman se comprende que Amadeus no busca la rigurosidad histórica de sus personajes, ya que estos nacen de de la subjetividad del italiano, quien idealiza, al tiempo que odia, a ese otro compositor en quien descubre una brillantez inigualable, y la incompetencia en otros aspectos de la vida, de los que se aprovecha para acceder a sus fines, que no serían otros que destruir a aquel a quien admira.

viernes, 14 de febrero de 2014

Sahara (1943)

Como película bélica deudora de su época, Sahara ofrece una imagen partidista que se decanta por presentar a los soldados alemanes como fieles seguidores de la intolerante doctrina de sus líderes, y a los aliados como héroes expuestos a sufrir una situación que no han provocado, pero en la que, sin dudarlo, se sacrifican por una causa justa. Dicho sacrificio les convierte en personajes que destacan por su humanidad y por sus ideales, y entre ellos, la figura del sargento Joe Gunn (Humphrey Bogart) se erige en líder del grupo que deambula perdido por el desierto, donde, aparte de su valor como soldado, descubre su lado compasivo y justo, al aceptar entre los suyos a dos enemigos con quienes deben compartir el agua que escasea tanto en las cantimploras como en la inmensidad de arena que se antoja infinita. Sahara, como su nombre da a entender, se desarrolla en el desierto africano durante la campaña del norte de África que se llevó a cabo en la Segunda Guerra Mundial, más en concreto en Libia, donde la dotación de un tanque estadounidense deambula desorientada tras enfrentarse al enemigo. Lo mismo les sucede a los ingleses y al soldado francés que poco después se unen a ellos en un punto indefinido de la aridez que les rodea; pero éstos no son los últimos en adherirse al pequeño contingente. Poco después también lo hacen un sargento sudanés (Rex Ingram) y su prisionero italiano (J.Carrol Naish), para más adelante aumentar el número con el piloto alemán (Kurt Krueger) que les ataca antes de que caer derribado. En este capitán germano se concentra la villanía del régimen que defiende, cuestión que queda perfectamente expuesta desde su aparición. Algo similar ocurre con el soldado italiano, a quien se descubre como un tipo sumiso, que representaría la postura italiana con respecto a la alemana, pero a lo largo del film se le exculpa porque, al fin y al cabo, no es más que una marioneta privada de la capacidad de elegir, por lo que se le concede un trato digno que nunca llega a concederse a los alemanes que tienen alguna presencia relevante en la trama, ya sea el piloto, los dos soldados a quienes apresan en las ruinas donde se atrincheran, o el comandante que no duda en ordenar disparar sobre el enviado aliado segundos después de un alto el fuego. De modo opuesto se define a los estadounidenses e ingleses, así como al sargento sudanés o a Leroux (Louis Mercier), el cabo francés, incapaz de olvidar que su país está ocupado por ese enemigo carente de cualquier rasgo humano; de tal manera que todos ellos se desvelan como la imagen de las libertades y de los derechos que el régimen opresor pisotea por medio mundo, y como representantes de las buenas causas optan por enfrentarse, en los alrededores de un pozo similar al empleado por John Ford en La patrulla perdida, a todo un batallón alemán que se dirige hacia El Alamein. En este punto queda claro que Gunn y sus muchachos no lo hacen por su deber como soldados, sino porque son conscientes de que, como hombres libres que luchan por una causa justa, su sacrificio concederá un tiempo vital para que las fuerzas aliadas organicen la defensa que permitirá frenar el avance del Afrika Korps, representante en el continente africano de ese demonio ideológico que debe ser vencido aunque para ello deban entregar sus vidas.

jueves, 13 de febrero de 2014

Don Camilo (1952)



