Las responsabilidades marcan la vida de la princesa Ann (Audrey Hepburn), sin embargo tiene la suerte de poder tomarse unas vacaciones que le permiten disfrutar y descubrir aquello que se le ha negado por nacimiento. La princesa Ann no encuentra ni un momento de respiro, desempeñando un papel que no ha elegido, que le ha sido impuesto desde la cuna. Nacer princesa ha marcado su destino, para ella no existe la posibilidad de conocer o de cumplir los deseos que tendría cualquier muchacha de su edad, por ese motivo, decide hacer una pequeña escapada por una ciudad a la que ha llegado después de recorrer diversas capitales europeas, donde acató sin reproches el protocolo y la imagen de perfección que se le exige, una imagen artificiosa que no muestra su verdadera esencia. Ann no piensa en los efectos del sedante que le han dado antes de acostarse, por eso cuando se escapa parece ebria, al menos esa es la impresión que produce en Joe Bradley (Gregory Peck) cuando la conoce accidentalmente y pretende ayudarla a llegar a casa. El estado y la negativa de la muchacha a desvelar su domicilio convencen al periodista para permitirle que pase la noche en su compañía. Como comienzo de vacaciones no está nada mal, una escapada nocturna y conocer a un príncipe que no es azul, sino un individuo normal y corriente que descubre, sin buscarla, la noticia de su vida. Cuando despierta, Joe Bradley deja que la joven duerma y se presenta en la oficina del periódico, donde no sabe como excusar ni su tardanza ni su ausencia a la conferencia de la princesa Ann. Sin nada mejor que contar, se inventa una serie de mentiras que su jefe no cree, porque toda Roma sabe que su alteza se encuentra indispuesta y ha cancelado su rueda de prensa. Bradley descubre la foto de Ann que se ha publicado en el periódico y su mente se centra en una única idea: una exclusiva que le proporcione cinco mil dólares, cantidad que posiblemente no hay visto en su vida; así pues el periodista no presenta un interés emocional hacia la muchacha que ha pedido que retengan en su habitación, ni piensa en las necesidades de esa joven que empieza a vivir por primera vez, descubriendo todo cuanto no se le permite, sintiendo como sería su vida de no verse obligada a asumir un rol que no le satisface, pero que no puede evitar. Vacaciones en Roma (Roman Holyday, 1953) es un título que define a la perfección la experiencia que la joven prisionera vive durante veinticuatro horas inolvidables, un día que le permite descubrir el amor y la alegría de sentirse libre para poder hacer cuanto desea, en compañía de un periodista que sin darse cuenta olvida su objetivo material, porque no puede evitar enamorarse de la belleza y de la inocencia de Ann, un amor imposible que ambos recordarán siempre. La presencia de Audrey Hepburn confirió a su personaje ternura, fragilidad y encanto, su mirada y su sonrisa no sólo conquistaron a Joe Bradley, sino a todo una generación que la descubrió en esta película de William Wyler, convirtiéndose con su primer papel protagonista en una estrella y en uno de los iconos más reconocibles del cine, gracias a su elegancia, su talento y a su magnetismo delante de las cámaras. Pero también existe una parte oscura, menos romántica que la que muestra Vacaciones en Roma, una circunstancia que nada tendría que ver con el cine y que alejó al autor del argumento del reconocimiento público de su participación en el film (no se produciría hasta muchos años después); Dalton Trumbo no apareció como autor del libreto, ni pudo recibir el Oscar al mejor guión, como consecuencia de formar parte de las listas negras que circulaban por los estudios de Hollywood.
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