martes, 14 de junio de 2011

La hora final (1959)


Apenas un par de años después de las primeras bombas atómicas, el mundo se dividía en dos grandes bloques económico-ideológicos. No eran de hormigón, aunque a uno le llamaron en Occidente “el telón de acero”, pero sí delimitaban espacios y formas de control económico, político, militar y social que ya existían con anterioridad a la Segunda Guerra Mundial. Eran dos sociedades que, en su antagonismo, no eran tan distintas. La capitalista y la comunista llegaron al extremo de vigilarse y a basar parte de su política en el gasto para la defensa de sus respectivas fronteras e intereses. A grandes rasgos, y sin pormenorizar detalles, se temían. Temían que la una se impusiera a la otra, mientras, se miraban con recelo y daban el paso adelante para adentrarse en el periodo que se dio a conocer como la guerra fría. Se trataba de una situación estable dentro de la inestabilidad de conflictos latentes, que no llegaron a estallar de un modo global.
Los gobiernos de ambas superpotencias primaban las investigaciones armamentísticas y con estas se aumentó la producción de armas de destrucción masiva, las cuales, supuestamente, podrían acabar con la vida planetaria en un abrir y pulsar botones rojos. La hora final (On the Beach, 1959) plantea esta situación, pero no lo hace desde la realidad ni desde el espectáculo postapocalíptico (que prima en otras producciones de este tipo). El film de Stanley Kramer lo hace desde la ciencia ficción, sí, aunque acercándose a las situaciones inmediatas del enfrentamiento nuclear desde la contención y la fatalidad, para advertir sobre las nefastas consecuencias del ataque que en el film ya se ha producido.


Únicamente Australia permanece intacta, aunque es cuestión de tiempo. En cinco meses, la nube radioactiva llegará a su costa y con ella, la muerte y el exterminio total. Toda la población conoce la fatalidad que se avecina e intentan asumirla, puesto que no hay vuelta atrás, ni opción que evite que les afecte al resto de sus vidas. ¿Cómo podría ser de otra manera? Saber que están condenados por una guerra que nadie sabe cómo empezó, les empuja a la aflicción y a la resignación. De nada vale quejarse, ya no es tiempo para ello; no existe alternativa, los hechos son los que son y no hay esperanza. Lo irremediable de su inminente destino, que nadie desea, no les impide continuar con sus vidas, aunque estas ya carecen de cualquier futuro y pasado: ya nada podrá ser, ni habrá quien cuente la historia. Ahora, solo son espejismos de un presente que se difuminará con la llegada de las terribles e invisibles partículas atómicas. Sin embargo, dentro de esta situación terminal, existe espacio para el amor, aunque tenga fecha de caducidad, puesto que no se pueden controlar las constantes de la naturaleza humana.



El capitán Towers (Gregory Peck), marino estadounidense, alcanza las costas australianas abordo de su submarino. Este oficial se niega a creer que su familia ha perecido; y aunque lo sabe, continúa hablando de ellos en presente. No obstante, su posterior viaje de reconocimiento le mostrará que no hay esperanza, que debe asumir su nueva realidad: Marion (Ava Gardner). Al lado de la pareja protagonista, viajan el teniente Peter Holmes (Anthony Perkins), casado y padre de un bebé que no verá el futuro porque la propia humanidad lo ha destruido, y Julian (Fred Astaire), el científico que ha contribuido a la creación del arsenal letal, y que ahora siente la amargura y la culpabilidad consecuentes a asumir que de algún modo fue partícipe de la “locura” —más bien intereses e intolerancias enfrentados— que ha puesto fin a la humanidad.


A primera vista, Kramer filmó una película que advierte sobre las nefastas consecuencias de la carrera nuclear que, en la realidad de la guerra fría, atemorizaba a la población mundial. Pero el director y productor no se muestra ni reflexivo ni crítico con los posibles contendientes, prefiere o se decanta por mostrar el drama de los últimos días, esa hora final en la que la humanidad ya no puede culpar, solo asumir su destino, inamovible y único para todos. Lo hizo apoyándose en una excelente fotografía de Giuseppe Rotunno y en la trágica realidad que viven sus personajes, a través de los cuales se descubre la magnitud de los hechos que han acabado con la vida humana en el planeta. De tal manera, La hora final prima en su distopia el tono realista y el drama humano, imposibilidad, más bien: la tragedia que va cobrando cuerpo en los rostros y en las emociones que hablan del final -la terrible comparación entre las abarrotadas calles de Melbourne y la desierta ciudad fantasma que encuentran al llegar a San Diego. Se entiende que la intención de Kramer no sería la de ofrecer un espectáculo fantástico, o no solo esa sería su finalidad, porque deja clara su postura y advierte de que todavía se estaba a tiempo de evitar la catástrofe que ya se ha producido en la fantasmagórica, despoblada y silenciosa, calle donde cuelga la pancarta en la que se lee: 

<<THERE IS STILL TIME.. BROTHER>>


Pero, en palabras de Pasolini, <<más allá del mensaje desnudo (“hermanos, aún estáis a tiempo”) y del argumento desnudo, Kramer no tenía nada que decir. La emoción sin lógica, y la lógica sin emoción. Se queda uno en el terreno de lo general: y permaneciendo en ese terreno ni se nos conmueve ni se razona. A medida que avanzan las tomas, los personajes de esta vivencia postatómica se preguntan angustiados, voluntariosos, atentos a no caer en la retórica, el “porqué” de la guerra y del horroroso destino de los que son los últimos protagonistas. Pero las razones que se dan —y que presumiblemente a través de ellos da el director— son totalmente irracionales; se habla claramente de “locura” humana. Y ¿entonces? Si la guerra y la destrucción del mundo son efecto de la simple e inexplicable locura, no se comprende qué es lo que aún estamos a tiempo de hacer. Rezar quizá. Hermoso mensaje. Este es el punto débil del filme, lo que lo convierte en algo fatigado, gris, desproporcionado, asimétrico.>> (1)


(1) Pier Paolo Pasolini. Del artículo aparecido el 12 de enero de 1960 en Il Reporter. Recogido en Pier Paolo Pasolini. Las películas de los otros (traducción Carmen Gallego Cruz). Editorial Prensa Ibérica, Barcelona, 1999


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