miércoles, 29 de junio de 2011

Ariane (1957)



La ficción cinematográfica posee algo mágico, transforma realidades en reflejos de sueños y fracasos, en comedias y dramas que invitan a la risa y al llanto; a veces, a la indiferencia. Además, si cae en manos de alguien como Billy Wilder, posee el atributo de ser inimitable, característica que él mismo observaría en su admirado Ernst Lubitsch. El mejor Wilder llena la pantalla con su genialidad, con su "toque" propio, que nace en sus guiones, escritos por él mismo, aunque nunca los desarrolló solo. Sobre todo, lo hizo con la complicidad de Charles Brackett y, a partir de Ariane (Love in the Afternoon, 1957), de I. A. L. Diamond. Se burla de sus personajes y de las situaciones que sufren o provocan. Le es indiferente porque rige sus destinos y, como "divinidad" creadora, pocas veces se compadece de sus creaciones, aunque haya ocasiones que presencias inocentes como la de Audrey Hepburn lo conmuevan. Ella es Ariane, como antes fue Sabrina. Es la joven muchacha de belleza serena, ingenua, soñadora, magnética, cuyas sonrisas y fantasías nos atrapan sin que apenas seamos conscientes, incluso atrapa a Frank Flanagan (Gary Cooper), el multimillonario soltero y mujeriego a quien la evidente diferencia de edad no le impide pensar en ella como una posible nueva conquista que se rinda al compás de Fascinación. El resultado es Love in the afternoon, una comedia romántica inspirada en el film de Paul Czinner Ariane, la joven rusa (Ariane, 1931) en la que se encuentran algunos de los rasgos que definen la comedia wilderiana. También es, quizás, su acercamiento más visible a Lubitsch, a sus comedias de alcoba, a sus intimidades detrás de las puertas, a su elegante ironía. Incluso hacia eso apunta la presencia de Gary Cooper, que hereda los millones y el amor fugaz de su personaje en La octava mujer de Barba Azul (Bluebeard's Eighth Wife; Ernst Lubitsch, 1938), y Maurice Chevalier, quien ya no ejerce de pícaro galán sino de padre de la alegre soñadora, curiosa y con deseos de conocer el amor, uno diferente del propuesto por los chicos de su edad.


Ariane vive con su padre, que se dedica a investigar posibles casos de infidelidad (en los que es una eminencia). Claude Chavasse (Maurice Chevalier) los guarda en sus archivos, donde detalla pequeños y grandes deslices, alguno más abultado que el resto. El más grueso pertenece a un maduro millonario cuya afición preferida no es jugar al golf, sino seducir y conquistar a cualquier bella mujer, casada o no, y después salir corriendo en busca de nuevas conquistas. Su gran capacidad de enamorar llama la atención de la muchacha, a quien seduce la idea de conocer a un individuo de esas características, aunque tampoco se debe olvidar que ella pretende salvarle la vida, ya que uno de esos numerosos maridos engañados aguarda a las diez para asesinarle. Sus diálogos y sus situaciones son ingeniosos, marca de la casa, divierten e impregnan de comicidad a una película que, detrás de su apariencia amable, esconde la burla de Wilder a la infidelidad, a los celos, a la negativa de un hombre adulto a asumir su edad, al amor idealizado en la fantasía de esa inolvidable soñadora capaz de crear un personaje que le permita alcanzar su objetivo. Para ello introduce el engaño, siempre presente en la obra del realizador, quien también concede suma importancia a la música, otro personaje más de la trama y un acierto musical de Franz Waxman, que realizó múltiples variaciones del tema Fascinación, según lo precisase la escena, entre otras composiciones interpretadas por los zíngaros, que también aportan su nota de humor de alta escuela. Al tiempo, Ariane hace creíble e increíble la relación que surge entre el maduro millonario y la joven que lo manipula. No importa la evidente diferencia de edad, la pareja funciona en soledad o respaldados por las presencias de Maurice Chevalier y John McGiver, dos personajes imprescindibles. Pero, más que los propios personajes, la diversión la proporcionan las situaciones y la manera en las que éstas fueron rodadas, repletas de pequeños detalles que Wilder supo suministrar mejor que nadie a lo largo de esta elegante comedia, quizá la más elegante de las suyas, aunque, seguramente, él diría que Lubitsch lo habría hecho mejor.

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