En su noveno largometraje, el primero que realizaba en el siglo XXI, Hayao Miyazaki dejaba volar no solo la imaginación, sino la emoción y el sentimiento característicos de sus películas. Desde el momento de su estreno, El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no Kamikakushi, 2001) resultó un fenómeno de masas dentro del cine de animación japonés. Poco tardó en convertirse en un éxito fuera del país del sol naciente y, quizá, en el título más popular y emblemático de la filmografía de Miyazaki, cuya obra conjunta (y por separado) destaca por su humanismo y su desbordante fantasía visual, incluso en aquellas piezas que, como la biográfica, sensible y comedida El viento se levanta (Kaze Tachinu, 2013), se suponen más realistas. Lo dicho: la obra cinematográfica de Miyazaki desborda imaginación e inventiva; también corazón, así como movimiento y acercamiento emocional más allá del viaje físico que depare el recorrer distintos paisajes o el acceso a otros mundos. En las películas del director de Porco Rosso (Kurenai no buta, 1992) siempre hay un viaje, a menudo iniciático, que implica no solo el aprendizaje de sus protagonistas, sino también el de quienes les rodean. Es decir, todos sus personajes (con entidad narrativa) parten de un estado inicial, lo cual no deja de ser lógico —sería impensable que solo uno o dos personajes iniciasen su andadura y el resto permaneciese en estado pétreo—, que evoluciona a lo largo de la aventura propuesta por este cineasta y animador que, junto a Isao Takahata, evolucionó el anime y lo elevó a un nivel internacional impensable con anterioridad. Al finalizar cualquiera de sus películas, el cambio es evidente y, acercamiento aparte, depara la liberación de sus héroes y heroínas, también de supuestos villanos. La maduración de los personajes se ha producido durante ese recorrido que, tanto físico como espiritual, siempre es vital y emocional. El título El viaje de Chihiro ya define esta circunstancia viajera. La niña protagonista accede a un mundo diferente donde logra superar las distintas trabas que se le presentan en su intención de recuperar a sus padres. No se rinde, no puede ni está dispuesta a hacerlo, pero también ella necesita ayuda. A medida que avanza su estancia en la casa de los baños, Chihiro, valiente, generosa, rebosante de amor, se aleja del capricho y del egoísmo infantil en el que inicialmente se encuentra para dar rienda suelta a su nueva comprensión y al sentimiento que ya llevaría dentro, pero que ahora, en una situación extraordinaria, desborda en todo su esplendor y le permite comunicarse y establecer la reciprocidad emocional que rompe las barreras. Entonces, se establece un intercambio entre el emisor y el receptor que depara comunión y libera a ambos…
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