Las revoluciones liberales de Estados Unidos y Francia estuvieron sobre todo en manos de abogados y médicos o, dicho de otro modo, en manos de legisladores y sanadores de carrera. Eran miembros de la burguesía, gente supuestamente culta, privilegiados económicos que habían tenido acceso a estudios primarios, secundarios y superiores, que creían estar preparados para algo más que ejercer de comparsas de un orden político en el que no se encontraban. No era el suyo. Buscaban mayor presencia política en el panorama nacional, aunque el país norteamericano todavía no era una nación cuando los Thomas Jefferson, Benjamin Franklin, que no eran abogados, y los John Adams, Alexander Hamilton, John Jay o James Madison, que sí lo eran, se decantaron por poner fin a su identidad británica, pues la City quedaba lejana y las exigencias del gobierno de Jorge III no eran de su agrado. También en las no liberales se da el caso de que la abogacía y la medicina mandan. La revolución bolchevique encontró a su líder en Lenin, que era abogado de carrera, aparte de miembro de la pequeña nobleza, y la cubana lo halló en Fidel Castro, quien también se había licenciado en Leyes, secundado por el ambiguo Ernesto “Che” Guevara, mitificado en camisetas y banderines, que era hijo de familia bien, así como médico por estudios y revolucionario de profesión. Ya en China, Mao, que era hijo de un terrateniente, no llegó a terminar ninguno de los estudios que inició, entre ellos Derecho, quizá porque ya desde temprana edad se considerase un intelectual autodidacta, suficientemente preparado para cambiar la Historia de su país, aunque, para desgracia de millones de compatriotas suyos, la historia se encargaría de demostrar que era otra cosa. En todo caso, estos y otros revolucionarios tienen en común su origen acomodado, su pertenecían a la burguesía rural o a la urbana, que era la clase que se impondría a partir de la Ilustración de los Diderot, Voltaire, Montesquieu, Rousseau… Ellos iluminaban y empujaban hacia el cambio que pretendía un mundo más razonable, culto, tolerante, justo y humanitario. Mas una cosa es la ilustración y la razón teórica y otra la práctica política en la que, a menudo, la razón se olvida y se sustituye por la irracionalidad que depara momentos tan oscuros como el Terror que se impuso tras la revolución francesa.
Cualquier poder revolucionario teme la contrarrevolución. Hay sobrados ejemplos, incluso en el ámbito eclesiástico, que no deja de tener su componente político, pero el ejemplo revolucionario que da pie a Danton (1982) es el más popular e idealizado gracias a su trinidad —libertad, igualdad, fraternidad— o, mismamente, a su himno La marsellesa. También en este, los cabecillas eran hombres de carrera, burgueses que guiaron al “pueblo” en su descontento. Fueron los Robespierre, Marat o Danton y no la Libertad, inmortalizada en la figura de la mujer pintada por Delacroix, quien guió a las masas. Fueron líderes de carne y hueso, personas como ellos quienes levantaron la tormenta que puso fin a la monarquía francesa. Los líderes revolucionarios estaban llamados a ser la nueva aristocracia, que ya no sería nobiliaria, sino burguesa. Esta nueva clase dominante corría el riesgo de ser prácticamente igual de exclusiva y elitista que la anterior; incluso dictatorial, como apunta Danton (Gérard Depardieu) en un momento puntual de su juicio, cuando afirma que han traído una dictadura peor que la anterior. Y concluye: <<por miedo al tirano, se han transformado en tiranos>>. Era una nueva tiranía y en ella no iba a tener cabida el llamado pueblo o tercer estado: proletariado y campesinado. En Francia, sonaban “libertad, igualdad, fraternidad”, pero la realidad que se impuso fue la de los Comités revolucionarios que pretendían controlar al pueblo y amedrentarlo. Había que dar ejemplo, poner fin a cualquier brote contrarrevolucionario, existiese o no. El Terror se impuso porque existía terror por parte de quienes asumieron el Poder. La Convención y los ciudadanos eran títeres en sus manos y, en la práctica, la República naciente y burguesa no era una democracia ni un Estado de Derecho; tal como apunta el cierre de imprentas que claman contra los abusos de los Comités.
La Revolución cambiaba la historia de Francia. Lo consiguió gracias al levantamiento de las masas populares, pero no contó con que la fuerza revolucionaria se descontrolaría a base de miedo a verse frenada. Y ese temor a la pérdida de lo conseguido, a la contrarrevolución, radicaliza a sus líderes, que inician la caza de brujas llevada a cabo por el Comité de Salud Publica, una especie de Inquisición laica, que abre el periodo de Terror que Danton desea poner fin; a pesar de que él mismo fue uno de los fundadores de los tribunales revolucionarios donde se decidía “legal” y popularmente a quién cortar la cabeza. El abogado Robespierre, el estudiante de Derecho Saint Just y Marat, que era médico, han pasado a la historia como la figuras negras de aquel momento, mientras que el cine mira con buenos ojos a Danton en Las dos huérfanas (David Wark Griffith, 1921) y en Napoleón (Abel Gance, 1927), en las que aparece como el revolucionario justo condenado por el terror desatado, pues todo poder nacido de la fuerza bruta lo emplea para sobrevivir e imponerse a la reacción; algo así como el fin justifica los medios, entre los que se cuenta la policía secreta de Robespierre y la guillotina a la que el Comité de Salud Publica, vaya eufemismo, envía a supuestos enemigos de la República. Abogado de profesión, Danton, conocido como uno de los indulgentes, es acusado por dicho Comité y por el de Seguridad General. Su proceso y su ejecución fueron representados en teatro y cine, medio este en el que quizá su ejemplo más famoso sea el realizado por Andrzej Wajda, a partir de la obra teatral de Stanislawa Przybyszewska —que dio pie al guion de Jean-Claude Carrière—, en Danton, lujosa producción en la que el cineasta polaco narra los últimos momentos en la vida del héroe revolucionario a quien se acusa de corrupción y conspiración, acusaciones infundadas, pero necesarias para enviarle a la guillotina que la cámara de Wajda muestra al inicio de un film cuyo diseño de producción está a la altura de los personajes y de los temas planteados; los cuales podrían resumirse en el miedo a perder el poder, ese miedo que desata la violencia y el terror de Estado que borran la libertad de expresión y cualquier otro vestigio democrático, el mismo temor que, sin ser consciente, abre la puerta a la posterior dictadura napoleónica
El discurso de Danton (Gérard Depardieu), ante el tribunal que le juzga en una farsa —ha sido condenado de antemano por los miembros del Comité, tras el visto bueno de Robespierre (Wojciech Pszoniak) y Saint Just (Boguslaw Linda)— y el pueblo que se reúne en la sala, apunta algunas de las ideas que la película desvela a lo largo de su metraje. Danton dice: <<Quieren haceros creer que el proceso ha terminado, cuando no ha hecho más que empezar. Cuanto más valor tiene un hombre, más encarnizan para que muera. Este método es infalible […] Cuando deciden aniquilar a un hombre le imputan todos los crímenes. Este método es viejo como el mundo, pero compruebo que en estos tiempos modernos ha mejorado. Pretenden que olvidemos la Ley so pretexto de servirla. Quieren hacernos creer que el miedo que siempre acompaña al Poder ha desaparecido. Los hombres honestos han molestado siempre a la política. Hoy más que nunca. ¿Por qué quieren matarme? Solo yo puedo responder a eso. Quieren matarme porque soy sincero. Hay que matarme porque digo la verdad y la verdad les da miedo. Esas son las razones que les inducen a condenarme. A ejecutar a un inocente>>.
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