El viajero temporal de H.G.Wells no se detiene hasta llegar al año 802.701 mientras que el de George Pal realiza tres paradas en momentos puntuales del siglo XX, dos de ellas durante las guerras mundiales que marcaron la primera mitad de la centuria y una tercera en 1966, cuando se produce el holocausto nuclear del que el inventor escapa gracias a su máquina del tiempo. Esta diferencia entre el original literario y su adaptación cinematográfica conlleva que el punto crítico para el porvenir de la humanidad se encuentre en los conflictos bélicos (la guerra fría continuaba amenazando la estabilidad mundial), que se repetirían a lo largo de los siglos hasta provocar el futuro que el personaje interpretado por Rod Taylor descubre poblado por dos especies humanas, los eloi y los morlock. Esta postura se distancia de la que da forma a la novela, ya que en esta, el nacimiento de ambas razas se produce como consecuencia de las diferencias sociales y la acomodación de la clase trabajadora y la burguesa a la cotidianidad estamental, la cual acabaría provocando el alejamiento entre ellas y la extinción de la especie tal como la conocía el protagonista anónimo del libro de Wells. Pero, aparte de las licencias creativas e ideológicas que nacen del momento de su rodaje, El tiempo en sus manos (The Time Machine) se desarrolla en su práctica totalidad durante el flashback que engloba la increíble historia que el anfitrión (Rod Taylor) narra a sus invitados, quienes lo escuchan incrédulos después de observarlo magullado y exhausto. Mediante el acertado empleo de la fotografía ultrarápida, acelera el movimiento de un caracol, el consumo de una vela, las vertiginosas puestas y salidas de sol o los cambios de vestuario en el maniquí que el inventor observa a través del ventanal, se descubre el avance de días, semanas, meses, años, así como el aumento de la curiosidad de aquel por conocer los logros alcanzados por la civilización. A pesar de que sus tres primeras paradas no resultan alentadoras, cuando el osado accede al futuro lejano descubre un mundo rico en vegetación, sin rastro de guerras y poblado por jóvenes ociosos que disfrutan de cada día en armonía; aunque pronto comprende que esos mismos seres han olvidado parte del pensamiento racional que él esperaba encontrar potenciado. Ante tal contrariedad, el hombre del pasado reacciona renegando de los eloi, a quienes considera responsables de permitir que el esfuerzo y los logros de la humanidad se hayan perdido para siempre. En ese instante de desengaño, el pionero temporal desconoce la existencia de una segunda especie, con la que contacta después de que su máquina desaparezca en el interior de la efigie en la que finalmente se introduce para recuperarla. Resulta curioso que entre los eloi no haya más que hombres y mujeres de piel clara y cabellos rubios, cuando en esa supuesta época futura los rayos solares incidirían con mayor fuerza sobre la superficie terrestre, pero esta cuestión no llama la atención del erudito, que centra su esfuerzos en recuperar su máquina y en rescatar a Weena (Yvette Mimieux), la muchacha que le demuestra que en ese futuro inesperado aún se conservan sentimientos tan humanos como el amor, el temor y la curiosidad. Pal, que siete años atrás había producido otra destacada adaptación de Wells, prescindió del pesimismo de la novela para dar forma a este clásico de la ciencia-ficción que, por ajustes presupuestarios y del guión, omitió algunos momentos puntuales del original literario como la estancia en el museo, la posterior huida por el bosque o el viaje más allá de ese 802.701, para centrarse en las experiencias que el aventurero comparte con los jóvenes a quienes finalmente libera de las garras de la raza subterránea que los viste y ceba hasta que alcanzan la madurez adecuada para entrar a formar parte de su dieta. De tal manera, en El tiempo en sus manos prima la aventura de ese personaje que hace partícipes a sus amigos de las destructivas consecuencias del camino escogido por la raza humana, un camino que aún están a tiempo de cambiar, pero solo si aceptan la visión de un hombre a quien se empeñan en no creer.
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