Finalizada la Segunda Guerra Mundial algunos de los países implicados vieron como la ansiada democracia se imponía dentro de sus fronteras, y con ella la posibilidad de ejercer el derecho al voto en unas elecciones libres y cuyos resultados, como de costumbre, no serían del gusto de todos. En este entorno de posguerra, dominado por la carestía y la reconstrucción, se descubre que en una pequeña localidad del norte de Italia el sufragio universal acaba de otorgar la soberanía del pueblo al partido comunista liderado por Peppone (
Gino Cervi), algo que naturalmente disgusta al párroco local, conocido por todos como don Camilo (Fernandel). Pero la contrariedad del sacerdote no proviene de sus ideas políticas ni de sus creencias religiosas, sino de la eterna rivalidad que le distancia y une a su vecino comunista, un tira y afloja tras el que se esconde una amistad que no pueden disimular a pesar de sus continuos enfrentamientos, que en ocasiones sobrepasan la dialéctica política o teológica para convertirse en asuntos pugilísticos. Como se comprende desde su primera intervención, el bueno de don Camilo no representa la imagen de cura ortodoxo, quizá porque se le observa beligerante o porque poco después se muestra dialogante, aunque ésto solo con la figura del Cristo que le reprocha su comportamiento en la iglesia. A este icono le comenta sus inquietudes, incluso le hace participe de sus protestas, pero intenta esconderle las artimañas que emplea para desprestigiar a su eterno oponente, como éste también hace con él, aunque con la desventaja de no saber escribir correctamente, y ésto le acarrea algún que otro quebranto debido a su condición de alcalde. En el pueblo filmado por Julien Duvivier se descubren aspectos reales de la posguerra como el hambre o el enfrentamiento entre clases, siendo este último el que marca la cotidianidad en la que viven ambos amigos, y con ellos sus respectivos bandos, aparentemente irreconciliables. Sin embargo con la relación amorosa que surge entre Gina (Vera Talchi), joven de familia conservadora, y Mariolino (Franco Interlenghi), militante del partido en el poder, se demuestra que ambas facciones pueden convivir en un mismo espacio, y además, si se trata de ayudar a dos jóvenes enamorados, los dos enemigos se ponen de acuerdo, aunque sin olvidar sus pequeñas y grandes disputas, nacidas de la tradición o costumbres, de ideas preconcebidas o simplemente de la satisfacción que les proporciona el pelearse cada día. Pero por muchas peleas que mantengan, son conscientes de que su unión se encuentra por encima de las ideologías que representan y que, como ellos, tratan de limar asperezas en un campo de fútbol donde la tendencia sería la de acabar en medio de una batalla campal antes de perseguir al árbitro que ha sobornado el alcalde, porque su oferta fue superior a la realizada por un religioso fuera de sí, ya que si algo tiene el bueno de don Camilo es su mal perder en el juego que se trae con el honorable Peppone.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Tarántula (1955)


La ciencia, signo de progreso, de repente también se transforma en posibilidad de destrucción masiva. Las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki lo confirman y las pruebas nucleares lo reafirman. En el cine, una de estas pruebas despierta a Godzilla, monstruo de tiempos remotos que amenaza en la era atómica para insistir en los peligros del uso bélico del átomo. El film de Ishiro Honda advierte al tiempo que divierte. Se trata de una combinación que funciona en su mezcla de fantasía y tono documental, un tono que le aleja del romanticismo de King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933) y abre nuevas vías para el cine de monstruos gigantescos que aparecen como consecuencia de la ciencia empleada con fines militares o debido a la experimentación científica. Sea consecuencia de una u otra, el ser humano empequeñece y se encuentra indefenso ante la “realidad” que asoma en la pantalla de la ciencia-ficción de la década de 1950. Durante ese decenio proliferan los “bichos” letales más allá de los cazadores de brujas de uno y otro lado del telón de acero. En el cine, los “bichos” hacen las delicias del público que acude a las salas para dejarse asustar y sorprender por ellos. Panic! Amazing! Terrifying! Son las monstruosas criaturas que amenazan a los personajes de reparto, pues el protagonismo recae en los monstruos, al menos como el principal reclamo publicitario de este tipo de producciones, las cuales, en ocasiones señaladas, como sucede con Godzilla, son algo más de lo que su apariencia indica. En ellas se cuela algo de realidad o, cuando menos, algunas cuestiones que preocupan en la realidad de fuera de la pantalla: la guerra fría, el poder del átomo, el envejecimiento y la esperanza de vida humana, la mortalidad, la superpoblación, la insignificancia frente al universo de dimensiones desconocidas, la angustia que, aun acallada por las drogas, los espectáculos o una vida dedicada esclusivamente al trabajo y a acumular bienes innecesarios, pero placenteros, no deja de manifestarse... En todo caso, parece que coinciden en tomar la ciencia como la excusa que pone en marcha las aventuras que proponen a partir del poder creativo y destructivo de la ciencia, en menor o mayor escala, así como asoma la figura del científico que, buscando crear, puede llegar a destruir.


