Cuando visité Eslovaquia y la República Checa, a principios de siglo, todavía no había leído nada de Bohumil Hrabal. De aquella, mis lecturas de escritores checos se reducían, si la memoria no me falla, a Franz Kafka, de quien había leído La metamorfosis y otros cuentos, así como El proceso, más adelante llegaría la inconclusa El castillo, y Milan Kundera, autor que me había atrapado con La insoportable levedad del ser y en un futuro ya pasado con La broma, La fiesta de la insignificancia, Los testamentos traicionados y tantas obras más. Por entonces, y supongo que ahora también, en Praga ya podían encontrarse referencias visibles y evocaciones de Kafka. Digo “ya” porque durante años su obra fue ocultada por el sistema, hasta que en la década de los sesenta lo recuperaron aquellos jóvenes escritores a los que influyó, entre ellos Hrabal y Kundera. De modo que no me resultó sorprendente, más bien lógico, que la “presencia” de Kafka pudiese encontrarse en una cafetería, en una calle o en el propio ambiente urbano. La presencia que sí llamó mi atención fue la del teatro de marionetas, a pesar de ser algo típico de allí. Me sorprendió porque nunca había acudido a una representación con tan ilustre y vivo reparto. Recuerdo que me pareció buena idea el asistir a una representación del Don Giovanni —ópera que había sido estrenada en Praga en 1787—, una espléndida vuelta de tuerca operística del don Juan de Tirso de Molina. En aquella compañía y en la oscuridad de aquel pequeño teatro, me sentí a gusto y disfruté de aquellas marionetas que no desentonaban con la música de Mozart y el libreto de Lorenzo da Ponte. Cierto que no tránsito con frecuencia el mundo de las marionetas, salvo el humano del que formo parte, pero viendo Una soledad demasiado ruidosa (Too Loud a Solitude, Genevieve Anderson, 2007) regresé a él, aunque en una situación y sensación distinta. Ya no estaba en Praga y ya había leído de Hrabal Trenes rigurosamente vigilados, Yo serví al rey de Inglaterra —y las adaptaciones que de ambas había realizado Jiri Menzel, quien, entre los años que separan ambas películas, adapto otras obras del escritor— y Una soledad demasiado ruidosa, de estas tres la que más me impactó y de la última que descubrí sus adaptaciones cinematográficas. Una de imagen “real” y la otra esta de animación, cuya duración ronda el cuarto de hora y que le parece una evocación digna del relato de Hrabal…
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