Esa doble cara de la ciencia desvela pros y contras, y a estos se ha de enfrentar la humanidad en peligro y, en particular, el científico que se erige en salvador, después de caer en la cuenta de haber sido parte responsable. No siempre sucede así, puesto que existen variables: científicos locos (“mad doctor”), otros que se ven superados por su ambición y aquellos que solo son héroes. En todo caso, hay ejemplos dispares, sin ir más lejos en dos producciones de James Whale: El doctor Frankenstein (1932) —buscando la inmortalidad, en un mundo donde ya no existe la certeza de una divinidad que prometa la vida eterna, Frankenstein juega a ser dios—, y en El hombre invisible (The Invisible Man, 1933), cuyo hombre de ciencias, en su intención de ayudar al mundo, acaba destruyéndose tras hacernos pasar un buen rato (al menos, en mi caso). El primero es un tipo aparte, pero el segundo sirve de prototipo que anuncia la llegada del científico cinematográfico que se pone de moda más adelante, aquel que prueba consigo mismo y sufre las consecuencias, un científico que puede ser del tipo Jekyll, con el que entraríamos en un terreno de intimidad dual y compleja, el modelo Metrópolis (Fritz Lang, 1927), la razón (sin emoción ni corazón) controladora de la sociedad, o como el profesor de ¡Tarántula! (Tarántula!, Jack Arnold, 1955), cuya ambición no es egoísta, al contrario, nace de su búsqueda de beneficiar a la humanidad. Y aquí entra la realidad en la pantalla, puesto que su investigación tiene un fin concreto, que sería y es una preocupación a nivel mundial: la alimentación y la superpoblación mundial. Ante este problema surge la necesidad de experimentar en busca de soluciones para futuras hambrunas. Encontrar nutrientes se hace prioritaria, pues hay que dar de comer a todo el planeta sin que este se resienta. Aparte de quimera, esto también funciona como excusa para la ciencia-ficción, para situar en ella a científicos que, buscando salvar al mundo, lo ponen en peligro creando otros monstruos gigantes que se convierten en clásicos de la ciencia-ficción cinematográfica de los años 50, cuando Jack Arnold se convierte en uno de sus mejores exponentes cinematográficos. Hay algo más que apariencia en los films de Arnold, pero sabe introducir sus temas sin que llamen la atención y la aparten de la acción.


El desierto, espacio recurrente en la ciencia-ficción cinematográfica de la década de 1950, asoma en Vinieron del espacio (It Come from Outer Space, Jack Arnold, 1953), en La humanidad en peligro (Them!, Gordon Douglas, 1954) o en Tarántula, cuyo arranque se produce en una aridez desértica similar a la expuesta por Douglas en su mítica película. Así, Arnold abre su film a un paraje desolado, amenazante, donde surge una figura solitaria, víctima de una extraña mutación que no tarda en provocar su muerte. Este fallecimiento, sin explicación aparente, plantea los interrogantes a los que el doctor Matt Hastings (John Agar) no encuentra respuesta. Carece de explicación científica, ni se precisa para lo que se verá a continuación, pues se trata de una producción de serie B que no busca explicaciones científicas, sino que pretende entretener. Pronto se comprende que el cuerpo desfigurado no es un extraño, sino uno de los colaboradores del profesor Deemer (Leo G. Carroll), el científico que, en la soledad del desierto, investiga, desarrolla y experimenta con un nutriente que acelera el crecimiento de los organismos vivos. Aunque su intención sea loable, al menos eso se interpreta cuando dice que intenta resolver el problema de una hipotética hambruna futura, no comprende que experimenta con algo que, como mandan los cánones del género, se le escapa de las manos, como también les ocurre a otros científicos tan destacados de la sci-fi como podrían ser los de El cerebro de Donovan (Donovan’s Brain, Felix E. Feist, 1953) o La mosca (The Fly, Kurt Neumann, 1958). Y como sucede con los proyectos en los que trabajan estos hombres, obsesionados con sus estudios científicos, el experimento de Deemer acaba convirtiéndose en un peligro mortal cuando él y su otro ayudante forcejean en el laboratorio, donde, entre otros objetos, se rompe la jaula de cristal de la que escapa una tarántula en pleno desarrollo, y que, libre por fin, estirará las patas sembrando el pánico por la zona. Hasta este instante el peligro parece provenir de la figura del científico, hecho que parece catalogarlo dentro del grupo de los mad doctors, sin embargo, hacia el último tramo del metraje, su presencia pierde importancia en beneficio del arácnido, el verdadero enemigo al que se enfrentan Hastings y compañía, aunque con sus medios se ven incapaces de destruir a una criatura de tamaño descomunal, lo que provoca la intervención de las fuerzas aéreas comandadas por un piloto interpretado por aquél que, años después, alcanzaría la fama al prestar su rostro al hombre sin nombre de los westerns de Sergio Leone. Aludida la fugaz presencia de Clint Eastwood en Tarántula, decir que la historia narrada por Arnold se expone de manera sencilla, pero esta aparente simplicidad argumental es la que realza el encanto de una película en la que se mezcla la figura del "científico loco", obsesionado y entregado a su labor, con la amenaza que supone ver en la línea del horizonte a una criatura de ocho patas que crece proporcional al menguar del increíble protagonista de la mejor producción de Arnold.



martes, 11 de febrero de 2014

El último emperador (1987)


Si alguien gusta de numerar las curiosidades relacionadas con las películas, probablemente dirá que 
El último emperador (The Last Emperor, 1987) pasa por ser la primera película occidental de ficción rodada en el interior de la Ciudad Prohibida, y después quizá exprese que ganó tantos premios y que se trata de la adaptación que Bernardo Bertolucci realizó sobre la autobiografía que el propio Pu-Yi escribió hacia el final de sus días. Bien, el curioso imaginario ha cumplido su función de introducir el comentario sobre esta biopic sobre el emperador chino, el último, centro de atención de las tres horas de metraje de un film que lo descubre como un individuo condenado a ser una marioneta del destino y de los intereses dominantes en cada una de las etapas en las que el cineasta italiano detuvo su atención (ya fuese a la temprana edad de dos años, cuando es apartado de su madre para ser entronizado, o mucho tiempo después, cuando los japoneses lo utilizan como monarca-títere de Manchukuo, nombre asumido por el país surgido en la Manchuria ocupada). El último emperador se inicia en la década de 1950, con el intento de suicidio de un hombre condenado por el régimen comunista a permanecer en una prisión estatal hasta que sea declarado útil para la nación. Pero este individuo no es uno más entre los centenares de presos sometidos al intenso programa de condicionamiento con el que se pretende que algún día sirvan a la nueva ideología. Dentro de este ambiente carcelario Pu-Yi (John Lone) se muestra sumiso, aunque niega las evidencias de las que se le acusa. No obstante, en la intimidad de su celda, se le descubre rodeado de criados que cumplen sus deseos como si para ninguno de ellos nada hubiese cambiado respecto al año 1908, cuando el prisionero no era más que un niño de dos años que llegó al palacio imperial para ser proclamado <<Hijo del cielo>> y <<Señor de los diez mil años>>. Mediante el uso de los saltos temporales, que una y otra vez regresan al presente del emperador destronado, encarcelado y obligado a responder de crímenes contra el pueblo chino, se descubren instantes vitales como su separación forzosa de la figura materna, su vida dentro de la Ciudad Prohibida, donde crece convencido de su poder sobre los demás, sus relaciones sentimentales con sus dos esposas o el encuentro con Reginald Johnston (Peter O'Toole), quien, convertido en su tutor, observa en el joven monarca a un esclavo del mundo ficticio y aislado en el que vive. Con la sucesión de hechos e imágenes se comprende que el tiempo transcurre privándolo de aspectos básicos: infancia, amistad, compañía de otros niños o el calor de una familia, siendo su único y dudoso consuelo un rango que únicamente le proporciona soledad, que se ve potenciada por la silenciosa presencia de eunucos adiestrados para cumplir cuanto se le antoje. A este muchacho, aparentemente todopoderoso y occidentalizado, se le niega la libertad al serle impuesta su privilegiada posición, desde la que se moldea tanto en pensamiento como en comportamiento. Pero los cambios políticos y sociales se suceden imparables, instaurando en China una república, aunque esta nueva situación política no le libera, sino que le retiene como símbolo dentro de los muros donde se hace adulto sin poder elegir o sin poder contactar con el exterior. Por aquel entonces la educación del joven monarca se completa con la presencia del británico, que se convierte en una especie de amigo que siembra en el muchacho la necesidad de traspasar los muros de la Ciudad Prohibida, pero a esas alturas las cadenas de Pu-Yi son inquebrantables, pues nacen de su sentimiento de superioridad y de su necesidad de recuperar la posición que cree corresponderle por derecho. El último emperador transcurre en un constante aprendizaje, pero también en el castigo que Pu-Yi sufre desde su coronación hasta que, convertido en un anciano jardinero, se le considera reeducado y listo para servir a una nación en la que continúa dominando la inestabilidad social.

domingo, 9 de febrero de 2014

No hagan olas (1967)



Retirado de la dirección desde 1967, Alexander Mackendrick se mostraba reacio a la hora de hablar de la que fue su última película, que también fue la gota que colmó su paciencia ante las constantes intervenciones de los productores, más interesados en otras cuestiones que en los aspectos personales y artísticos que primaban en su idea de hacer cine. Esta circunstancia le decidió a apartarse del medio en el que había realizado obras maestras de la talla de Sammy, huida hacia el sur o Viento en las velas y dedicarse a la docencia en el Californian Institute of Arts y posteriormente en el National Film School de Inglaterra. Pero ni su desencanto ni las intromisiones en No hagan olas (Don't Make Waves, 1967) entorpecieron su capacidad para reflexionar, desde el humor y la ironía, sobre entornos sociales como el que se descubre en esa costa californiana donde se desarrolla el film. Desde esta perspectiva, que si bien dista de sus comedias británicas, No hagan olas no desentona dentro de la corta y estupenda filmografía del director de El hombre del traje blanco, ya que, al igual que sus sátiras más reconocidas, parte de una situación en apariencia amable, pero que se torna corrosiva y agria al adentrarse en aspectos sociales y personajes que, en este caso concreto, son claros exponentes de la filosofía del todo vale. Tanto Carlo Cofield (Tony Curtis) como Rod Prescott (Robert Webber) son individuos a quienes no les preocupan los medios a emplear si éstos les proporcionan las satisfacciones que siempre buscan. Pero entre ambos, Cofield se convierte en el mejor ejemplo del depredador que no duda en medrar aprovechándose de las debilidades de quienes le rodean; por ello no se lo piensa a la hora de valerse del desliz matrimonial de Rod, quien se ve en la obligación de aceptar su juego porque teme que su esposa (Joanna Barnes) descubra que la engaña con Laura Califatti (Claudia Cardinale). En apariencia, esta joven italiana parece inocente y despistada, aunque si se observa con detenimiento se comprende que tampoco ella desentona dentro de esa jungla en la que acepta su relación clandestina porque le proporciona privilegios que de otro modo no conseguiría. Para limpiar su conciencia la antigua aspirante a actriz asume como válidas las palabras de su amante, que lamenta no poder abandonar a su señora porque la pobre se encuentra gravemente enferma. Sin embargo, la realidad que se descubre en las imágenes dista de la que ellos pretenden aparentar, pues este caradura, a parte de mentir, no tiene intención de abandonar a nadie, y menos a su mujer, porque de hacerlo perdería la presidencia de la agencia de piscinas que dirige, la misma empresa en la que Carlo entra a trabajar después de insinuarle la posibilidad de un chantaje. Inicialmente, el trepa de Cofield es presentado como la víctima de una screwball comedy del estilo de las interpretadas por Cary Grant para Howard Hawks, ya que su accidental encuentro con Laura parece presagiar que él será el centro de una serie de confusiones y vejaciones nacidas del despiste de esa mujer que le deja sin nada más que lo puesto. No obstante, tras los primeros compases en los que Carlo padece una situación que le denigra, el joven no tarda en mutar y mostrarse como un manipulador de primer orden que no piensa desaprovechar la ventaja de conocer la verdad sobre Rod. Conseguido su primer objetivo, el nuevo empleado alcanza mayor vileza cuando trata de lograr el segundo, que vendría a ser el de satisfacer el deseo sexual que en él despierta Malibú (Sharon Tate), la novia de Harry (David Draper), el culturista inocente y de pocas luces que se deja engañar fácilmente. A pesar de su comportamiento poco escrupuloso, Carlo Cofield nunca llega a resultar un personaje odioso, quizá porque el mundo donde habita todos actúan como él, salvo las raras excepciones de Harry y Malibú, víctimas inocentes de un hombre que busca satisfacer sus deseos carnales y materiales. Pero este ser maquiavélico solo es uno más dentro de una sociedad en la que priman la imagen, los deseos materiales o el ocultar frustraciones y fracasos como el que se descubre en Laura, pues acepta su relación no por amor sino porque le permite olvidar su fracaso como actriz. De modo similar actúa la señora Prescott, quien ante la falta de relaciones íntimas en su matrimonio descubre en el nuevo empleado el atractivo que ya no distingue en su marido, quien muy a su pesar también acaba siendo manipulado porque teme perder la posición que mantiene empleando mentiras y engaños.

sábado, 8 de febrero de 2014

Así empezó Hollywood (1976)


Aunque no sea el mejor título de la filmografía de Peter Bogdanovich, Así empezó Hollywood (Nickelodeon, 1976) define a la perfección su pasión por el cine, como también lo hacen sus libros sobre Fritz Lang (Fritz Lang en América), John Ford (John Ford) u Orson Welles (Ciudadano Wells), o cualquiera de sus primeras películas, en las que se descubren homenajes como el protagonismo de Boris Karloff en El héroe anda suelto (Targets, 1968), las secuencias de Río Rojo (Red River, 1948) en La última película (The Last Picture, 1971) o su revisión de la screwball comedy hawksiana en ¿Qué me pasa doctor? (What's Up Doctor?, 1972). Pero si en estas tres producciones el gusto del cineasta por lo clásico se presenta de forma indirecta, en Así empezó Hollywood su homenaje se convierte en el motor visible de una película que acerca los orígenes del cine, cuando el cinematógrafo no era más que un espectáculo de feria proyectado en barracas, almacenes o teatros que, debido al precio de la entrada, empezaron a conocerse por el nombre de nickelodeones. Pero este nuevo entretenimiento, inicialmente visual, no tarda en convertirse en un negocio lucrativo y, como tal, los intereses económicos marcan su presente y su futuro industrial. Para ubicar el contexto histórico, el film se abre con un rótulo explicativo que informa de la guerra de patentes que enfrenta al monopolio formado por las grandes compañías —unidas para controlar el mercado del nuevo medio— con los productores independientes, como serían los Carl LaemmleWilliam Fox, Jesse LaskyAdolph Zuckor, Marcus Loew o Samuel Goldwyn, por citar algunos de los pequeños empresarios que, para alejarse del conflicto, asentaron sus compañías en la localidad californiana donde años después crearían las majors que la convirtieron en el centro de la industria cinematográfica mundial. Mientras se producía el enfrentamiento con el monopolio, estos y otros empresarios y cineastas produjeron películas como las que ruedan los personajes de esta comedia que, si bien se muestra irregular en su narrativa, cumple con su intención de homenajear a los pioneros, conocidos y desconocidos, que hicieron posible el desarrollo del lenguaje cinematográfico, entre quienes contaban Allan Dwan
Raoul Walsh, dos cineastas imprescindibles a quienes Bogdanovich agradeció su labor en los créditos finales.


Con desenfadado y con amor al medio, 
Así empezó Hollywood expone una visión cómica de aquellos primeros años, centrando su atención en individuos que por casualidades del destino (y de unas maletas) se encuentran en esa California de la década de 1910. Uno de ellos, Leo Harrigan (Ryan O'Neal), es un abogado que, tras su accidental contacto con el productor independiente H. H. Cobb (Brian Keith), se convierte sin pretenderlo en guionista y posteriormente en director, al ser enviado por su jefe al oeste para que se haga cargo de la filmación de una de sus producciones. A su llegada a California, a Harrigan se le observa desorientado, sensación que aumenta cuando contempla la aridez del paisaje que le rodea y la apatía del pequeño grupo de actores, actrices y técnicos que no saben qué hacer con su tiempo, salvo reírse de él, pues ni tan siquiera sabe dónde ubicar la cámara. Sin embargo, durante su estancia en el pueblo californiano, se observa su evolución y la de su equipo, y cómo no, la del medio cinematográfico en el que se asienta, pero también donde acaban absorbidos por los grandes que empiezan a conquistar y a construir lo que acabaría siendo la meca del cine. Pero esta es otra historia, que se iniciaría con el final de una película que mira hacia atrás para mostrar una época durante la cual el cine no era más que un recién nacido que buscaba su lugar en el mundo, de la mano de un puñado de aventureros que se embarcaron en un nuevo medio de expresión que evolucionó para dar cabida al slapstick de Mack Senneck, a los westerns de Thomas Harper Ince o a la visión cinematográficas de David Wark Griffith, quien, a pesar de la censurable ideología de algunos de sus films, aportó la grandiosidad y el ritmo narrativo que pusieron punto y final a aquellos primeros años de Hollywood.

viernes, 7 de febrero de 2014

Trampa 22 (1970)


No intento alejarme ni acercarme a lo que se entiende por objetividad, sino que me dejo llevar aceptando que, condicionado por influencias diarias, por la cuna y la genética, me formo de ideas ajenas y propias respecto a aquello que observo y siento. Quizá debido a ello, prefiero escribir desde la subjetividad con la que me identifico, y desde la cual, para bien o para mal, interpreto el cine, la literatura, el sonido de una corriente fluvial, la sombra de un árbol y otros aspectos del arte y de la naturaleza, así como de la vida. Pero, más allá de criterios y preferencias personales, con las que se puede estar de acuerdo o en desacuerdo, en ocasiones observo como múltiples maneras individuales de entender una parte o un todo confluyen en un punto común que podría considerarse como una especie de objetividad; y si me atengo a esto, he de suponer que quienes hayan leído Trampa 22, y visto su adaptación cinematográfica, coincidirán a la hora de señalar que la película no transmite la esencia de la obra de Joseph Heller. Como ocurre en tantas otras novelas, la dificultad radica en la complejidad y en la riqueza de lo expuesto, en este caso una trama repleta de continuos saltos temporales y de un marcado surrealismo que mana de cada uno de los numerosos e imprescindibles personajes que Heller ubicó en la Italia de la Segunda Guerra Mundial, en su mayor parte en un campo de aviación donde el desencanto, la desesperanza, la injusticia, se ponen de manifiesto a través del corrosivo sentido del humor del autor. Pero a lo largo de las páginas se puede descubrir otra visión, más allá del ámbito marcial, aquella que define las personalidades que se mueven por el aeródromo donde Milo representa la imagen del capitalista extremo. Ni mira con quién negocia ni cómo lo hace. Para él no existe más batalla que la de obtener beneficios, sin importarle que en ocasiones deba sacrificar las vidas de sus compañeros. Vive su sueño americano. Algo similar sucede con los mandos, ineptos, egocéntricos, sumidos en su rivalidad y en medrar a costa de sus subordinados, ya sean los pilotos a quienes envían constantemente a la muerte o los oficiales como el capellán, que no encuentra respuestas en su fe, y el mayor Coronel, quien sin desearlo es obligado a asumir una responsabilidad que le supera…


Al contrario que en la película, en la narración todo tiene su razón de ser, por eso nada sobra ni nada falta, porque cada personaje, circunstancia o situación son necesarias para entender su conjunto, y quizá esta amplitud de matices o contenido fue un reto imposible tanto para Buck Henry (en calidad de guionista) como para Mike Nichols (en labores de dirección) a la hora de trasladar la historia a la pantalla. Así pues, una vez vista Trampa 22 (Catch-22, 1970), se comprende que la comicidad que desprende se basa en la simplificación y omisión del humor negro y crítico que acompaña al lector durante una lectura que crea un vínculo entre aquel y Yossarian (Alan Arkin), el personaje-eje del relato, y por supuesto del film. Este capitán, ascendido y condecorado por la incompetencia de sus superiores, se confirma como el individuo más cuerdo dentro del manicomio bélico que semeja el campamento, donde, tras decenas de misiones, comprende que lo único que tiene sentido es salvar la vida, que en ese momento se encuentra en manos del coronel Cathcart (Martin Balsam), quien, amparado por la "trampa 22", aumenta constantemente el número de bombardeos a realizar, simplemente por su necedad y su necesidad de satisfacer su ego, y también su deseo de ascender a general. Esta "condición 22" es un sinsentido creado para obligar a los soldados a ser marionetas prescindibles, empleadas por generales y coroneles cuyos comportamientos evidencian las imperfecciones tanto del sistema como de la guerra en sí misma. Aunque este punto, como tantos otros, queda desfigurado en una película que ni capta ni transmite aquéllo que Heller expuso de forma brillante en las líneas de su sátira. Y desde este punto de vista, Trampa 22 es una mala adaptación, aunque, si dejo a un lado este aspecto, la película tampoco funciona, pues su ritmo narrativo se pierde en vanos y forzados esfuerzos por provocar situaciones ácidas que acaban poniendo de manifiesto la irregularidad de un film que las simplifica al máximo, lo cual provoca que lo expuesto, además de quedar sin definir, cree la sensación de estar contemplando una parodia bélica y no una comedia de elevada carga antibelicista.